Carmen Gastaldi
Mi primer barrio fue Pichincha. La de ahora, no; la de
muchos años atrás. La de la estación Rosario Norte, la del paredón del
ferrocarril. En Rosario Norte convergían trenes norteños, de Buenos Aires, de
Córdoba y los que hacían “los rieles de cabotaje”, que eran los que recorrían
nuestra provincia, pueblos como Correa, Rufino, Casilda, Carcarañá y otros
tantos pueblitos santafesinos, que en su mayoría vivían del ferrocarril.
Para esa época yo trabajaba en la docencia. Comenzaron a
aparecer las primeras computadoras y con ellas diversos programas que se
aplicarían en educación y en recuperación de la información.
Me tocó integrar un equipo para formar, a lo largo y ancho
de la Provincia, a bibliotecarios idóneos (profesores desplazados por la nueva
ley de educación impuesta por el presidente Menem). Así, durante un tiempo
viajé a muchas localidades y esto que voy a contar lo vi muy de cerca.
En estos pueblos, especialmente en los más pequeños y
alejados, la mayoría de sus habitantes eran campesinos, maestros o
ferroviarios. Para los que no poseían tierras, ni eran maestros, ser empleados
del Correo o del Ferrocarril les otorgaba un cierto prestigio y un buen pasar.
Los trenes recorrían toda la Provincia, llevando pasajeros,
correo y diversas cargas. También los había solo de carga, que trasladaban
maderas, carbón, animales, cosechas, muebles, etcétera, etcétera. Los camiones
que surcaban las rutas eran precarios y escasos.
La llegada del tren desataba una especie de algarabía entre
los pobladores, que aunque no esperaran a nadie, se juntaban alrededor de la
estación y lo vivían como una fiesta.
No necesariamente las cosas buenas tienen que durar toda la
vida. Menos en un país como el nuestro en el que los vaivenes políticos,
económicos y sociales son materia frecuente.
Allá por 1989, durante la presidencia del doctor Alfonsín,
se soltaron las riendas y padecimos una tremenda hiperinflación. Época de
elecciones, se adelantó el cambio de gobierno y arribamos a la década de los 90
asumiendo la presidencia de la Nación el doctor Carlos Saúl Menem.
La nueva presidencia, que abarcó toda la década, decidió que
debían privatizarse todas las empresas del Estado, entre ellas Ferrocarriles
Argentinos.
Evidentemente el negocio no resultó rentable para los inversores
privados y, así, de a poco, nuevos y poderoso camiones fueron reemplazando a
los anteriores y los trenes se fueron diluyendo en el tiempo.
Claro, los vagones, los rieles, los durmientes se podían
negociar; no así la desocupación, la tristeza y el olvido en que cayeron estos
pueblitos.
El
pueblo quedó dividido por la vía, con una estación, con andén, con bancos,
ventanilla y una campana resonando en medio del silencio al que fueron sumidos.
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