“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
domingo, 19 de junio de 2022
Gochuli y algo más
Liliana Lijovitzky
El barrio fue mi feliz refugio hasta los doce años.
Con mis hermanas, cinco y siete años mayores que yo, hicimos varias travesuras juntas: robarle higos a una vecina, naranjas a otra, etcétera.
Uno de esos días de verano, cuando mis padres dormían la siesta, a una de ellas se le ocurrió hacer un descubrimiento para comercializarlo luego.
En la cocina, con una olla de agua hirviendo y habiendo cortado en trocitos dos o tres panes de jabón, fabricamos lo que imaginamos: una detergente.
Felices por nuestra “obra maestra”, luego que entibió el agua y aún con algunos trocitos no derretidos, en el patio desparramamos con escobas ese mejunje jabonoso. Se inflaba en pompas indestructibles, pero el trabajo iba quedando una maravilla: ¡limpio como nunca!
Recuerdo que mi madre se levantó, y al ver el agua pegajosa en el piso, a los gritos, nos dijo: “¡Ahora mismo, sacan todo ese desastre!”.
Tomamos los secadores y empezamos a arrastrar esa especie de goma, pues al enfriarse, los pedazos no derretidos seguían y seguían enjabonando el piso.
Creo que estuvimos más de tres horas a los baldazos, tratando de retirar nuestro invento. Cuando conseguimos sacarlo, mis hermanas padecieron “alguna leve penitencia” y yo solo una reprimenda (beneficio por ser la más pequeña).
Nunca olvidamos el detergente Gochuli, palabra conformada con la primera sílaba de nuestros nombres e incomprensible para todos.
Y algo más.
En el barrio tuvimos el primer televisor en blanco y negro. Todos los amigos y vecinos venían a mirar televisión: el asombro era general ya que las imágenes parecían mágicas.
A la noche pasaban la novela de Narciso Ibañez Menta. Era de misterio y terror, de tal manera que Silveria, la chica que trabajaba cama adentro, me acompañaba al piso de arriba para que pudiera dormir. Esto era habitual, la casa era muy grande y yo, temerosa; pero ella siempre estaba a mi lado.
Mi hermana “del medio” cursaba el secundario. Era muy estudiosa y había aprendido el sistema solar planetario. En el patio había un pupitre, un pizarrón y macetas de yeso con caras de mujeres, adosadas a la pared, de las que colgaban vistosos helechos. Las macetas, y yo en el pupitre, éramos sus alumnas. Creo que con nueve años había aprendido de memoria aquella insoportable lección.
Muchas anécdotas se desprenden del barrio y de la casa. Serán motivo de próximas narraciones, pues sé que jamás las olvidaré.
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Que excelente relato. Pareciera que desde una ventana del tiempo estoy viendo y vivendo el momento. Mucho sentimiento puesto es estas letras viajeras. Abrazos . Daniel Jobbel
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