Gustavo Fernández
“Me siento
empachado hijo…”.
Así, lo relató mi
padre aquella tarde de diciembre del año 1981.
Manolo lo
llamábamos nosotros en familia, inmigrante español de la guerra civil, único
hijo y huraño por naturaleza, pero la persona más hermosa que conocí en mi
vida, mi mejor amigo, como yo lo señalaba.
Estaba yo de
vacaciones en Canals, mi pueblo, luego de un arduo año de facultad, cuando ese
día me comentó aquello.
Vísperas de
fiesta, reuniones de despedidas de año, tertulias muy comunes en los pueblos en
esas fechas y, por ello, no tomé en cuenta con demasiada preocupación aquel
comentario. Recuerdo haberle dicho que se cuidara un poco en las comidas y que
todo pasaría.
No fue así, día a
día veía que su semblante desmejoraba y comencé a preocuparme por su salud y
decidimos que vendríamos a Rosario, ciudad donde yo estudiaba, a consultar con
el médico gastroenterólogo que anteriormente había operado a mi madre de vías
biliares.
Concertamos fecha
con él por teléfono para la visita, que sería en siete días.
Transcurridos dos
días, durante la madrugada, mi madre me despierta muy asustada, porque mi padre
estaba en su cama desesperado de dolor, me levanté de inmediato y corrí a su
lado, me miró con ojos de sufrimiento y pidió que llamara al doctor Estrella,
quien era el clínico del pueblo.
Al llegar el
médico, luego de una revisación rápida, le aplicó unos calmantes y me solicitó
radiografías y análisis, que debería hacerse en nuestro hospital durante la
mañana que ya despuntaba.
Lo acompañé hasta
la puerta y allí, en voz baja, el doctor me comentó que no le gustaba nada el
estado de Manolo; y qué sería importante luego de los resultados consultar un
especialista, a lo cual le respondí que estaba planeado y que teníamos un turno
solicitado para esa semana, a lo que me respondió que sería bueno, luego de
evaluar los resultados y de ser posible, adelantar esa consulta.
Los resultados,
aún con la precariedad de medios y equipamientos de nuestro hospital,
confirmaron la sospecha del doctor, por lo que previa llamada telefónica a
Rosario, partimos rápidamente hacia allí donde en el Sanatorio IMCE nos
esperaba una cama para internación.
Hechos nuevamente
todos los estudios, se confirmó que papá tenía un cáncer de colon y que debía
ser operado de manera urgente, con un pronóstico de sobrevida que no podía
predecirse por aquellos tiempos.
Este diagnóstico,
que en privado nos relató el médico a mí y a mi hermano Gabriel, nos llenó de
dolor y preocupación. ¿Debíamos o no contarle a Manolo la realidad?
¿Y a mi madre, quién
cursaba un cuadro de depresión nerviosa producto de su menopausia y ausencia de
sus hijos?
Luego de un largo
silencio lleno de lágrimas y dolor, miré a mi hermano mayor y le dije: “Todo
debe seguir igual, nada cambiará la historia si contamos la verdad de todo
esto, dejemos que el tiempo pase y Dios dirá”.
Fue así como,
juntos, diagramamos una gran mentira que fuese creíble y llevadera por el
tiempo que fuera. No viene al caso contarles de qué manera relatamos el nuevo
diagnóstico y los porqués de la cirugía, pero todo resultó bien.
La operación fue
un éxito, pero sin cambiar el pronóstico de manera alguna. Entre Gabriel y yo,
hora tras hora y día tras día, inventábamos historias y explicaciones para
Manolo, mi madre, y toda persona de nuestro grupo familiar y amistades.
El tiempo fue
pasando y en forma inexorable llegó la noticia de que había metástasis de su
enfermedad y qué debíamos recurrir a quimioterapia. Sin dudarlo, lo hicimos.
Para poder mantener nuestro secreto llegábamos al extremo de cambiar las cajas
y prospectos de su medicina, de manera de no generar dudas o temores a mi madre
y por supuesto a Manolo.
No obstante, los
tiempos se acortaban y su salud se deterioraba visiblemente…
Pero la mentira
cumplía su cometido, frente a los dolores o molestias, siempre estábamos cerca
para conformarlos con nuestras falsas explicaciones. Fue así que un día el oncólogo
que lo trataba en forma encubierta nos reunió a mi hermano y a mí, para
anunciarnos qué probablemente quedaban muy pocos meses de vida y, de ser
posible, que fuésemos de vacaciones los cuatro como anunciando el pronto final.
Así lo hicimos, cargando sobre nuestros hombros la mentira y críticas del resto
de la familia nos fuimos juntos unos días a La Falda.
Al regreso, ya mi
padre estaba muy mal. Y fue así como una noche al acercarme a su cama, me miró fijamente
y señalando su abdomen me preguntó: “¿Qué es lo que realmente me pasa hijo?
Mis ojos se
llenaron de lágrimas y mi corazón se rompía de dolor. Recuerdo que solo pude balbucear
y, por primera vez, le dije que su enfermedad era muy grave y que su vida
estaba en manos de Dios.
Volvió a mirarme
con una mezcla de dolor y agradecimiento y preguntó: “¿Desde cuándo?”. “Desde
la cirugía papi”, le contesté; y él dijo: “¿Tu madre lo sabe?”. Le respondí que
no y me recosté a su lado como lo hacía de niño y no pude articular palabras. Él
tomó mis manos entre las suyas en silencio y, como cuando niño, no paró de
acariciarlas. Luego de unos minutos me dijo: “Gracias hijo por todo, por haber
tenido que sobrellevar este tiempo esta pesada carga, vos y tu hermano, Dios a
de querer que todo sea como tenga que ser, y te pido un último favor: no
descuiden a su madre”.
Luego se quedó en
silencio y con una paz qué nunca había percibido en otra persona.
A la semana se
fue…
Te extraño, Manolo,
y perdón por mentir.
Me conmovió muchísimo tu recuerdo y tu valentía de no producir un dolor más innecesario a una persona que estaba pasando por tan terrible trance. Cosas inolvidables transitan nuestra vida, no sé si yo hubiera tenido el valor que tuvieron ustedes....
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