Gladys Fernandez
La casa donde viví hasta mis nueve años no desentonaba en la cuadra. Todas eran esos clásicos chalecitos de techos de tejas y detalles de la piedra, que durante decenios fue la marca identitaria de la arquitectura marplatense.
En el fondo tenía un ciruelo enorme que alternativamente me sirvió de
casa de los Robinson, palo mayor del barco pirata, morada de Tarzán, nave
espacial del Señor Spock. También un galponcito guarda tutti, donde
podíamos jugar cuando hacía frío.
A dos casas de la mía vivía el Colo, hijo único de mamá miedosa, que
aprovechaba toda oportunidad de escape a la vereda.
Enfrente Juan José y Graciela, pasando el patio había un enorme galpón
donde fabricaban almohadas. Para rellenarlas usaban copos de goma espuma, que estaban
en una especie de corral y formaban una enorme montaña a nuestros ojos de
niños. Cuando el galpón quedaba solo, nos subíamos a una escalera que usábamos
de trampolín para zambullirnos en tan mullido mar de copos.
Mi hermana mayor trajo un pequeño disco que nos enloqueció para siempre,
eran Los Beatles y su “Twist y gritos”. A bailar en el comedor con el tocadiscos
a todo volumen.
Sin darnos casi cuenta, un fenómeno increíble estaba por suceder en la
casa de al lado. Sara y Paco, los dueños, se mudaron por cuestiones de trabajo
y decidieron alquilarla.
Así desembarcó en nuestra cuadra
la familia Pugliese. Un matrimonio y sus hijos, Irma, Nené y Oscar. A los que
se sumaban novio y novias, ya que los tres hijos eran grandes.
Ruidosos y divertidos enseguida
se hicieron querer por los vecinos. Siempre en la casa había alguna fiesta
abierta a todos, cumpleaños, carnavales, navidades. En todas sonaban las
guitarras, un acordeón acompañando a algún cantor.
Era la casa de puertas abiertas donde siempre había gente, charlas,
risas.
Por el patio iba y venía cebando
mate Doña Emilia, la madre, una viejita regordeta con anteojos enormes.
En los fondos armaron un taller, que para mí era como la fábrica de las
maravillas. De ahí salía una maquina lanza chorros de agua para carnaval,
fabricaron unos zancos y se transformaban en gigantes, algún auto destartalado
volvía la vida. Todo cabía en ese mundo.
A esa casa llegó el primer televisor de la cuadra y ahí estábamos los
sábados calladitos mirando “Caravana”.
La mañana que llegó el transporte, el Colo corrió a avisarnos que algo
pasaba y, con preocupación, vimos que el televisor se trasladaba con el resto
de los muebles a la habitación del fondo. Con el comedor vació empezó el armado
de una enorme y extraña “mesa”, que apenas dejaba espacio para rodearla. Tenía
vidrios y una canaleta alrededor, además de luces.
Estuvimos toda la tarde mirando el despliegue desde la ventana. Doña
Emilia, cariñosa como siempre, nos mandó a cada uno para nuestra casa. Ya era
casi de noche. Nos quedamos un rato con los chicos charlando, tratando de
dilucidar qué pasaría, hasta que el grito “adentro, adentro que es tarde”
puso fin a todas las suposiciones y planes a futuro.
Me desperté temprano, salí a la vereda, corrí a
espiar por la ventana y los vi. Golpeé la puerta de la cocina y me dejaron
pasar a ver. La caja de vidrio estaba iluminada y cientos de pompones amarillos
chillaban y asomaban sus picos hacia las canaletas rellenas de una pasta
colorada.
Pedí permiso para volver con los chicos, fue
algo asombroso. Desde esa mañana era visita obligada, ir a ver a los pollitos.
El griterío, el olor pestilente y la voracidad que los hacia pisotearse unos a
otros fueron rompiendo el encanto; aunque, algunas veces, Oscar sacaba uno de
la incubadora, lo depositaba en nuestras manos y valía la pena soportar el
calor y los olores por ese momento de gloria en el que sentíamos al pollito
palpitar agitado.
Como todo en la vida tiene un final, a
nuestros vecinos les llegó el desalojo.
Comenzó la mudanza de petates, pollos y
humanos. Atrás quedada la casa semidestruida.
El último viaje de la chatita cargada a más no poder salió con Don Pugliese y Doña Emilia, que nos saludaban con el cariño de siempre.
Partieron rumbo a un campito cerca de la Laguna de Los Padres, donde la saga de “Patolandia”, como les decía mi papá, continuó.
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