Hugo Longhi
Esa enorme boca me
amenazaba. A medida que avanzaba aumentaba su tamaño y ferocidad. Y finalmente
me tragó.
Sería setiembre u
octubre de 1969, no podría precisarlo, pero mucho más allá no. Eran mis épocas
de guardapolvo blanco y andaba por el quinto grado en la escuela del barrio.
Atrás había
quedado la señorita Norma –que en realidad era señora– que me había acompañado
en los cuatro años anteriores.
Ahora, nos habían
cambiado y nos tocaba la señorita Nilda, que tenía bien ganada fama de severa,
gritona y, para aquellos pueriles ojos, malvada. Y también estricta con ciertos
temas. Por ejemplo, a los varones nos hacía ir con corbata. En esa escenografía
tan precaria, de calles de tierra, a veces barro y siempre bordeada de zanjas,
los chicos lucíamos corbata obligados por su inapelable decisión.
Eso era visto con el
panorama que manejaba a mis diez años. Un poco más adelante, cuando ya pude controlar
mejor mi conciencia, diría que esa maestra fue una adelantada a su tiempo.
Además, era y, aún
es a sus ochenta y tantos años, la farmacéutica del vecindario. Por ese motivo,
la habían nombrado a cargo de la Cruz Roja en la escuela. Digamos que, si algún
chico se accidentaba, ella le daba los primeros auxilios. Como supuestamente
necesitaba colaboradores, designaba a tres o cuatro de nosotros en esa función
sanitaria y, entonces, debíamos llevar en nuestro brazo izquierdo un brazalete
blanco con la internacional insignia color bermellón.
Otro detalle
distintivo era que había ideado un boletín o diario, como le llamaba. Se
titulaba “La voz del aula” y debíamos confeccionarlo entre nosotros para allí
reflejar todas las actividades que desarrollábamos en clase o fuera de ella.
Para eso, teníamos que salir, en nuestro tiempo libre, para realizar encuestas
callejeras o entrevistas a comerciantes. Luego, imprimíamos ese material en un
mimeógrafo, que ella poseía en la parte trasera de la farmacia.
Como toda
publicación, esta tenía definidos los roles, desde el de director para abajo.
Por supuesto, éramos nosotros los responsables de todo. A mi me tocó ser jefe
de redacción, nada menos. Ya por entonces me atraía la “pluma” y ella captó ese
perfil.
Cada tanto en el
colegio se organizaban excursiones. Esos eran los mejores días ya que salíamos
de las aburridas aulas para pasar una mañana en el Monumento a la Bandera o en
el Parque Independencia. No íbamos mucho más allá.
Pero, claro, la
señorita Nilda no podía quedarse con eso. Faltaba su toque diferencial y, entonces,
armó un ambicioso viaje a Santa Fe. Visitaríamos la capital actual y Cayastá,
la fundacional.
Ese domingo, salimos
bien temprano y transitamos la vieja Ruta 11, dado que por aquel entonces no
existía la autopista. A bordo del ómnibus, nos excedimos en la alegría y doña
Nilda nos recordó lo brava que era. Nos impuso un castigo a varios compañeritos
y a mí. Consistía en ubicarnos separados para que no molestáramos más.
Ya en destino, de
lo que recuerdo, visitamos el Museo de la Constitución y a la tarde fuimos a
Cayastá, donde vimos varios esqueletos de conquistadores. A los varones poco
nos interesaba eso y no tardamos en armar un picadito entre las históricas
tumbas.
Pero faltaba lo
peor, lo más impresionante para mí. Nos llevaron a un lugar que, según nos
dijeron, era nuevo. Tan nuevo que aún no se había inaugurado.
Lo primero que vi
fue una inmensa entrada circular, con muchas luces dentro. De arranque, me
atemorizó. Gran cantidad de hombres con casco se movían de acá para allá
haciendo cosas. Uno de ellos, supuestamente el jefe, se acercó a nosotros y
amablemente nos explicó que se trataba de una gran obra de la ingeniería
moderna. Era un túnel que se hundiría por debajo del río y se podría cruzar en
auto llegando al otro lado de la costa en apenas minutos. El dato de que pasaba
por debajo del agua aumentó mi terror.
Pese a mi tenaz oposición,
la señorita Nilda me ordenó que avanzara junto a los demás. Nos íbamos a meter
en ese agujero desconocido y hostil. El miedo me paralizaba, pero el grupo me
arrastraba. Ya estábamos en el medio del río, calculé. La idea de que me iba a
ahogar o algo así no me dejaba respirar.
Habremos hecho, ¿cuánto?,
¿cincuenta metros? Es todo lo que se permitía para las visitas. Para mi alivio,
el señor del casco dispuso que emprendiéramos el regreso. Al volver a ver el
sol me sentí renacer, aunque tan mal no la había pasado. Obvio que debieron
pasar varios años hasta que cayera en la cuenta de que había sido un
privilegiado por haber estado, en esos momentos, en un sitio único en el país.
Un par de meses
después lo inauguraron. Vi por televisión el paso del Rambler blanco del
presidente de la Nación –adrede no mencionaré su nombre– como primer pasajero
de ese conducto siniestro y genial.
Releyendo estas líneas, no me queda otra que reírme de
aquellos temores tan absurdos. En fin, cosas que pasan a los diez años y que
hoy, si me reuniera con la señorita Nilda, nos reiríamos por un largo rato.
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