Diana Kallmann
Cuando era adolescente, solía tener
siempre a mano un cuaderno y una birome para anotar las cosas que me hacían
pensar o me conmovían. Recuerdo algunas de esas citas aún. Me viene a la mente
una frase de las “Cartas a un joven poeta”, de Rainer María Rilke. Decía:
“porque en el fondo y justamente en las cosas más importantes, estamos
absolutamente solos”. No estoy segura si usó la palabra absolutamente. No tengo
el libro a mano, lo perdí en alguna de mis mudanzas. Tal vez si pusiera la
frase en Google aparecería, otras veces resolví dudas similares con su ayuda, pero
prefiero dejarla así, como está grabada en mi memoria.
Cuando empecé la universidad,
seguí aferrada a los cuadernos. Tomando apuntes desarrollé un sistema de
abreviaturas, que luego fui engrosando en mi trabajo como periodista. Recuerdo
la “R” mayúscula con la que simbolizaba la palabra realidad. Con mayúscula,
como obligándome a aterrizar en un mundo que no terminaba de comprender y de
algún modo me aterraba. Acababa de llegar a Buenos Aires y circulaba por esas
calles desconocidas con una pequeña agenda donde figuraban el microcentro y las
líneas de subte. Aquella “R”, entonces, no solo me permitía tomar los apuntes
más rápido, era un recordatorio de que no debía perderme en mis divagaciones y
asentar mis pies en la Realidad, porque si no me perdería en ese laberinto de
calles y dudas existenciales. Eso sí, fiel a mis hábitos, en las últimas
páginas de esos cuadernos anotaba siempre alguna cita, alguna idea, algún
intento de poema.
La palabra escrita a máquina,
en cambio, circulaba por otros carriles, despojada de subjetividades. Como
muchas jóvenes de mi época –casi todas éramos
mujeres–, había hecho un curso de dactilografía y manejaba sin mirar el teclado
“qwerty” después de haberlo repetido hasta el infinito en la academia Pitman de
Bahía Blanca, donde viví y cursé los cinco años del secundario.
Cuando fui a estudiar a Buenos
Aires, la máquina de escribir y mi habilidad para usarla sin mirar las teclas, se
convirtieron en el principal recurso mantenerme. Me inscribí en una de esas
agencias de empleos temporarios que usábamos muchos jóvenes recién llegados del
“interior” y no conocíamos a nadie. Así, trabajé en diversas empresas como
dactilógrafa. Había desarrollado buena velocidad con el teclado, lo que me
permitió tener continuidad en los trabajos. Pero lo increíble es que, sin darme
cuenta, empecé a copiar los textos a máquina –casi todos los trabajos
consistían en eso–, mientras pensaba en otra cosa. Ya sea en lo que estaba estudiando,
en mi familia que tanto extrañaba, en los chicos que me gustaban, en las amigas
que fui haciendo en la facultad de Letras, que luego abandonaría convocada por
otras urgencias.
Sin embargo, no abandoné la
máquina de escribir, que siguió siendo mi fuente de sustento. Me resultó muy
útil en México, cuando empecé a trabajar como periodista. Usábamos una máquina
manual –las eléctricas estaban reservadas a los jefes, que paradójicamente
escribían poco– y hacíamos las notas por duplicado, con papel carbónico, una
para que leyera el jefe de redacción y otra para nosotros. El olor a la tinta
del carbónico, los dedos manchados, el ruido del tecleo en la sala de redacción,
las carpetas del archivo llenas de polvo –no había Internet-, eran el escenario
que compartíamos y en el que surgieron mis primeros amigos mexicanos. Intercambiábamos
nuestros modismos, “laburo” o “chamba”; “coima” o “cometa”; “echar un
charolazo”, cuando alguien muestra su tarjeta para decir “¿usted sabe con quién
está hablando”?”. Me ayudaron a escribir y hablar en un idioma igual, pero
diferente y con ellos comencé a sentir que pertenecía un poco a ese país. La
amistad es también una patria.
