domingo, 19 de junio de 2022

Gochuli y algo más



Liliana Lijovitzky



El barrio fue mi feliz refugio hasta los doce años.

Con mis hermanas, cinco y siete años mayores que yo, hicimos varias travesuras juntas: robarle higos a una vecina, naranjas a otra, etcétera.

Uno de esos días de verano, cuando mis padres dormían la siesta, a una de ellas se le ocurrió hacer un descubrimiento para comercializarlo luego.

En la cocina, con una olla de agua hirviendo y habiendo cortado en trocitos dos o tres panes de jabón, fabricamos lo que imaginamos: una detergente.

Felices por nuestra “obra maestra”, luego que entibió el agua y aún con algunos trocitos no derretidos, en el patio desparramamos con escobas ese mejunje jabonoso. Se inflaba en pompas indestructibles, pero el trabajo iba quedando una maravilla: ¡limpio como nunca!

Recuerdo que mi madre se levantó, y al ver el agua pegajosa en el piso, a los gritos, nos dijo: “¡Ahora mismo, sacan todo ese desastre!”.

Tomamos los secadores y empezamos a arrastrar esa especie de goma, pues al enfriarse, los pedazos no derretidos seguían y seguían enjabonando el piso.

Creo que estuvimos más de tres horas a los baldazos, tratando de retirar nuestro invento. Cuando conseguimos sacarlo, mis hermanas padecieron “alguna leve penitencia” y yo solo una reprimenda (beneficio por ser la más pequeña).

Nunca olvidamos el detergente Gochuli, palabra conformada con la primera sílaba de nuestros nombres e incomprensible para todos.

Y algo más.

En el barrio tuvimos el primer televisor en blanco y negro. Todos los amigos y vecinos venían a mirar televisión: el asombro era general ya que las imágenes parecían mágicas.

A la noche pasaban la novela de Narciso Ibañez Menta. Era de misterio y terror, de tal manera que Silveria, la chica que trabajaba cama adentro, me acompañaba al piso de arriba para que pudiera dormir. Esto era habitual, la casa era muy grande y yo, temerosa; pero ella siempre estaba a mi lado.

Mi hermana “del medio” cursaba el secundario. Era muy estudiosa y había aprendido el sistema solar planetario. En el patio había un pupitre, un pizarrón y macetas de yeso con caras de mujeres, adosadas a la pared, de las que colgaban vistosos helechos. Las macetas, y yo en el pupitre, éramos sus alumnas. Creo que con nueve años había aprendido de memoria aquella insoportable lección.

Muchas anécdotas se desprenden del barrio y de la casa. Serán motivo de próximas narraciones, pues sé que jamás las olvidaré.

1 comentario:

  1. Que excelente relato. Pareciera que desde una ventana del tiempo estoy viendo y vivendo el momento. Mucho sentimiento puesto es estas letras viajeras. Abrazos . Daniel Jobbel

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