José Mario Lombardo
“En el 2015, la Escuela Nº 12 de Jagüel del Monte
cumple 80 años”
Fueron tres los
que decidieron en aquel verano de 1965 hacer el viaje desde Cañada Seca, pueblo
ubicado en el noroeste de la Provincia de Buenos Aires, hasta Jagüel del Monte,
lugar donde se encontraba la Escuela número 12, en el centro norte de la provincia
de La Pampa, unos 70 kilómetros al sur de Victorica: el Coco, reconocido
panadero de Cañada Seca; Oscar, en ese entonces director de la ya mencionada
Escuela número 12; y Mario, que estudiaba en Rosario, pero pasaba sus
vacaciones en el pueblo.
En la madrugada
del 4 de enero de 1965, en un jeep Ika comandado por Oscar, partieron con rumbo
oeste por los caminos de tierra que llevaban a Santa Regina, Charlone y
Larroudé ya en la provincia de La Pampa.
El camino era
muy arenoso (o limoso), volaba el fino polvillo y el calor de enero comenzaba a
hacerse sentir. La ruta era una nube y los tres pretendían mirar a través de
esa niebla de limo finísimo tratando de adivinar la huella del camino.
Desde Larroudé tomaron
rumbo al sur por la Ruta Provincial nº 1 para ir en busca de General Pico que
es una de las principales ciudades de La Pampa.
Esa época había
sido particularmente seca. En 1951/52, La Pampa había sufrido los efectos de
una sequía tremenda. Muchos emprendimientos y hasta colonias enteras habían
quedado deshabitadas, los campos se volaban y los médanos se movían como un mar
tapando hasta los alambrados de los campos. En aquel año de 1965, todavía se
percibían los efectos de tamaño fenómeno.
Llegaron a
General Pico cerca del mediodía. Sabían que restaba mucho camino, pero el Coco
y el Mario insistieron en conocer esa ciudad de calles anchas, buenas arboledas
y casas bajas.
Oscar buscó la salida
por la ruta 102 y siguieron rumbo suroeste a Eduardo Castex y de allí otra vez
bien hacia el sur por la ruta 35 hasta Santa Rosa.
Entraron en
Santa Rosa a media tarde. El calor convertía la cabina del jeep en un caldero.
Por eso, hicieron un alto en pleno centro buscando el fresco bajo un árbol. Santa
Rosa, capital de La Pampa, en 1965 ya había construido el nuevo edificio de la
gobernación, parte de su Centro Cívico, uno de los primeros grandes proyectos
del arquitecto Clorindo Testa. Santa Rosa es una ciudad muy abierta, con calles
muy anchas, típicas en la provincia. A principios del siglo pasado, Santa Rosa
disputó con Toay la ubicación de la capital, siendo la pericia de don Tomás
Mason la que decidió, luego de una gran disputa, la ubicación de la capital en
Santa Rosa.
Salieron rumbo
hacia el oeste por la ruta provincial 14 y pasaron por Parque Luro, en las
afueras de la Ciudad.
Parque Luro nace como “San Huberto”,
establecimiento de 20 mil hectáreas, propiedad de Pedro Luro, hijo del artífice
de Mar del Plata y casado con una hija de Ataliva Roca: Arminda, que era la
verdadera dueña de esos campos. En ese lugar, Pedro construye un verdadero
castillo y organiza un coto de caza trayendo varios ejemplares de fauna exótica.
Entonces, aprovechando su relación con importantes personajes de la aristocracia
francesa, logra que visiten el parque hasta personajes de la realeza europea.
Las tierras del parque tienen hondonadas, lagunas y grandes bosques de caldén
que hoy las convierten en una singular reserva natural.
Continuaron esa
larga recta que dibuja la ruta 14 hasta el paraje “El Durazno”. En ese tramo
del camino hicieron un alto en dos tradicionales almacenes de campo denominados
“boliches”: “El Tropezón” y “La Araña”, almacenes de ramos generales y despacho
de bebidas, que alguna vez habrán cumplido las funciones de albergue y de posta
para los viajeros.
