viernes, 25 de octubre de 2019

Publicidad

Hugo Longhi

Andaba por los cuarenta años. Tenía varias cuestiones resueltas en mi vida: el trabajo, no alquilaba, estaba casado, gozaba de bastante buena salud y mi agenda social era aceptable.
Pero por aquello de que los impulsos no tienen edad ni razón, decidí que debía estudiar un terciario. La carrera elegida era Publicidad.
A esta actividad la conocía como todos; es decir, siendo un mero espectador, aunque siempre me atrajo eso de la creatividad y de comunicar de otra manera. La duda era descubrir cómo cuernos se le ocurría a alguien diseñar ese corto televisivo genial, un atractivo jingle radial o un recordable eslogan que, a su vez, sirvieran para convencer o seducir a alguien para que optara por tal producto o servicio.
Fue entonces cuando, previa etapa de averiguaciones, me dirigí a un instituto privado a inscribirme. La chica que me atendió lo hizo con una sonrisa, pero el gesto velado que yo leí en su rostro fue el de una pantalla que me preguntaba: “¿A qué viene este viejo?”.
De todos modos, la resolución estaba tomada y era firme. Yo iba a estudiar Publicidad. Y no era gratuito, no solo por el costo de las cuotas sino porque iba a ser de noche y me obligaba a abandonar el ritual fulbito de los martes, que inexorablemente epilogaba en tentadores asados.
Los dos meses que restaban para el inicio de clases fue para difundir entre mi gente, con total orgullo, la nueva buena. Algunos me apoyaron y compartieron la iniciativa; otros, más pragmáticos, creyeron que solo perdía mi tiempo.
El inicio del año lectivo estaba previsto para abril y el instituto organizó un encuentro preliminar de todos los alumnos con el director. Era para ir “rompiendo el hielo”, como se dice.
Al llegar ya el salón estaba casi completo. Fiel a mi costumbre me ubiqué al final y, desde allí, me dispuse a observar a cada uno. “Estos serán mis compañeros durante los próximos cuatro años”, reflexioné.
Había de todo, desde chicos muy jovencitos, recién salidos del secundario, hasta otros casi treintañeros. De lo que no había dudas era que yo era el mayor por lejos. Excepto por un par que obviamente se conocían, todos guardábamos tenso silencio a la espera del director.
Reuniones como esta se fueron sucediendo con cada profesor y creo que fue con el de Sociología con el que más cómodos nos sentimos y estuvimos muy participativos. Tanto que al salir varios nos quedamos a charlar en la vereda, siendo ese el momento en que comenzó la relación que dará condimento al relato. Por si no lo adivinaron, fue con los treintañeros con los que tuve más química.
La carrera en sí transcurrió cubriendo mis expectativas, aprendí muchísimo y me hizo girar intelectualmente dado que obligó a que mi mente debiera actuar de manera diametralmente opuesta a la forma en que la empleaba en mi trabajo. De actuar con lógica pura pasaba a las antípodas.
Lo más valioso fue esa amistad que, incipiente, se inició aquella jornada tras Sociología. Se formó un grupete que, a hoy, veinte años vista, se mantiene. Memorables eran las salidas de los viernes. Imagínense, el colegio estaba sobre avenida Pellegrini y teníamos para elegir donde entrarles a las pizzas, las cervezas y mostrar nuestras habilidades –yo excluido– en un karaoke. A veces, concurríamos a sitios más ceremoniosos como ver una muestra de Dalí al Castagnino, alguna exposición de envases de plástico y hasta un par de escapadas a Buenos Aires a visitar agencias renombradas.
Por supuesto, celebrábamos cumpleaños, despedidas, cualquier motivo era válido para juntarnos y festejar. Hasta hubo algún valiente que osó casarse y obviamente el evento nos convocó. Después, se sumaron los hijos.
Como tantas veces ocurre, con el transcurrir de los meses y los años, se fueron registrando deserciones y tan solo siete fuimos los que hicimos cima obteniendo nuestro título. Claro, las bajas fueron meramente académicas, ya que a la hora de los festines seguimos teniendo asistencia perfecta.
Como para darle un cierre al relato, menciono que la especialidad que yo elegí fue redacción publicitaria. La pluma me atravesó desde siempre y ahora en otro ámbito, pero con muchos puntos en común, puedo dar rienda suelta a mis ganas de dejar plasmado en un papel lo que se le ocurre a mi cabecita loca.

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