Graciela Cucurella
—¡Papá papá! ¡Quiero un barrilete!
—Bueno, pero… tenemos que ir a buscar las cañas. Hay que ir
caminando hasta el terraplén.
—¡Sí, sí!- decía yo con alegría.
Una tarde, después de una siesta, caminamos bastante hacia
un terraplén donde había muchas cañas.
Mi papá también aprovechaba para traer algunas cañas para
hacer las tomateras de su huerta. Las elegía con mucha paciencia y las más
fuertes eran para mi barrilete.
Cuando volvíamos a casa con las cañas a cuesta, nos gustaba
conversar mucho. Él me contaba cómo iba a ser y como lo íbamos a armar. A mí me
fascinaba hablar con él, porque sabía hacer de todo, siempre se daba maña para
todo.
Llegamos a casa y le conté a mi mamá que iba a hacer un
barrilete. A ella no le hacía mucha gracia, siempre me decía que yo era una
nena y eso de hacer barriletes era cosa de varones. A mí mucho no me importaba,
yo quería mi barrilete.
Después de descansar un rato, de tomar la leche con tostadas
y dulce casero que hacía mi mamá, comenzaban los preparativos para hacer el
barrilete.
Mi papá ponía al fuego un jarrito con agua y harina para
hacer el engrudo, luego cortaba las cañas para que fueran parejas y las unía
con un hilo. Algunas veces no teníamos dinero para comprar papel de barrilete y
lo hacíamos con papel de diario y con muchos flecos. Después le poníamos los
tiros que debían estar parejos para poder remontarlo y con tiras de telas le
hacíamos la cola. La teníamos que hacer exacta porque si era corta coleaba y no
subía. Lo que siempre quise saber es para qué se le ponía una Gillette en la
cola, algunos chicos decían que era para cortarle el hilo a los otros
barriletes, pero eso nunca lo vi.
Al día siguiente, después de que se secaba bien, salíamos al
patio, que era muy grande, y lo remontaba con la ayuda de mi papá. Era tanta la
alegría, que disfrutaba mucho de ver como se elevaba cada vez más. Soltaba el
hilo y más arriba se iba. ¡Qué hermosa sensación! Y en mi mente de niña,
pensaba que llegaría al cielo.
Después, quise una hamaca y, como siempre que pedía algo, mi
papá me complacía y me armó una.
En el patio de mi casa había un árbol grande y frondoso, con
ramas gruesas y firmes. El árbol era un paraíso muy especial para mí, él era mi
amigo y hablaba con él siempre que podía. Todavía recuerdo su nombre, yo lo
había bautizado “Anzú-Anzú”. Amaba a ese árbol, porque teníamos largas
conversaciones imaginarias con él.
En una de sus ramas, mi papá me armó una hamaca que era
igual a las de la plaza. A la tarde, después de hacer la tarea, pasaba horas
hamacándome y siempre que lo hacía tenía la misma sensación: me parecía que si
me hamacaba bien alto, con mis pies iba a tocar el cielo.
¡Qué felicidad! ¡Qué hermosa infancia!
Agradezco todos los días el haber tenido un padre como vos.
Él se llamaba Vicente, era alto, muy elegante, con muchas
canas, ojos celestes, silencioso, inteligente, recto y honrado.
A mi hermana y a mí nos enseñó de todo. ¿De qué manera? Con
el ejemplo, con respeto, con educación, nos dio de todo, todo lo que estuviera
a su alcance, y por sobre todas las cosas nos dio muchísimo amor.
Te
extraño y te amo con todo mi corazón.
Realmente hermosa infancia y hermoso padre! Felicitaciones! Ana María.
ResponderEliminarMás allá de la alegría de obtener tus deseos. El más importante fue tocar el cielo y seguro que lo tocaste con tu felicidad.
ResponderEliminarUn abrazo.
Cuánto afecto en ese papá. Siempre deseoso de hacerte feliz. Hermosos tus recuerdos...las charlas, el dulce casero, la fabricación del barrilete, la hamaca... los pies tocando el cielo.
ResponderEliminarUn abrazo
Susana Olivera