martes, 22 de octubre de 2019

La mentira


Gustavo Fernández

“Me siento empachado hijo…”.
Así, lo relató mi padre aquella tarde de diciembre del año 1981.
Manolo lo llamábamos nosotros en familia, inmigrante español de la guerra civil, único hijo y huraño por naturaleza, pero la persona más hermosa que conocí en mi vida, mi mejor amigo, como yo lo señalaba.
Estaba yo de vacaciones en Canals, mi pueblo, luego de un arduo año de facultad, cuando ese día me comentó aquello.
Vísperas de fiesta, reuniones de despedidas de año, tertulias muy comunes en los pueblos en esas fechas y, por ello, no tomé en cuenta con demasiada preocupación aquel comentario. Recuerdo haberle dicho que se cuidara un poco en las comidas y que todo pasaría.
No fue así, día a día veía que su semblante desmejoraba y comencé a preocuparme por su salud y decidimos que vendríamos a Rosario, ciudad donde yo estudiaba, a consultar con el médico gastroenterólogo que anteriormente había operado a mi madre de vías biliares.
Concertamos fecha con él por teléfono para la visita, que sería en siete días.
Transcurridos dos días, durante la madrugada, mi madre me despierta muy asustada, porque mi padre estaba en su cama desesperado de dolor, me levanté de inmediato y corrí a su lado, me miró con ojos de sufrimiento y pidió que llamara al doctor Estrella, quien era el clínico del pueblo.
Al llegar el médico, luego de una revisación rápida, le aplicó unos calmantes y me solicitó radiografías y análisis, que debería hacerse en nuestro hospital durante la mañana que ya despuntaba.
Lo acompañé hasta la puerta y allí, en voz baja, el doctor me comentó que no le gustaba nada el estado de Manolo; y qué sería importante luego de los resultados consultar un especialista, a lo cual le respondí que estaba planeado y que teníamos un turno solicitado para esa semana, a lo que me respondió que sería bueno, luego de evaluar los resultados y de ser posible, adelantar esa consulta.
Los resultados, aún con la precariedad de medios y equipamientos de nuestro hospital, confirmaron la sospecha del doctor, por lo que previa llamada telefónica a Rosario, partimos rápidamente hacia allí donde en el Sanatorio IMCE nos esperaba una cama para internación.
Hechos nuevamente todos los estudios, se confirmó que papá tenía un cáncer de colon y que debía ser operado de manera urgente, con un pronóstico de sobrevida que no podía predecirse por aquellos tiempos.
Este diagnóstico, que en privado nos relató el médico a mí y a mi hermano Gabriel, nos llenó de dolor y preocupación. ¿Debíamos o no contarle a Manolo la realidad?
¿Y a mi madre, quién cursaba un cuadro de depresión nerviosa producto de su menopausia y ausencia de sus hijos?
Luego de un largo silencio lleno de lágrimas y dolor, miré a mi hermano mayor y le dije: “Todo debe seguir igual, nada cambiará la historia si contamos la verdad de todo esto, dejemos que el tiempo pase y Dios dirá”.
Fue así como, juntos, diagramamos una gran mentira que fuese creíble y llevadera por el tiempo que fuera. No viene al caso contarles de qué manera relatamos el nuevo diagnóstico y los porqués de la cirugía, pero todo resultó bien.
La operación fue un éxito, pero sin cambiar el pronóstico de manera alguna. Entre Gabriel y yo, hora tras hora y día tras día, inventábamos historias y explicaciones para Manolo, mi madre, y toda persona de nuestro grupo familiar y amistades.
El tiempo fue pasando y en forma inexorable llegó la noticia de que había metástasis de su enfermedad y qué debíamos recurrir a quimioterapia. Sin dudarlo, lo hicimos. Para poder mantener nuestro secreto llegábamos al extremo de cambiar las cajas y prospectos de su medicina, de manera de no generar dudas o temores a mi madre y por supuesto a Manolo.
No obstante, los tiempos se acortaban y su salud se deterioraba visiblemente…
Pero la mentira cumplía su cometido, frente a los dolores o molestias, siempre estábamos cerca para conformarlos con nuestras falsas explicaciones. Fue así que un día el oncólogo que lo trataba en forma encubierta nos reunió a mi hermano y a mí, para anunciarnos qué probablemente quedaban muy pocos meses de vida y, de ser posible, que fuésemos de vacaciones los cuatro como anunciando el pronto final. Así lo hicimos, cargando sobre nuestros hombros la mentira y críticas del resto de la familia nos fuimos juntos unos días a La Falda.
Al regreso, ya mi padre estaba muy mal. Y fue así como una noche al acercarme a su cama, me miró fijamente y señalando su abdomen me preguntó: “¿Qué es lo que realmente me pasa hijo?
Mis ojos se llenaron de lágrimas y mi corazón se rompía de dolor. Recuerdo que solo pude balbucear y, por primera vez, le dije que su enfermedad era muy grave y que su vida estaba en manos de Dios.
Volvió a mirarme con una mezcla de dolor y agradecimiento y preguntó: “¿Desde cuándo?”. “Desde la cirugía papi”, le contesté; y él dijo: “¿Tu madre lo sabe?”. Le respondí que no y me recosté a su lado como lo hacía de niño y no pude articular palabras. Él tomó mis manos entre las suyas en silencio y, como cuando niño, no paró de acariciarlas. Luego de unos minutos me dijo: “Gracias hijo por todo, por haber tenido que sobrellevar este tiempo esta pesada carga, vos y tu hermano, Dios a de querer que todo sea como tenga que ser, y te pido un último favor: no descuiden a su madre”.
Luego se quedó en silencio y con una paz qué nunca había percibido en otra persona.
A la semana se fue…
Te extraño, Manolo, y perdón por mentir.

1 comentario:

  1. Me conmovió muchísimo tu recuerdo y tu valentía de no producir un dolor más innecesario a una persona que estaba pasando por tan terrible trance. Cosas inolvidables transitan nuestra vida, no sé si yo hubiera tenido el valor que tuvieron ustedes....

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