“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
domingo, 19 de junio de 2022
Decisiones, elecciones y destino
María Cristina Piñol
Marzo de 1999, mi primer día de clases en la Facultad de Derecho. ¿Cómo llegué hasta aquí?
Lo primero que puedo decir es que es mucho más sencillo tomar decisiones y hacer elecciones a los cuarenta que a los diecisiete o dieciocho años.
A todos seguramente de niños nos hicieron esta preguntita: “¿Qué te gustaría ser cuando seas grande?”. Y vos con ocho, nueve o diez años te imaginabas siendo astronauta o Sisí Emperatriz. Aunque no lo parezca esa pregunta no estaba tan mal, te hacía volar con la imaginación y sobre todas las cosas, significaba que podías elegir.
No menos común era la otra frase: “Cuando seas grande tenés que ser…”. Tremendo suena y más tremendo es, ya que no hay elección alguna, tu camino estaba determinado por otros.
Volviendo a mis elecciones, allá lejos en mi infancia a los 10 u 11 años tenía muy claro que quería ser actriz. Desde los 4 años iba a danzas y desde los 7 hasta los 12 también estudié Arte Escénico. El escenario era el espacio más feliz de mi vida. Dicen que quienes escuchan más temprano el llamado de la vocación son los artistas, sean músicos, actores, pintores, porque según la ciencia no es algo que se piensa, sino que se siente y aunque no son muchos los que escuchan este llamado aún menos le hacen caso. Creo que es cierto.
Pero, allí estaba la realidad que te saca del encantamiento, había que estudiar, la vida era larga, plagada de escollos, y la mejor herramienta que nuestros padres te podían brindar para sortearlos era el estudio. “El teatro y el colegio no van de la mano”, me decían y explicaban: “Sos una nena muy inteligente, elegí estudiar lo que te guste y en la escuela que quieras, seguro vas a triunfar”.
Acá voy a abrir un pequeño paréntesis cronológico, para explicar lo de “nena inteligente y triunfar”. Tuve la ¿fortuna? de ser la primera hija, nieta y sobrina de ambas familias, paterna y materna, privilegio que duró más de cinco años hasta que nació el segundo, aunque según dicen mi hermano y mis primos, ese reinado perduró por siempre. Así fue como durante mi primera infancia las cuatro tías solteras volcaban sus mimos, tiempo y expectativas en esa pequeña niña revoltosa. Todas estas chicas eran mujeres independientes, trabajaban y un par de ellas también eran deportistas. La más joven cuando yo nací tenía 22 años, las otras entre 28 y 33 y aún no se habían casado, ¿muy raro para la época no? En medio de ese entorno es fácil entrever que aquella niña fue súper estimulada: libros, cuentos, paseos, música, baile. Cada día eran una aventura.
Como todos esperaban, la escuela primaria la pasé “de taquito”, llegó sexto grado y fui abanderada. Primera tarea cumplida.
Elegí la escuela secundaria e ingresé, previo examen, al Superior de Comercio. La nena iba bien encaminada. Terminé en tiempo y forma sin problemas.
¿Era realmente inteligente? Mmm no lo sé, pero sí era muy estudiosa y no me gustaba fallar.
Quizás como consecuencia de este entorno cercano, a diferencia de muchas niñas de mi edad, el matrimonio y formar una familia no estaban entre mis metas, por el contrario, me imaginaba como una mujer libre, con una profesión, exitosa en mi trabajo y recorriendo el mundo. Mi heroína de la niñez era Josephine (Jo), la rebelde escritora de las hermanas March de la novela Mujercitas. Tampoco en mi casa me guiaban hacia esa meta familia-hijos.
Año 1970, revuelto el país y revueltos nosotros, los adolescentes que debíamos elegir carrera, organizar el viaje de estudios, la fiesta de graduación y, en el medio, vivir todas las cosas lindas y feas que conlleva esa edad.
Elegí estudiar Medicina. No fue una decisión por azar o por descarte, tenía motivos para considerar que era lo que realmente quería. Mi tío Enrique era médico pediatra. Fuimos muy compinches y él fomentaba mi faceta artística. Íbamos los dos al teatro, al cine, me compraba libros de poesías, clásicos de la literatura y hasta me llevaba al Hospital de Niños o al Centenario a la sala de pediatría a leerle cuentos o recitarles poesías a los chiquitos internados, Me encantaba hacerlo y, como si fuera poco, el tío también “me curaba”. Por otro lado, en la secundaria, creo que en tercer año, dábamos como materia autónoma Anatomía. El profesor, el doctor Gallo fue el docente soñado, exigente pero sumamente comprometido con los alumnos, y su didáctica sencilla y convincente me hizo amar la materia.
En abril de 1971, comencé a cursar el primer año de la carrera y los tres tomos de “Anatomía”, de Rouviere, se convirtieron en una extensión de mi cuerpo. Era el inicio de una década turbulenta, de días complicados, organizaciones como el ERP y Montoneros conformaban el terrorismo “civil” enfrentando al terrorismo de Estado, y ambas márgenes afectaban toda nuestra vida. Cada semana se decretaba una “toma de la facultad”, se cerraban las puertas, nadie podía entrar ni salir, se levantaban las clases, se posponían exámenes. Era un verdadero caos. La mayoría de los que ingresamos en 1971 recursamos en el 72 que también fue un año caótico, la “Masacre de Trelew”, estudiantes desaparecidos, en fin, todo lo que ya conocemos y que hoy vemos con la lupa esmerilada del tiempo, pero para quienes lo vivimos con apenas 18 o 19 años fue un motor para cambios de proyectos. Se hacía difícil imaginar y construir un futuro nadando en el lodo.
