José
Mario Lombardo
En vísperas de Navidad, el año pasado,
caminábamos por calle San Martín desde San Luis hacia Córdoba. En la esquina de
Córdoba y San Martín, un grupo de jubilados pedía firmas para alguna de sus
infaltables reivindicaciones; un poco más allá, bajo los aleros del Banco
Nación, se juntaban los buscadores de mascotas; y en cruz con el banco, donde
está la tienda, una banda de músicos vestidos con coloridos uniformes se
instalaba para comenzar con su concierto del mediodía.
Habíamos finalizado la tarea de comprar
los presentes navideños, de manera que tomamos por Córdoba rumbo a Laprida,
para llegar a la parada del “130”. En esa zona, los comercios de calle Córdoba
comienzan a dejar de lado el brillo de la moda para transformarse en algún bar,
algunas librerías y la presencia del Banco de Santa Fe, que ocupa una buena
parte de la vereda norte, antes de llegar a Maipú.
Frente al banco, uno de los tantos
músicos callejeros había plegado su atril y estaba guardando el bandoneón.
Pasamos a su lado y nos metimos en el Pasaje Pam. El pasaje, que lo habían
adornado con un cielo de sombrillas de colores, estaba bastante desierto, ni
siquiera había alguien tocando el piano y los negocios ya habían cerrado.
Cuando salimos del Pasaje, el músico del
bandoneón, unos pasos más adelante, otra vez plegaba su atril y guardaba su
bandoneón en el estuche.
Pasamos Maipú y entramos en una de las
librerías que anunciaba “ofertas por cierre definitivo”. Allí, la atracción que
generan los libros, nos entretuvo durante un buen tiempo. Revolvimos mucho y no
compramos nada.
Al salir de la librería, antes de llegar
al quiosco de revistas, estaba nuestro músico. Esta vez no había plegado su
atril ni guardado su bandoneón. Me detuve a escuchar. Más que ejecutar, estaba
musitando “Naranjo en flor”. Se acercó un señor, le dedicó unas palabras, dejó
diez pesos en el estuche y siguió su camino.
Me quedé allí recordando que una vez,
cuando niño, me había dormido al lado de “El Cordobés”, mientras su bandoneón
amenizaba alguna fiesta familiar.
Y
que unos años después, cuando nos fuimos al pequeño pueblo donde mi padre había
logrado coronar su sueño de la farmacia propia, un músico del lugar me había
reservado una butaca en la primera fila.
En una misma esquina, en cruz con la
farmacia, estaba el “Club Social”. Allí pronto coseché entrañables amigos. Una
de las primeras reuniones en aquellas tardecitas cancinas, calmas, estábamos
alrededor de una mesa en el club, cuando un vecino llegó con su acordeón a
piano. Era azul, nacarada, con unas grandes sordinas junto al teclado. Se sentó
con nosotros en la mesa y, como si conversara, nos interpretó “Adiós Nonino”.
Después, un rato después, tocó “Lo que vendrá”.
“Adiós Nonino”, un responso. “Lo que
vendrá”, un presagio.
El Salón del Club tenía su entrada por la
ochava y cuando lo cerraban, muy tarde, casi en la madrugada, bajaban una
cortina metálica como la de los antiguos almacenes. Con el cierre de la cortina,
se me ocurría que aquellas melodías de Piazzola continuaban vibrando como un
eco en el salón. Quedaban con las cervezas, con las botellas de ginebra, con las
de algún vino dulzón y acompañando al trozo de queso criollo, que maduraba
protegido de las moscas bajo la campana de vidrio.
Un tiempo después, unos años después, me
pregunté qué cosa tendría esa música, la de Piazzola digo, Esas canciones que hicieron
con Ferrer y que me recordaban los dolorosos exilios, los oscuros momentos y los
difíciles albores de la democracia. Aquella balada del loco, ese valsecito de
Bachín.
“El loco”, provocando campanarios con su
risa. “El Chiquilín”, esperando “tres reyes gatos”.
Tras un responso y un presagio, un
regreso a la vida: a la tierra de uno.
De pronto, me di cuenta que el bandoneón
de mi artista callejero seguía sonando. Su canto me había llevado por un
recorrido aleatorio e inesperado que solo suele darse en los sueños. Un
instante había bastado para recorrer esa extraña caminata por el tiempo.
¿Otra vez había vuelto a dormir junto a
un bandoneón?
Puse un billete en el estuche, lo saludé
con una seña de mi mano y nos fuimos en busca de la esquina de Córdoba y
Laprida. Donde está la parada del “130”.
Seguro que nos esperaba una agradable Nochebuena.
La música siempre tiene ese condicionante de transportarnos por vericuetos de la memoria que no imaginamos.
ResponderEliminarExcelente semblanza.
Un abrazo.