Noemí Peralta
Baldomero estaba casado con una hermana de mi madre. Era
descendiente de españoles y criado en el campo, por lo que sabía tanto de
animales como de plantas y era muy diestro con la pala, la azada y el
rastrillo.
Un hombretón alto y grandote siempre dispuesto a ayudar a
todos.
Conservo una foto de su casamiento con mi tía Ñata (apodo por
su pequeña nariz). Él tan alto y, a su lado, ella tan bajita y menuda, que ni
siquiera le llegaba al hombro. Ambos muy elegantes, y ella con un vestido largo
y lánguido, según la moda de ese tiempo, que calculo sería el año 1935.
Ya siendo mayor, su familia se trasladó a la ciudad y fue
cuando conoció a mi tía.
Se desempeñó en varios trabajos hasta que fue conductor de
colectivos de la línea Expreso Alberdi donde estuvo por muchos años.
Siempre vivió en casas donde tuvieran terreno para poder
cultivar su huerta. En sus patios siempre había alguna enredadera y una que me
recuerdo especialmente era una hermosa glicina con sus racimos de flores
colgantes color azul-violeta. Su perfume invadía todo el patio y su enramada
protegía del sol en las tardes de verano.
En su casa siempre había verduras frescas, pues cultivaba
cuanto podía en su huerta.
De canteros bien alineados y algunos con cañas que servían de
sostén a distintas especies, como plantas de tomates, pimientos, chauchas y
algunas más que ya no recuerdo.
Daba gusto verlo trabajar en su huerta con divisiones de
caminitos para poder recorrerla, cuidarlas y regarlas.
También había una pareja de teros que servían de guardianes,
ante cualquier intruso, gatos o perros, y también personas. Hacían un alboroto
que se enteraba todo el barrio.
A mí me daban un poco de miedo, porque se venían como para
atacar con sus espuelas que tenían en el doblez de sus alas que para ese fin
extendían. No se iban del lugar, pues para eso mi tío les cortaba el borde de
las plumas de una sola ala y eso hacía que no pudieran remontar el vuelo.
Me enseñó algunos entretenimientos de su niñez en el campo.
Cortaba el tallo de las hojas de los zapallos en donde se unen a ellas y,
luego, donde estaban unidas a la planta. Esa zona era hueca, le hacía una
incisión en el otro extremo y soplaba por ese lado como si fuera una corneta;
y, verdaderamente, salía un sonido muy similar.
De las cañas tiernas que había en el terraplén de las vías
sacaba su extremo, soplando por este tallito producía un ruido como el que hace
una mosca u otro insecto. Luego, lo arrimaba a una telaraña tocándola con la
punta y la araña salía de su escondrijo prontamente pensando que había caído
una presa. ¡Vaya diversión!
Cuando era niña, había muchos terrenos cercados con
alambrados y en ellos se enredaban distintas plantas. Una de ellas era la
zarzaparrilla, que cuando se secaba, los chicos cortaban trocitos como pequeños
tubitos huecos, y los usaban como si fueran cigarrillos, encendiendo un lado y
aspirando el humo por el otro.
También solía haber mburucuyá o pasionaria, la cual daba
frutos ovalados pequeños, de color naranja los cuales nos gustaba comer.
Otra planta silvestre era una que daba frutitos color
cremita, chiquitos que llamámamos huevitos de gallo, no sé cuál será su
verdadero nombre. Otra daba unas flores amarillas como campanitas de las cuales
chupábamos su néctar, muy agradable y dulce.
Algunas las utilizábamos para jugar, como unas pequeñas
flechitas que nos arrojábamos, corriendo para que no nos dieran, pues se
quedaban enganchadas a la ropa.
Los extremos de otro yuyo eran como colas peludas de gatos y
se pegaban entre sí como lo hacen los abrojos, así que con ellas hacíamos
bandejitas, canastitos, y cuanta forma se nos ocurriera, uniéndolas.
También hacíamos objetos de barro, de todas formas y los
dejábamos secar al sol.
Me enseñó a amar a los animales, las plantas y a la naturaleza toda. Era
una persona admirable a la que llegué a querer muchísimo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario