Mónica Mancini
Hoy volví a estar en el club, el de mi barrio, ese que en los setenta
cobijaba mi adolescencia abriendo sus puertas para dejarme entrar a los bailes
de carnaval.
El club era un patio grande, que se poblaba de mesas que lo rodeaban, tenía
un escenario que elevaba a todos los que se lucían con algún arte; pero, en
aquellos años, a los de mi edad nos gustaban los rincones, los más alejados, por
ahí, cerquita de la cancha de bochas, de los baños, lo más lejos posible de las
miradas censoras de los padres, a los que también el carnaval los distraía un
poco y paraban con las restricciones.
El carnaval tenía un olor especial, olor a papel picado violeta, que se
desteñía cuando los pibes no se conformaban con tirártelo en la cara, sino lo apretaban
en la boca para hacerte mal.
A los chicos no nos interesaba mucho la orquesta que presidia desde lo alto.
Nos buscábamos con la mirada, para cruzarnos corriendo y escondernos, ¡puro
juego!
Años después, en el club ya no jugaba con papel picado, la pista era el
lugar elegido para ceder a la tentación del baile. Era toda emoción… la
incertidumbre por saber quién iba, quien no.
Los chicos ocupaban el espacio debajo del escenario, nosotras sentaditas
como señoritas cerca de la madre; y, entonces, a veces solíamos volver a los
rincones, los más alejados, las intenciones ya no eran las mismas.
El club tenía un patio, era casi todo un patio, se improvisaba un
mostrador que hacía las veces de bufet, el escenario en un rincón, la cancha de
bochas y los baños. Eso era todo. Era justamente un espacio casi vacío para que
se llene de emociones, de pasión, de ganas de jugar. No hacía falta mucho más. Como
un avance tecnológico había un metegol y un sapo, que colmaban las ambiciones
de los pibes.
Pasaron muchos años, muchísimos, durante los que casi me olvide de que
existía. Pasaba por la esquina, por la puerta y, algunas veces, volvía a mi
memoria el olor al papel picado, que es igual al olor del carnaval o al olor de
la infancia.
Algunos hablan de la circularidad de la vida, que damos vuelta y
volvemos al punto de partida.
Hoy volví al club, ya no es casi un patio, ni tampoco está el escenario,
ni la cancha de bochas. El patio tiene techo y se le colaron dos salones
grandes que lo achicaron mucho. El metegol y el sapo desaparecieron. Pero en
ese espacio repartido volví a escuchar las voces alegres de los pibes, los
aguditos de las chicas, la música de Palito y, al ritmo de “Despacito”, bailé
con las amigas del Centro de Jubilados y nos mezclamos con los adolescentes de
la secundaria, que nos recibieron con frescura y curiosidad.
Les enseñamos qué era “cabecear”, les contamos cómo era ponerse de novio
y lo difícil que resultaba comunicarse cuando estábamos lejos. Les contamos cómo
jugábamos en la calle y lo libre que nos sentíamos.
Ellos no necesitaron hablar mucho, porque nosotras ya sabemos bastante
sobre sus costumbres, pero nos inundaron de energía, nos sorprendieron con su
sinceridad y con su capacidad de reflexión. También nos emocionaron con sus
palabras cariñosas.
¡Hoy en el club, me encontré de nuevo con sensaciones que habían quedado
atrapadas en sus paredes y me asombré al descubrir el poder de ese espacio
inerte, que se quedó ahí, quietito… pendiente, para cobijar a todos los que en
su seno deseen rescatar la alegría que, como el sol, siempre está!
Hermoso relato.Felicitaciones Mónica Mancini
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