Por Ana María Miquel
Habíamos dejado a aquella que nos
dio la vida y tantas enseñanzas en su última morada. Y como siempre estábamos
los tres hermanos juntos.
Cuando llegamos después del
cementerio a la casa de Luis y Moña, sonó el teléfono. Atendió mi hermano
Miguel y sentí que hablaba animado, dentro de la tristeza que estábamos viviendo y extendiendo el tubo hacia mí, me murmura: “Rabindranath
Tagore, quiere hablar con vos”.
El
tiempo, los años, la juventud y los recuerdos, se me vinieron
encima. Cuando tomé el teléfono, estaba llorando y entre sollozos me explicaba
que no se había enterado de la gravedad de mi mamá y menos de su fallecimiento,
que como de costumbre, él era el último en enterarse de las cosas que pasaban
en la familia y yo sabía muy bien cuánto el quería a mi mamá.
Le dije que no se preocupara, que
esas cosas ocurren y que le agradecíamos su llamado y su pésame. Entonces me
soltó a boca de jarro: “¡Quiero verte!”. Con toda educación le contesté: “No hay
problema, vení a la casa de Luis, que estamos todos”; pero el respondió: “Quiero
que sea en un lugar neutral, que te parece si nos juntamos a tomar un café?”
Me tomó desprevenida y le dije
que sí. Quedamos que nos veríamos a la mañana siguiente.
Cuando comenté en mesa redonda a
mis hermanos y cuñadas y sobrinos e hijo que al día siguiente me juntaría con Rabindranath a tomar un café, mi hermano
mayor me miró con cara de asombro y sentenció: “Me imagino que no irás. ¡Sos
una mujer casada!”. Siempre estructurado e imponiendo justicia.
“¿Qué tiene de malo, a la edad
que tienen y después de tantos años, que se junten a charlar? “, comentó mi
hermano Miguel con una sonrisa. Siempre transgresor y apoyándome
incondicionalmente en cualquier decisión que tomara.
Llegó la mañana otoñal, fresca y
radiante de sol, con ese aire límpido y puro que caracteriza a Mendoza. Mis
cuñadas insistieron en que tomara un taxi, porque quedaría mal que ellas me
llevaran. Iba a parecer que me estaban cuidando.
Así hice. Cuando llegué al lugar
indicado me bajé en la esquina en diagonal al café. No vi a nadie que se
pareciera a mi Rabindranath de veinte años. A la imagen que yo tenía en mis recuerdos de sus 20 años.
Y pensé: “Beno, ya estamos los dos en la generación de los 60 años, yo también
habré cambiado”.
Entré a un kiosco y compré los
diarios para guardar los avisos fúnebres de mi mamá. Cuando salí me encaminé
hacia el bar y no lo veía. Pensé: “Han pasado más de cuarenta años y no cambió
en lo que respecta a la puntualidad. Genio y figura hasta la sepultura, dicen”.
Así iba pensando, cuando veo a mitad de cuadra un señor panzón, canoso, con
barba casi blanca y saco a cuadritos (siempre le gustó el cuadrillé en la
ropa), que levantaba la mano y me saludaba.
Era él. Sus ojos y su sonrisa
seguían siendo los mismos de mis recuerdos. Venía abrigado, también recordé en
ese instante que era friolento.
Nos dimos un beso en la mejilla
como buenos primos y nos sentamos en la vereda a tomar el café al rayo del sol,
entre recuerdos, añoranzas y hablando de nuestros respectivos hijos y nietos.
Él, cuatro hijos y no sé cuántos
nietos; y yo, tres hijos y dos nietos y medio. Presentí que no había sido un
hombre feliz, seguía su añoranza por ir a vivir a Chile, como la tenía cuando
se recibió de médico. Pero su familia o su mujer no lo habían querido acompañar
en la empresa. Y menos ahora, a esta altura de la vida de todos. Me contó de su
jubilación, de sus proyectos, de sus experiencias. De su convicción de prevenir
antes que curar, sobre todo en pacientes psiquiátricos. Seguía siendo un amante
del cine y de la música clásica y seguía teniendo la humildad y la bondad de
las personas que saben mucho. De las personas cultas.
Cuando nos cansamos de estar
sentados me invitó a caminar. Que él me acompañaba caminando hasta la casa de
mi hermano. Pensé: estoy con cómodas zapatillas, la mañana es perfecta. En
Mendoza las veredas amplias y lustrosas invitan a caminar y el perfume de los
tilos es embriagador y una caricia para el alma.
“Vamos”, le dije.
No paramos en ningún momento de
hablar. No se produjo ni un solo e incómodo silencio. Como una ráfaga de
viento, recordé cuando me iba a buscar a la salida del Colegio Normal. Me
esperaba en la plaza sentado en un banco al sol, con sus raídas camisas blancas
y lustrosos trajes oscuros, leyendo un libro de Medicina y un jazmín u otra
flor en el bolsillo. Sabía todo lo que me gustaba y trataba de complacerme
siempre.
Iba a buscarme a la escuela (yo
tenía quince años y estaba en tercer año de magisterio, él veinte años y estaba
en tercer año de Medicina) simplemente para acompañarme hasta tomar el
colectivo.
Entre las cosas que me preguntó,
fue si tenía correo electrónico y le expliqué que lo tuve mientras mi hija
estaba en extranjero, pero que me habrían cerrado la casilla por falta de uso.
Por otro lado, no tenía Internet en casa; pero que con mi marido teníamos ganas
de comprar una nueva máquina.
“Entonces, pará”, me dijo
abriendo su agenda. Sacó la solapa de un sobre y me escribió su dirección de
correo, al mismo tiempo que me aconsejaba: “No dejes de comprar una nueva
computadora, te comunica con el mundo y también nos podemos comunicar nosotros”.
Guardé el papelito en la cartera
y, unas cuadras antes de la casa de mi hermano, nos despedimos. Ya podía llegar
sola y sin perderme. Nos dimos otro beso de primos y creo que los dos nos
fuimos por distintos caminos, pero sabiendo que en algún momento, la vida nos
volvería a juntar.
Como había pronosticado mi
abuela, es decir, su tía abuela.
(*) La autora refiere a un relato de su autoría, “Aquella primavera”, que se
publicó en este blog en setiembre de 2014 y que se puede leer en: http://contameunahistoriaunr.blogspot.com.ar/2014/09/aquella—primavera.html
¡Que lindo lo que contas!
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