martes, 30 de junio de 2020

El club


Mónica Mancini

Hoy volví a estar en el club, el de mi barrio, ese que en los setenta cobijaba mi adolescencia abriendo sus puertas para dejarme entrar a los bailes de carnaval.
El club era un patio grande, que se poblaba de mesas que lo rodeaban, tenía un escenario que elevaba a todos los que se lucían con algún arte; pero, en aquellos años, a los de mi edad nos gustaban los rincones, los más alejados, por ahí, cerquita de la cancha de bochas, de los baños, lo más lejos posible de las miradas censoras de los padres, a los que también el carnaval los distraía un poco y paraban con las restricciones.
El carnaval tenía un olor especial, olor a papel picado violeta, que se desteñía cuando los pibes no se conformaban con tirártelo en la cara, sino lo apretaban en la boca para hacerte mal.
A los chicos no nos interesaba mucho la orquesta que presidia desde lo alto. Nos buscábamos con la mirada, para cruzarnos corriendo y escondernos, ¡puro juego!
Años después, en el club ya no jugaba con papel picado, la pista era el lugar elegido para ceder a la tentación del baile. Era toda emoción… la incertidumbre por saber quién iba, quien no.
Los chicos ocupaban el espacio debajo del escenario, nosotras sentaditas como señoritas cerca de la madre; y, entonces, a veces solíamos volver a los rincones, los más alejados, las intenciones ya no eran las mismas.
El club tenía un patio, era casi todo un patio, se improvisaba un mostrador que hacía las veces de bufet, el escenario en un rincón, la cancha de bochas y los baños. Eso era todo. Era justamente un espacio casi vacío para que se llene de emociones, de pasión, de ganas de jugar. No hacía falta mucho más. Como un avance tecnológico había un metegol y un sapo, que colmaban las ambiciones de los pibes.
Pasaron muchos años, muchísimos, durante los que casi me olvide de que existía. Pasaba por la esquina, por la puerta y, algunas veces, volvía a mi memoria el olor al papel picado, que es igual al olor del carnaval o al olor de la infancia.
Algunos hablan de la circularidad de la vida, que damos vuelta y volvemos al punto de partida.
Hoy volví al club, ya no es casi un patio, ni tampoco está el escenario, ni la cancha de bochas. El patio tiene techo y se le colaron dos salones grandes que lo achicaron mucho. El metegol y el sapo desaparecieron. Pero en ese espacio repartido volví a escuchar las voces alegres de los pibes, los aguditos de las chicas, la música de Palito y, al ritmo de “Despacito”, bailé con las amigas del Centro de Jubilados y nos mezclamos con los adolescentes de la secundaria, que nos recibieron con frescura y curiosidad.
Les enseñamos qué era “cabecear”, les contamos cómo era ponerse de novio y lo difícil que resultaba comunicarse cuando estábamos lejos. Les contamos cómo jugábamos en la calle y lo libre que nos sentíamos.
Ellos no necesitaron hablar mucho, porque nosotras ya sabemos bastante sobre sus costumbres, pero nos inundaron de energía, nos sorprendieron con su sinceridad y con su capacidad de reflexión. También nos emocionaron con sus palabras cariñosas.
¡Hoy en el club, me encontré de nuevo con sensaciones que habían quedado atrapadas en sus paredes y me asombré al descubrir el poder de ese espacio inerte, que se quedó ahí, quietito… pendiente, para cobijar a todos los que en su seno deseen rescatar la alegría que, como el sol, siempre está!

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