Escribía mirando los apuntes o
el esquema que había armado, al tiempo que observaba cómo iba quedando el texto
en la máquina. Cuando detectaba algún error, usaba aquellos pinceles de
corrector blanco o tachaba con varias “x”. Como eran borradores, se podía hacer
eso.
Con este oficio empezó una
suerte de “diálogo” entre lo escrito a mano y lo escrito a máquina, un
acercamiento entre ambos mundos. En principio, los reportajes ampliaron mi universo
de abreviaturas. Como hacía notas de economía, empecé a usar los signos que
aprendí en matemáticas en el secundario, como mayor, menor o semejante. Para
tomar una cifra en miles ponía al lado de los dígitos una m minúscula en lugar
de los ceros y una mayúscula cuando se trataba de millones. Usaba el grabador solo
como testigo o para despejar alguna duda, pero escribía la mayor parte de los artículos
basándome en los apuntes. En ese proceso mi letra se fue convirtiendo en unos
garabatos que hasta a mí me costaba descifrar. Tenían cierto sabor a secreto,
difícilmente alguien hubiera podido leerlos. Por eso, seguía con el hábito de
anotar cosas que se me ocurrían en algún rincón de la libreta.
La elaboración de una nota
implica cierta subjetividad, seleccionar lo que aparece como importante,
destacar algún concepto, usar alguna palabra filosa para poner sutilmente en
duda o para destacar la afirmación de un entrevistado. “Repreguntó este medio”,
“argumentó”, “arguyó”, “enfatizó”. A veces, ironizábamos con una compañera del
diario, ya en Neuquén, que usábamos palabras que no tenían cabida en el
lenguaje cotidiano. El periodismo gráfico era un poco solemne entonces, pero
más correcto en la ortografía y la sintaxis.
La escritura a mano, que hasta
entonces usaba casi exclusivamente para cosas personales, empezó a interactuar con
la escritura a máquina. Un signo de admiración, un subrayado, una cruz en el margen
del apunte, establecían una jerarquización que naturalmente iban ordenando el
texto que luego escribía a máquina.
Después, aparecieron las
computadoras. La primera que usé fue en la agencia Neuquén del diario “Río
Negro”, en 1984. Eran unas estructuras enormes con una pequeña pantalla con
fondo negro y letras blancas. No había una para cada periodista, así que
corríamos a la máquina cuando otro se levantaba, para ganarle de mano a los que
estaban esperando. Esas computadoras no tenían memoria, se usaban unos discos
cuadrados grandes, que como eran caros no abundaban y los teníamos que
compartir. De tanto usarlos fallaban con frecuencia. Era común escuchar un
insulto a toda voz a la hora del cierre, cuando teníamos que mandar las notas a
Roca –el diario se editaba allí–, y la nota se esfumaba en aquellos discos
maltratados. El envío se hacía desde un aparato que hacía un ruido infernal. No
recuerdo cómo funcionaba, solo que se conectaba a la máquina. Pero sí recuerdo
que, como los discos, también fallaba. Vivíamos una sensación de alivio cuando
apretábamos la tecla send file y el
transmisor empezaba a funcionar. Cada envío implicaba una cuota de suspenso.
Con el tiempo, escribir en la
computadora se transformó en algo cercano y amigable. Corregir, cortar textos,
transportarlos, esa obediente ductilidad me permitía circular libremente por el
escrito hasta aproximarme a lo que quería expresar. Aproximarme, digo, porque
nunca se logra del todo.
Debo confesar que pese a mi gran amistad con las computadoras, nunca me interesé por aprender algo más de lo estrictamente necesario para mi trabajo, escribir, editar, corregir o buscar en Google.
Aprendí que hay dos cosas fundamentales, una es reiniciarlas cuando algo falla. Y lo que es todavía más importante: apenas comienzo a escribir, cliqueo el “guardar como” y mando la nota a una carpeta. Demasiados textos fueron a parar a esa especie de limbo virtual del que nunca regresaron.
Que excelente tu relato Diana. Me llevó al recuerdo a solo leer el título: ¿Quién no empezó con un garabato a escribir algo? Confieso: sigo con garabatos . Saludos a la distancia compañera. Daniel Jobbel
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