Graciela Voskerichian
Ella
entró a mi vida por insistencia y perseverancia. Nunca vi tanta lealtad como en
esa perra, incluso más que en un ser humano.
Linda
no era. Negra, peluda, descuidada, un día se apostó en la puerta de mi casa y
nunca más se corrió de ese lugar, hasta que logró entrar en casa unos meses
después.
Hacía
dos meses, mi tía María nos había traído un perro, Rabito, porque en su barrio
le habían dado con un balín. No era un perro fácil, le gustaba la calle y las
perras. Abríamos la puerta del patio y se iba corriendo. Era como una luz.
Desaparecía un rato y después saltaba para que lo dejásemos entrar.
Claro,
en esa época existía “la perrera”, que apenas la escuchábamos, y si ese
mujeriego animal se nos había escapado, salíamos corriendo a buscarlo. Era de
terror. Saltaba para salir, saltaba para entrar. Saltaba cuando tenía hambre. Y,
así, todo el tiempo.
Un
día, me acuerdo que llovía, me pidieron que hiciera un mandado, yo tendría doce
o trece años. Al salir de casa la veo a ella, que con cara acongojada me pedía
ayuda. Vi esa perra y me enamoré de su mirada, tan tierna y tan triste.
Lo
primero que hice fue intentar darle de comer. Abrí la heladera y escuché un
grito de: “Ni se ocurra darle de comer a esa perra, que no nos la vamos a sacar
más de encima”. En esa época no había comida para perros y estos comían las
sobras.
Por
supuesto, esperé el momento para poder sacar algo y dárselo, igual que
encontrar algún recipiente para darle agua. La cuestión fue que con el tiempo
Chiquita estaba delante de la puerta y Rabito en el patio.
Por
esas cosas de la vida, cuando Rabito se escapaba, no la miraba. Se ve que no le
gustaba, e iba por su presa, alguna otra perra.
El
caso es que, cuando alguien llegaba a casa, no lo dejaba tocar el timbre, le
gruñía. Gruñía a todos y ladraba, menos a nosotros, los que habitábamos esa
casa.
Un
buen día un amigo hizo un gesto hacia mí, en broma, y la perra lo mordió.
Calculo que entendió que me iba a hacer algo. Y ahí empezó la disputa en casa
que si entraba la perra qué íbamos a hacer con Rabito y que afuera no se podía
quedar. Una semana con esa cantinela.
Y
la tipa logró entrar. La pusimos en el patio para ver qué pasaba. Nada. No se
miraban.
Hasta
que un día la perra se alzó (mucho yo no entendía de qué hablaban los grandes,
alzar para mí era hacer upa). Por supuesto que Rabito la perseguía por todo el
patio, dando vueltas a la redonda y ella nada, sentada o buscando la manera que
no se le acercara.
Fueron
pasando los años, muchos. Puedo decir que no eran amigos ni amantes. Solo dos
perros que compartían el mismo espacio.
Un día
ella enferma y muere a los dias. A la semana Rabito se fue con ella. No lo
cuento desde la tristeza sino del lado del afecto raro que tuvieron mis
primeros perritos.
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