La ruta provincial
14 estaba en construcción y al llegar a “El Durazno” se interrumpió, dejando
solamente libre su trazado con la tala de los árboles del monte, como ya caía
la tarde no tuvieron más remedio que seguir por ese claro, pero no habían
recorrido más de cien metros cuando el jeep quedó plantado sobre un enorme pozo
producido por la extracción de una raíz. Fue con mucho cuidado que maniobró
Oscar guiado por los otros dos amigos para poder sacar el vehículo de tamaño
pozo sin caer en él.
Llegaba la noche
y los tres viajeros se encontraban solos, sin camino y sin saber exactamente
donde estaban, pero encontraron un contrafuego que atravesaba el campo. Los
contrafuegos se realizan limpiando totalmente de plantas y malezas una ancha
franja de terreno a fin de evitar, ante la alternativa de incendios, que el
fuego pueda propagarse. Por allí, continuaron el viaje, pero ya con la noche
cerrada, era como navegar en un inmenso lago, donde no se veía más allá de la
línea que trazaban las luces mientras arriba brillaban las estrellas como si
fueran luciérnagas.
Según Oscar, no
faltaba mucho para llegar a destino. Mario sostenía que estaban viajando en grandes
círculos y Coco rezaba Avemarías y Padrenuestros sosteniendo que había olor a
jabalí.
A las diez de la
noche, vieron blanquear unos muros. Habían llegado a la Estancia de Vigliercho.
Los recibieron como reyes. Les dieron de comer milanesas de oveja, galletas con
un buen vino y lo mejor de todo, tres camitas donde los amigos durmieron hasta
bien entrada la mañana siguiente.
Un camino
vecinal los llevó hasta la escuela. ¡Por fin, la Escuela número 12! Oscar se las
presentó a sus amigos con orgullo propio de un pionero, maestro y segundo padre
de esos chicos, que se animaban a asistir, aprender y vivir en la escuela,
lejos de sus hogares pero con el cariño cercano de sus maestros.
Nadie había en
la escuela, estaba todo a nuestra disposición: las aulas, la casa de familia,
el comedor, los dormitorios, etcétera. Y en el patio de tierra del frente se
distinguía el mástil, el alambrado que cerraba el predio y una tranquera con una
puerta de ingreso.
El calor no les
impidió visitar un monte cercano donde pudieron observar todos los bichos del
lugar, las infaltables cotorras, los gorriones, los esquivos zorros, algún
charito muy arisco y muy lejano, una gran vizcachera en un claro que parecía
haber sido una antigua laguna y principalmente, el árbol del lugar: el caldén.
El bosque de
caldén, dicen, ocupaba desde el sur de San Luis y Córdoba hasta el Rio Negro.
De madera muy noble, con un ramaje tortuoso, hojas caducas y espinas cónicas
que nacen en sus nudos, este árbol fue utilizado para leña y también para hacer
muebles, adoquines, parquets, postes de alambrados, etcétera. Su fruto, una
chaucha leguminosa, sirve de alimento para los animales y con su fermentación
el indio hacía su “chicha”. La tala indiscriminada, convertida en un gran negocio
de principios del siglo XX y hasta 1930, hizo desaparecer una gran superficie
del monte originario. Árbol noble, árbol sagrado para los mapuches (“el huitru”
para ellos), guarda en sus huecos el agua de la lluvia y los habitantes del
lugar bien que lo saben. Los hacheros vinieron de Santiago, de Córdoba, de
Mendoza y vivieron en el mismo monte construyendo sus viviendas como covachas
subterráneas cubiertas con hojas. Herían el árbol en la parte inferior del
tronco para que perdiera su savia y lo cortaban ya seco. Lo mataban de pié.
