domingo, 29 de abril de 2018

Navidad del 17

José Mario Lombardo

En vísperas de Navidad, el año pasado, caminábamos por calle San Martín desde San Luis hacia Córdoba. En la esquina de Córdoba y San Martín, un grupo de jubilados pedía firmas para alguna de sus infaltables reivindicaciones; un poco más allá, bajo los aleros del Banco Nación, se juntaban los buscadores de mascotas; y en cruz con el banco, donde está la tienda, una banda de músicos vestidos con coloridos uniformes se instalaba para comenzar con su concierto del mediodía.
Habíamos finalizado la tarea de comprar los presentes navideños, de manera que tomamos por Córdoba rumbo a Laprida, para llegar a la parada del “130”. En esa zona, los comercios de calle Córdoba comienzan a dejar de lado el brillo de la moda para transformarse en algún bar, algunas librerías y la presencia del Banco de Santa Fe, que ocupa una buena parte de la vereda norte, antes de llegar a Maipú.   
Frente al banco, uno de los tantos músicos callejeros había plegado su atril y estaba guardando el bandoneón. Pasamos a su lado y nos metimos en el Pasaje Pam. El pasaje, que lo habían adornado con un cielo de sombrillas de colores, estaba bastante desierto, ni siquiera había alguien tocando el piano y los negocios ya habían cerrado.
Cuando salimos del Pasaje, el músico del bandoneón, unos pasos más adelante, otra vez plegaba su atril y guardaba su bandoneón en el estuche.
Pasamos Maipú y entramos en una de las librerías que anunciaba “ofertas por cierre definitivo”. Allí, la atracción que generan los libros, nos entretuvo durante un buen tiempo. Revolvimos mucho y no compramos nada.
Al salir de la librería, antes de llegar al quiosco de revistas, estaba nuestro músico. Esta vez no había plegado su atril ni guardado su bandoneón. Me detuve a escuchar. Más que ejecutar, estaba musitando “Naranjo en flor”. Se acercó un señor, le dedicó unas palabras, dejó diez pesos en el estuche y siguió su camino.
Me quedé allí recordando que una vez, cuando niño, me había dormido al lado de “El Cordobés”, mientras su bandoneón amenizaba alguna fiesta familiar.
 Y que unos años después, cuando nos fuimos al pequeño pueblo donde mi padre había logrado coronar su sueño de la farmacia propia, un músico del lugar me había reservado una butaca en la primera fila.
En una misma esquina, en cruz con la farmacia, estaba el “Club Social”. Allí pronto coseché entrañables amigos. Una de las primeras reuniones en aquellas tardecitas cancinas, calmas, estábamos alrededor de una mesa en el club, cuando un vecino llegó con su acordeón a piano. Era azul, nacarada, con unas grandes sordinas junto al teclado. Se sentó con nosotros en la mesa y, como si conversara, nos interpretó “Adiós Nonino”. Después, un rato después, tocó “Lo que vendrá”.
“Adiós Nonino”, un responso. “Lo que vendrá”, un presagio.
 El Salón del Club tenía su entrada por la ochava y cuando lo cerraban, muy tarde, casi en la madrugada, bajaban una cortina metálica como la de los antiguos almacenes. Con el cierre de la cortina, se me ocurría que aquellas melodías de Piazzola continuaban vibrando como un eco en el salón. Quedaban con las cervezas, con las botellas de ginebra, con las de algún vino dulzón y acompañando al trozo de queso criollo, que maduraba protegido de las moscas bajo la campana de vidrio.
Un tiempo después, unos años después, me pregunté qué cosa tendría esa música, la de Piazzola digo, Esas canciones que hicieron con Ferrer y que me recordaban los dolorosos exilios, los oscuros momentos y los difíciles albores de la democracia. Aquella balada del loco, ese valsecito de Bachín.
“El loco”, provocando campanarios con su risa. “El Chiquilín”, esperando “tres reyes gatos”.
Tras un responso y un presagio, un regreso a la vida: a la tierra de uno.
De pronto, me di cuenta que el bandoneón de mi artista callejero seguía sonando. Su canto me había llevado por un recorrido aleatorio e inesperado que solo suele darse en los sueños. Un instante había bastado para recorrer esa extraña caminata por el tiempo.
¿Otra vez había vuelto a dormir junto a un bandoneón?
Puse un billete en el estuche, lo saludé con una seña de mi mano y nos fuimos en busca de la esquina de Córdoba y Laprida. Donde está la parada del “130”. 
Seguro que nos esperaba una agradable Nochebuena.

1 comentario:

  1. La música siempre tiene ese condicionante de transportarnos por vericuetos de la memoria que no imaginamos.
    Excelente semblanza.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar