Mirta Silvia Prince
Agosto de mil
novecientos sesenta y ocho. Arrecifes, provincia de Buenos Aires. Recién
iniciaba mi carrera docente, Escuela N° 30, situada en un paraje a seis
kilómetros de la ruta 19,1 que une la ciudad de Arrecifes con San Pedro. Eran
unos días de clima cálido y la humedad reinante no era algo propicio para esa
época del año en la pampa húmeda.
Eso desencadenó un
largo temporal.
La escuela estaba
incomunicada. Nadie se animaba a acercarse hasta ella. El camino era
intransitable e inseguro. Pasaban los días, los chicos perdían notablemente
días de clase, hasta que al fin el Pampero apareció estrepitosamente y se llevó
uno a uno los nubarrones negros que subían al cielo. Apareció así ¡el sol! ¡Sí,
el sol!
Y yo, la nueva, la
joven, la inexperta, decidí llegar a la escuela. Y desoí todo consejo dado.
Así, llegué al cruce de
las rutas 8 y 191.
El día soleado,
ventoso, parecía haber secado el camino.
En la parada del puesto
de la Estancia La Morocha me encontré con Marta, sus tres niños y su sulky, con
quienes llegaba diariamente al lugar.
Al observar, ella me
dice: “No creo que podamos entrar. Pero… si usted quiere, lo intentamos”. Yo le
respondí “intentemos”, con la convicción de que eso era lo correcto.
Así, iniciamos la
marcha con el sulky. En el camino había huellas profundas, peligrosas.
La yegua Morena andaba
con paso lento y seguro. Marta, sin exigirla, trataba de acortar distancias.
Al rato, el animal
resbaló y dando vueltas caímos en un profundo zanjón lleno de agua.
Los chicos estaban muy
asustados, igual que yo; y, empapados, regresamos al puesto. Con un brasero
secamos nuestra ropa para poder así, en mi caso, regresar a la ciudad y a mi
casa.
Menos
mal que nadie se enfermó. Pese a lo sucedido, pudimos llegar a la escuela el
lunes siguiente, ya que ese día era ¡viernes!
Esta historia tendrían que conocerla los maestros actuales, quienes viven quejándose sin haber vivido una odisea parecida.
ResponderEliminarUn abrazo.