Salieron del
monte y fueron a visitar la “Estancia San Manuel”. De allí no los dejaron ir,
pusieron la parrilla debajo de la glorieta donde pasaron el final de la tarde
guitarreando, riendo con las ocurrencias de Coco que les bailó un malambo que más
que malambo fue una extraña mezcla de danza arábigo-criolla y por último el
asado, el vino y la vuelta a la escuela bajo un cielo de estrellas que sólo es
posible ver en la oscuridad plena que ofrece el campo. Era la Noche de Reyes. Ubicar
la estrella que guía hacia el pesebre era cosa de baqueanos, pero a ellos los salvó
el camino que acompañó al jeep y lo ubicó en la entrada de la escuela, bien
abajo del mástil.
Llegó el seis de
enero. Coco se levantó y abrió los postigos de la ventana. En la mañana temprano
el calor ya cubría la escuela de una bruma pesada y polvorienta. Los pájaros
planeaban buscando agua en el tanque del patio y, después, volvían hacia un
cielo, que los recibía tan limpio como si estuviese recién lavado. Por el
camino, llegaron dos niños a caballo, uno de ellos traía en ancas una niña.
Bajaron, ataron los caballos y entraron al patio. Desde la otra punta del
camino venían tres niños en un sulky. Oscar salió con sus dos amigos y los
niños saludaron a su maestro. En una media hora, el patio se pobló con una
decena de niños y niñas que jugaban y charlaban con Oscar y fue entonces cuando
Oscar les preguntó cómo se habían enterado de su llegada y cómo se habían
puesto de acuerdo para venir a saludarlos. Uno de los niños, el menos tímido, le
dijo que en realidad sus padres, les habían dicho que en la mañana de Reyes
ellos fueran a la escuela porque seguro que los Reyes pasarían por allí para
evitar ir casa por casa porque estaban muy separadas.
Oscar casi
tropieza con el mástil y el Coco y el Mario miraban para otro lado haciéndose
los que admiraban el paisaje. ¿Qué Reyes? La escuela en la noche había estado
cerrada y en el patio no se veía nada. Buscaron por todos lados, en el comedor
y en las piezas. No encontraron nada; en la casa, menos que menos; en las aulas,
tampoco. La situación la verdad que se tornó bastante molesta hasta que en un
momento Oscar exclamó: ¡Claro… fue en el jeep…en el jeep!
Y allá fueron:
dos grandes cajas descansaban en el asiento trasero. Las bajaron presurosos. Oscar
rodeado de niños abrió la primera. Estaba repleta de juguetes: avioncitos,
trencitos, muñecas, bolsas de bolitas, pelotas de goma, que Oscar fue
distribuyendo cuidadosamente. El patio alrededor del mástil era una fiesta, la
felicidad de aquellos niños contagiaba a los tres amigos.
Oscar pidió al
Coco, que estaba cerca, que abriera la segunda caja. Coco, con gran cuidado le
desató el hilo, le abrió la tapa y… ¿Qué encontró en ella? Con gesto de
ofrenda, el Coco levantó en sus manos bien hacia el cielo: ¡un pan dulce! Se ve
que alguno de Los Reyes era panadero y había preparado un pan dulce para cada
uno.
En la mañana
siguiente, los tres amigos acondicionaron el jeep, miraron si el radiador
estaba con agua, subieron un paquete con comida para el viaje y emprendieron el
regreso. Dejaban la escuela y volvían al pueblo. El camino los esperaba.
Volvían satisfechos por la tarea cumplida. ¡Menos mal que se les ocurrió ir
aquel día a Jagüel del Monte! ¡Mirá si Los Reyes pasaban de largo!
Que linda historia, un poco extensa pero el final deja un grato sabor.
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué hermoso recuerdo, qué buena gente la de esos lugares, hospitalaria, sencilla. Me encantó tu relato.
ResponderEliminarSusana Olivera
Muy bueno tu relato! Victoria
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