Mónica
Martínez
Inicié un curso para adultos mayores de la UNR. “Contame
una historia” se llama. Hasta ahora, fueron dos clases.
En la segunda,
se comenzó con la dinámica acostumbrada: los participantes que quieren llevan
una historia escrita, vivencias de distintas etapas de su vida y la leen a los
presentes.
Se leyeron tres historias y fueron para mí un
disparador. En mi mente empezaron a aparecer distintos recuerdos, todos lindos,
simpáticos. Tenía razón el profesor cuando dijo que la mente selecciona,
siempre se queda con lo mejor, lo que hace bien y reconforta o, al menos, con
aquello que con el paso de los años se ve de mejor manera.
Yo siempre estuve acostumbrada a escribir, soy
docente, recién jubilada después de treinta y tres años de ejercicio; incluso,
he escrito artículos y capítulos de libros referidos a mi disciplina: Historia.
Esto es distinto, acá el protagonista es uno, la
época es propia, el momento único, irrepetible, personalísimo y por eso cuesta
más empezar.
Vacaciones de invierno de sexto grado. Mis tíos y
primos de Buenos Aires vinieron de visita y me invitaron a pasar una semana con
ellos. Yo, emocionadísima, iba a conocer, ir al cine y sobre todo tomar Coca
Cola, que en Santa Fe estaba bastante limitada.
Dentro del viaje estaba la propuesta de parar una
noche en Cepeda, una pequeña localidad de nuestra provincia, dedicada a la
agricultura, con escasa población, la mayoría familiares de mi tía Nelly, y
precisamente a ellos íbamos a saludar. Así lo hicimos.
Recuerdo el recibimiento, la alegría, la montaña de
milanesas con papas fritas para los chicos y una serie de preparativos para esa
noche especial.
Yo algo había escuchado, porque en casa siempre
estuvieron muy informados. Mi papá compraba tres diarios: “La Capital”, a la
mañana; “La Tribuna”, a la tarde; y “La Razón”, a la noche; y para no perderse
nada la radio funcionaba prácticamente todo el día y el televisor a la noche
(un Inelro, blanco y negro, grandísimo, un mueble, que lo habían traído los
Reyes cuando cumplí nueve años). Además iba a Aricana y nos habían dado unas
charlas, de las que algo oí.
La cuestión era que Estados Unidos había mandado un
cohete a la Luna con tres astronautas y justamente esa noche que estábamos en
Cepeda, alunizaban e iban a bajar y pisar suelo lunar.
Se cenó rápido y el televisor fue el gran
protagonista en el centro de la sala. También era grande, blanco y negro, por
supuesto (no hubo color hasta el Mundial 78).
Siguiendo la
regla de todos los televisores de entonces, de vez en cuando, le salían unas
rayas distorsionadas en lugar de la imagen y había que darle unos golpecitos
cariñosos a los costados o atrás para que volviera a la normalidad. Tampoco a
este le faltaba, para mejorar la visual, y como tocado, una antena improvisada
hecha con un jabón de lavar la ropa y dos agujas de tejer.
Todo estaba preparado, cómodos sillones para los
grandes, banquitos y almohadones en el piso para los más chicos…
Se prendió el
televisor para la famosa conexión cable coaxil y aparecieron las maravillosas
rayas que de tanto mirarlas uno terminaba imaginando colores.
Calma… Se procedió al golpeteo acostumbrado y
apareció una imagen, muy borrosa, parecía como que nevaba dentro de la tele, o
en la luna, vaya a saber, pensaba yo.
Había llegado a la Luna un aparato chiquito de tres
patas, parecido a las naves de mi serie “Perdidos en el espacio”. Un relator
contaba lo que estaba pasando en inglés y encima de él hablaba otro en
castellano.
Mi tía y toda la familia hacían comentarios de todo
tipo, especialmente que no se sabía si el que iba a bajar no se desintegraría
ni bien tocara el suelo lunar y en contacto con un aire inexistente.
Se abrió la puerta de la nave, por una escalerita
empezó a bajar, de espaldas, un hombre con una enorme escafandra y en el
televisor cada vez nevaba más, casi blanco…
Llegó al piso, pisó… todos conteniendo la
respiración (en ese momento creí que solo en Cepeda, después me dí cuenta que
el mundo contuvo la respiración). No pasó nada, caminó unos pasos, como
flotando, hizo un gesto de triunfo, plantó una bandera norteamericana que quedó
dura en el tiempo… Y resultó que el hombre había llegado a la Luna.
En Cepeda… alegría, comentarios y los chicos a
dormir porque era tarde y había que levantarse temprano para seguir viaje.
Dormí poco…emocionada, no
porque había vivido un hecho histórico irrepetible (como todo hecho histórico)
sino porque al otro día íbamos a ir con mi prima a un cine de la calle Lavalle
a ver “La Fiesta Inolvidable” con Peter Sellers.
La noche que imaginaba olvidada, muy tarde en la noche desafiando al sueño esperamos ese momento y luego los comentarios por tiempo indefinido.
ResponderEliminarGracias por el recuerdo.