Ana María Rugari
Esperábamos ansiosas que terminara el mes de diciembre y que llegara enero
para ir a casa de una amiga de mamá, que vivía en Cruz Alta, provincia de
Córdoba, justo en el límite con Santa Fe.
Elena, que así se llamaba la amiga de mamá, siempre le pedía que le
llevara pimientos rojos que no se conseguían hacer crecer en la huerta que
tenía en el fondo de su casa. Así que munidos del cajón de pimientos rojos y
algún regalito para los hijos, nos íbamos a la Estación Rosario Norte a tomar
el tren para Cruz Alta. De más esta decir que para nosotras, mi hermana y yo,
era como ir a lo desconocido. Era un viaje largo, pues paraba en todos los
pueblos, levantando pasajeros cargados con canastos tapados con servilletas
coloridas, algunas jaulas con pollos y también pájaros. Los chicos se
entretenían en abrir las jaulas y revoloteaban gallinas y algún que otro
pájaro. Nosotras, chicas de ciudad, nos hacíamos la idea que estábamos mirando
una película cómica. Cuando los padres se daban cuenta de lo que hacían, era un
correr por el tren, tratando de cazar los pollos y de zamarrear a los chicos
cuando los alcanzaban.
Mamá siempre llevaba sándwiches de milanesa en pan francés y fruta, se
compartía con los otros pasajeros cercanos a nuestros asientos y ellos nos
daban queso y huevos duros. Recuerdo el olor inconfundible del tren y la mezcla
con otros aromas.
Cuando al fin llegábamos a destino nos despedíamos de los compañeros de
viaje y lo hacíamos como si fuéramos viejos amigos.
Llegar a la casa de Elena era muy fácil, ya que estaba a una cuadra de
la estación y frente a la plaza. Y siempre nos esperaban en la estación con el
sulky para llevarnos y también al cajón de pimientos rojos.
Pasaron algunos años y la hija se casaba y mamá, que sabia coser muy
bien, le hizo el vestido de novia ideado por mí, ya que siempre me gustó
dibujar vestidos de novia. Lo llevamos en una caja enorme para que no se
arrugara demasiado y el tul del tocado hacia las veces de cola. Era hermoso. Se
casaba en la iglesia frente a la casa y querían llevar a la novia y al padrino
en el sulky adornado con cintas; pero mi mamá, que era muy entusiasta, dijo que
sería hermoso cruzar la plaza a pie y la comitiva iría detrás. ¡Realmente fue
algo maravilloso que no voy a olvidar mientras viva! Los chicos vivando el paso
de la comitiva, gritándole al padrino que no se olvide de tirar las monedas,
era una precesión colorida ya que los invitados nos seguían. Todo iba perfecto,
cuando se levanto un viento que casi le hace volar el tocado, mi mamá arreglándole
el vestido y los tules y, al fin, llegamos a la iglesia, que estaba decorada
con flores de todos colores y cintas blancas. La decoradora de la iglesia había
sido, por supuesto, mamá y ella decía que el casamiento debía ser colorido y
bien colorido fue.
Cuando terminó la ceremonia y salimos a la veredita de la iglesia, se
habían juntado, creo yo, todos los chicos de Cruz. El papá de la novia, tirando
las consabidas moneditas y la chiquilinada arremolinándose sobre ellas. Más de
uno salió con un ojo negro por los codazos para alcanzar más. Tiramos arroz a
los novios y casi se cae la novia al resbalar con los zapatos nuevos de tacos
altos. Menos mal que nada pasó y, nuevamente, toda la comitiva a medida que
salía de la Iglesia, cruzaba la plaza y llegaba a la casa donde tenía lugar la
fiesta.
Antes de salir, habíamos ayudado a poner los caballetes debajo de la
galería y a forrarlos con papel blanco. Me pareció raro que no se pusieran
manteles, pero hay que decir que estuvo muy bien pensado. Se sirvieron varios cerditos
de cuarenta días, que eran del campo del papá de la novia, y rociados con
abundante vino. Había pollos y, para acompañar, ensaladas y papas. De más esta
decir que el almuerzo duró varias horas. Había un señor que tocaba el acordeón
amenizando la reunión. Luego, siguió el baile con el padrino y con todos los
varones amigos y la fiesta duro varias horas más, hasta que los novios se
retiraron, se cambiaron y se fueron para Rosario.
Los invitados comenzaron a irse y nosotros ayudamos a levantar los
platos y fuentes. De los cerditos y los pollos solo quedaron los huesos,
algunos diseminados sobre el papel blanco y fue realmente una gran idea, pues
se enrollaron y se tiraron a la basura. ¡No había que lavar manteles, solo los
platos y los vasos!
Fue el primer casamiento al que asistí y lo disfrute
enormemente.
Hermosa semblanza de un tiempo ido donde la vida y costumbres eran más sencillas.
ResponderEliminarMe encantó.
Un abrazo y gracias por compartirlo.
Gracias Luis, te agradezco que hayas leído mi relato y que te encantara. Fui muy feliz recordándolo. Mi mamá era extraordinaria y todos la querían, inclusive el verdulero que venía a casa a vender uno o dos productos, sandías, o tomates, o ciruelas. Un día vino y dijo que se casaba y mamá le dio el dinero para que se comprara un traje, él le pidió que fuera su testigo, y mamá aceptó.
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