Hugo
Longhi
Andaba por los cuarenta años. Tenía varias
cuestiones resueltas en mi vida: el trabajo, no alquilaba, estaba casado,
gozaba de bastante buena salud y mi agenda social era aceptable.
Pero por aquello de que los impulsos no
tienen edad ni razón, decidí que debía estudiar un terciario. La carrera
elegida era Publicidad.
A esta actividad la conocía como todos; es
decir, siendo un mero espectador, aunque siempre me atrajo eso de la
creatividad y de comunicar de otra manera. La duda era descubrir cómo cuernos
se le ocurría a alguien diseñar ese corto televisivo genial, un atractivo
jingle radial o un recordable eslogan que, a su vez, sirvieran para convencer o
seducir a alguien para que optara por tal producto o servicio.
Fue entonces cuando, previa etapa de
averiguaciones, me dirigí a un instituto privado a inscribirme. La chica que me
atendió lo hizo con una sonrisa, pero el gesto velado que yo leí en su rostro
fue el de una pantalla que me preguntaba: “¿A qué viene este viejo?”.
De todos modos, la resolución estaba
tomada y era firme. Yo iba a estudiar Publicidad. Y no era gratuito, no solo
por el costo de las cuotas sino porque iba a ser de noche y me obligaba a
abandonar el ritual fulbito de los
martes, que inexorablemente epilogaba en tentadores asados.
Los dos meses que restaban para el inicio
de clases fue para difundir entre mi gente, con total orgullo, la nueva buena.
Algunos me apoyaron y compartieron la iniciativa; otros, más pragmáticos,
creyeron que solo perdía mi tiempo.
El inicio del año lectivo estaba previsto
para abril y el instituto organizó un encuentro preliminar de todos los alumnos
con el director. Era para ir “rompiendo el hielo”, como se dice.
Al llegar ya el salón estaba casi
completo. Fiel a mi costumbre me ubiqué al final y, desde allí, me dispuse a
observar a cada uno. “Estos serán mis compañeros durante los próximos cuatro
años”, reflexioné.
Había de todo, desde chicos muy jovencitos,
recién salidos del secundario, hasta otros casi treintañeros. De lo que no había dudas era que yo era el mayor por
lejos. Excepto por un par que obviamente se conocían, todos guardábamos tenso
silencio a la espera del director.
Reuniones como esta se fueron sucediendo con
cada profesor y creo que fue con el de Sociología con el que más cómodos nos
sentimos y estuvimos muy participativos. Tanto que al salir varios nos quedamos
a charlar en la vereda, siendo ese el momento en que comenzó la relación que
dará condimento al relato. Por si no lo adivinaron, fue con los treintañeros con los que tuve más
química.
La carrera en sí transcurrió cubriendo mis
expectativas, aprendí muchísimo y me hizo girar intelectualmente dado que obligó
a que mi mente debiera actuar de manera diametralmente opuesta a la forma en
que la empleaba en mi trabajo. De actuar con lógica pura pasaba a las antípodas.
Lo más valioso fue esa amistad que,
incipiente, se inició aquella jornada tras Sociología. Se formó un grupete que,
a hoy, veinte años vista, se mantiene. Memorables eran las salidas de los
viernes. Imagínense, el colegio estaba sobre avenida Pellegrini y teníamos para
elegir donde entrarles a las pizzas, las cervezas y mostrar nuestras
habilidades –yo excluido– en un karaoke. A veces, concurríamos a sitios más
ceremoniosos como ver una muestra de Dalí al Castagnino, alguna exposición de
envases de plástico y hasta un par de escapadas a Buenos Aires a visitar
agencias renombradas.
Por supuesto, celebrábamos cumpleaños,
despedidas, cualquier motivo era válido para juntarnos y festejar. Hasta hubo
algún valiente que osó casarse y obviamente el evento nos convocó. Después, se
sumaron los hijos.
Como tantas veces ocurre, con el
transcurrir de los meses y los años, se fueron registrando deserciones y tan
solo siete fuimos los que hicimos cima obteniendo nuestro título. Claro, las bajas
fueron meramente académicas, ya que a la hora de los festines seguimos teniendo
asistencia perfecta.
Como para darle un cierre al relato, menciono que la especialidad
que yo elegí fue redacción publicitaria. La pluma me atravesó desde siempre y
ahora en otro ámbito, pero con muchos puntos en común, puedo dar rienda suelta
a mis ganas de dejar plasmado en un papel lo que se le ocurre a mi cabecita
loca.
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