Luis Molina
Pasaba caminando cuando te vi, ya no eras aquel monstruo que tanto
temí, hoy aun altivo, silente, sin perder la majestuosidad de otrora cuando en
mi niñez me aterraba verte. Qué podía entender en aquel momento, que lo tuyo no
era furia. Solo era un chiquillo, que te veía aproximar envuelto en nubes y
atronando el recinto a tu llegada.
Era una época de sueños. Con mamá todos los veranos visitábamos la
familia que estaba dispersa en el valle de Punilla e incluso más a noroeste de
la provincia.
La zona de San Carlos Minas era despoblada en la década del cincuenta.
Mucha piedra, cultivos mínimos, en algunas parcelas más pequeñas que un jardín
algo de maíz o algunas hortalizas. El ganado caprino poblaba el entorno, alguna
lechera para consumo familiar. Eso sí, muchos depredadores: pumas, zorros,
ofidios y cuatreros. Las gallinas que eran muchas dormían en el ombú.
No resultaba fácil llegar. El colectivo desde la ciudad de Córdoba
solo pasaba dos veces por semana, el camino era de tierra arenosa y la
distancia entre las casas solía ser de una legua o más. No eran muchas las que
encontrabas en el camino.
Salíamos de Villa de Soto muchas veces en la “mensajería”. Esta era
una especie de estanciera, que trasladaba el correo, pero siempre llevaba algún
pasajero, nos dejaba en el camino y desde allí a caminar a veces por un camino
de carros o un sendero por el monte. Quien les habla además de pequeño era
bastante estúpido, por lo que mi madre debía caminar el triple para llegar.
Ella avanzaba unos cien metros con los bolsos y debía volver por el paquete “que
era yo” que me negaba a caminar. Resumiendo caminaba cargada unos quince
kilómetros para recorrer solo cinco. ¡Si hubiera sido hijo mío!
Pero dejando la violencia, vivían en contacto con la naturaleza. En un
patio de grandes dimensiones dos casas de piedra y techo de paja ubicadas en “L”.
Eran habitadas por la familia y detrás de una de ellas estaba el telar de la
abuela, confeccionado con ramas y troncos simplemente atados entre sí. Como las
ovejas daban abundante lana, las mujeres aparte de hilar y teñir confeccionaban
tejidos rústicos, pero muy útiles en esa zona. Sobre los techos de paja se
secaban higos y pelones para regalar a la familia, además de ser para pasar el
invierno.
Ir al almacén de ramos generales significaba una larga caminata de una
hora o más entre matorrales y piedras, lo bueno era que allí el tiempo era
diferente, no había apuro. Se levantaban al segundo canto del gallo, unos mates
y al campo; una mujer, a ordeñar y el resto, a sus quehaceres. A media mañana
asaban choclos y los degustaban con leche fresca; al mediodía, el almuerzo. Yo
tomaba leche al pie de la vaca, es decir directamente del ordeñe, ya mi bigote
era blanco.
Sin duda, eran otro mundo aquellas casas sin puerta protegidas por una
roca a sus espaldas que las doblaban en altura. Había que buscar el agua a unos
doscientos metros en un pozo que se encontraba a la vera del río.
Era fantástico, pero la semana pasaba volando, tras la despedida nos
arrimaban hasta un pueblo llamado La Higuera, distante a un par de leguas,
donde pasábamos uno o dos días en casa de una tía de mi madre. Allí, tomábamos
el colectivo de regreso a Soto.
Pero, volviendo al relato, todo comienza cuando vuelvo a ver a ese
monstruo negro, que resoplaba vapor en la estación Rosario Norte, mientras
esperábamos “El Serrano”, que nos llevaba a la ciudad de Córdoba, donde
combinaba con el coche motor que reptaba por laderas y túneles rumbo al Valle
de Punilla. Desde la ventanilla el panorama era de postal. Bajo el abismo, un rìo
serpenteante bajaba desde el vertedor del dique rumbo a la capital, varios
túneles atravesaban la montaña, el tren se detenía en estaciones al borde de
los barrancos, para luego dejando atrás la montaña discurrir entre muchos puentes
y cañadones.
Al parecer, me evadí por senderos de montaña, mientras mi monstruo
quedaba en la ciudad. Hoy al ver a esa locomotora que descansa de las fatigas
de muchos años de servicio, me siento un niño de no más de tres años en el
andén tratando de huir de ese gigante, que se aproxima entre nubes de vapor
haciendo temblar el piso, atronando el espacio con bufidos. No había donde
esconderse, solo arrimarse contra la pared detrás de la gente que no parecía temer
su presencia.
Noto que aquel niño no ha perdido la estupidez, embelesado camina
admirando la locomotora a la que ya no teme, al tiempo que un bocinazo y el
improperio del conductor de un vehículo de gran porte lo vuelven a la realidad.
Han pasado décadas, pero él sigue estando en mi mente cada vez que veo
una luz en la distancia sobre los rieles y me apresuro a sacar mis perros que disfrutan
el terreno para correr.
Volví a mirar atrás y juro que noté que mi monstruo sonreía…
Cuando se es pequeño todo toma mayor tamaño pero uno siempre se siente protegido por mamá. Hermosa tu historia. Me gustó mucho. Gracias por compartirla.
ResponderEliminarAna Maria Rugari
Gracias a vos Ana María.
EliminarCada tanto un recuerdo te invade y lo mejor es escribirlo.
Un abrazo.