Y fue el momento en que aquella nena inteligente y exitosa dio el “batacazo”, dejé la facultad y fui a trabajar en el negocio familiar. Fue una decepción para muchos y un alivio para mí.
En medio de esos cambios, me aguardaba lo menos pensado, me enamoré y me di cuenta de que era amor verdadero cuando comencé a imaginarme, por primera vez, casada y con una gran familia.
Tenía 20 años y quería encarar otra carrera sin dejar de trabajar. Vi la oportunidad en la UTN que tenía cursado vespertino y ofrecía el título de Analista de Sistemas, novedoso y vanguardista que aseguraba un futuro promisorio. En esos momentos una computadora IBM ocupaba el espacio de una habitación de 4 x 4. Corría el año 1973, si los anteriores habían sido complicados ni que hablar de este. El ingreso a las facultades ya era irrestricto, no obstante, debíamos hacer un curso previo y presencial. Y vuelta la burra al trigo: teníamos un cuadernillo donde supuestamente se nos explicaba los lineamientos de la carrea, las incumbencias y salidas laborales. Lo cierto es que si bien, parte de ese cuadernillo refería a esos propósitos, otra parte estaba totalmente vinculado a la política y la ideología imperante en ese momento. Si el 72 en las facultades, para estudiar, fue complicado, el 73 fue terrorífico. Cualquier día en medio de una tranquila clase irrumpía algún grupo civil armado y nos sacaban de la facultad y a la semana siguiente otro grupo, también armado del “otro lado” ya sea Ejército o Policía irrumpía en la clase en busca de los anteriores. Salíamos a las 23, la calle estaba desierta y el miedo se hacía sentir. Segundo desistimiento.
Más allá que este macroentorno condicionaba la vida de todos, ni la medicina ni el análisis de sistemas eran para mí.
En octubre de 1975 nos casamos. Mi vida dio un giro de 180 grados y de a poco fui aprendiendo el “oficio” de ser mamá. No hay universidad que te capacite para esto, la única forma de aprender un oficio es haciéndolo.
Y volví a estudiar. Cursé cuatro veces la primaria y otras tantas la secundaria, no ya como alumna, pero si como docente en cada grado y en cada año de la escolaridad de cada uno de mis hijos.
Los chicos crecieron y fui redescubriendo mi tiempo, mis sueños juveniles, reencontrándome con aquella niña que nunca me había abandonado y solo estaba esperando el momento justo para avisarme que aún estaba allí tan fresca y decidida como siempre.
Así llegué aquel marzo de 1999 a la Facultad de Derecho, recordando casi textualmente las palabras del psicólogo que nos hizo la devolución del test vocacional en 1970: “Señorita Piñol (así era el trato, de usted y señorita), sus habilidades sin dudas están dirigidas hacia una carrera humanística, manifestó su deseo de estudiar Medicina y está acorde a su test; pero sinceramente, si no se hubiese inclinado por una carrera en particular, debo decirle que usted, sería la abogada perfecta”.
Soy abogada, pero por suerte no soy ni pretendo ser perfecta, hace tiempo comprendí que la perfección era la expectativa de los otros y no la mía.
Hoy a la distancia y con una vida de por medio, puedo atreverme a hacer algunas reflexiones:
¿Es la abogacía mi pasión? Digo sin dudarlo que el Derecho me apasiona, pero lamentablemente la profesión discurre por otros carriles.
¿Hubo en mi vida alguna elección vinculada con la perspectiva de género? No, ni de mi parte ni de parte de mis padres.
¿Hubo alguna imposición de mis padres para la elección de una carrera? Definitivamente no, siempre pude elegir. Si cometí errores en algunas elecciones, fueron solo mis yerros.
¿Siento que coartaron mi vocación al disuadirme de no seguir con el teatro? Aunque siempre me resultó un poco incomprensible que me fomentaran de pequeña esa inclinación para luego decidir que estudiar y hacer teatro al mismo tiempo era imposible, con el tiempo comprendí la dicotomía. Hoy, sé que esos años de cercanía con el arte me proporcionaron muchísimas herramientas que he usado en incontables situaciones y, además, si realmente hubiese querido continuar podría haberlo hecho en cualquier otra etapa de mi vida. La elección también fue mía. De todos modos, los abogados tenemos algo de actores y, aún con la ley entre las manos, sabemos que cada cliente es un ser diferente y para defender sus derechos debemos “interpretar el rol de cada uno de ellos” ante quienes corresponda.
¿Existe el destino como un hecho inexorable? No lo creo, y me quedo con Cortázar, “Nos estábamos buscando sin saber que íbamos a encontrarnos”, y con su correlato en el dicho popular que reafirma a Cortázar: “El que busca siempre encuentra”.
“Somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros.” Sartre parece ensañarse con ponernos a filosofar. ¿Qué es lo realmente importante en nuestra vida, lo que “hicieron de nosotros” o lo “que nosotros hacemos con eso”? Creo que esta es la entraña de la frase, lo que “hicieron” es de los otros y ya pasó, lo que “hacemos con eso” solo nos pertenece a cada uno de nosotros. El futuro es una página en blanco, que nos toca escribir; y comprenderlo es tan mágico, que nos hace verdaderamente libres.
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