Diana Kallmann
“Los regresos son imposibles” escribió recientemente en una nota colmada de nostalgia Noe Jitrik (1), en la que descubrí que nació en el mismo pueblo que yo, Rivera. Sus sensaciones se parecen a las mías cuando volví a Rivera, hace algunos años: nada quedaba de aquel pueblo y aquel campo que permanecían tan vívidos en mi retina. El campo era una quinta de fin de semana de un comerciante, con una entrada coqueta, sin rastros de aquella tranquera y la hilera de eucaliptos que acompañaban al sulky, cuando regresábamos del pueblo. Fui a espiar a la entrada, tratando de ver algún vestigio de “mi” campo, aquél de las recorridas con los perros hasta los alambrados lejanos. No quedaba nada, ni el galpón, ni la casa de adobe, ni el banco de herramientas con las piezas oxidadas de máquinas rurales, que para mi hermana y para mí eran un verdadero tesoro.
El pueblo, donde estaba la armería del tío Miguel, hermano de mi abuelo, era ahora una sucesión de casas más lindas, desde luego, pero muy diferentes de aquellas que recordaba. Faltaba la fiambrería de Scheffer, el amigo con quien mi padre compartió el viaje que los trajo desde Hamburgo hasta la Argentina. Allí, comprábamos fiambres rusos y alemanes, el negrísimo pan pumpernick, los pepinos agridulces y otras exquisiteces.
Algún rastro de la familia encontré en la sinagoga, donde una placa recordaba que los Smorodinsky integraron el grupo de pioneros judíos que fundó el pueblo. La familia de mi abuela, Cherny, también da testimonio de su paso por esas tierras, tan lejanas de su Ucrania natal. Sus lápidas en el cementerio judío, borrosas por el viento, como dice Noé, guardan a mis abuelos, mis bisabuelos, mis tíos, mi madre. Todos juntos en esa llanura, que me hizo evocar al barco que los trajo a esas pampas.
Otro regreso fue al pueblo donde viví desde que tenía un mes hasta los doce años, Miguel Riglos, en La Pampa. Fue diferente, un reencuentro con quienes habíamos compartido juegos y escuela. Reconocía sus nombres y trataba de descubrir sus caras infantiles detrás de las arrugas de hoy. Pero el pasado estaba allí, la renovación del pueblo y su cuidadoso trazado actual no impedía que aflorara ese espacio donde jugábamos a las guerritas con bolitas de paraíso, donde nos hamacábamos y hacíamos pruebas con el trapecio, imitando a los artistas de los circos que visitaban el pueblo y disparaban nuestra imaginación. La cancha del club donde jugábamos al básquet con nuestra amiga Irma, desconociendo absolutamente las reglas, pero con una pasión envidiable. De las pocas casas viejas que quedaban en el pueblo, una era la que habitamos nosotros y donde mi padre tuvo su carpintería primero y después su fábrica de herramientas agrícolas. Los amigos de entonces que reencontré recordaban a mi padre, “un hombre tan inteligente, que inventaba máquinas”.
Mi regreso coincidió con la celebración de los 100 años de la escuela número 91, me localizó un compañero a través de Facebook y me invitó. Así, encontré a ocho de mis antiguos compañeros de grado. Algunos habían permanecido desde entonces en el pueblo y otros llegaron para la ocasión. Me impresionó que la vieja estructura de la escuela -ese modelo que Eva Perón distribuyó a lo largo y ancho del país-, estuviera intacta, conservada hasta el más mínimo detalle. Todos los días cruzábamos con mi hermana y otros compañeros al “otro lado” (de las vías) donde estaba la escuela. Pasábamos por la iglesia y recuerdo que, imitando a los otros, me persignaba discretamente, quizá temiendo que dios no me tuviera en cuenta, aunque era –soy- de origen judío.
Tal vez ese encuentro, esas referencias humanas plagadas de recuerdos, son las que hacen la diferencia con respecto a Rivera.
Aquel Riglos polvoriento, separado por las vías bordeadas de pastos silvestres y tamariscos, donde hacíamos casitas en el túnel que forman las ramas, es otro, sin duda. Pero se puede reconocer “el de antes”. Ahora las vías están bordeadas por un hermoso y cuidado parque, los galpones han sido pintados, hay anchas y accesibles veredas, calles asfaltadas, negocios decorados con esmero. Pero aquí y allá una placa recuerda el primer almacén de ramos generales, un museo exhibe las cosas antiguas, muchas de ellas traídas por los vascos, italianos y españoles que poblaron esas tierras. Incluso un grueso libro que generosamente me regalaron, basado en una investigación de alumnos de la universidad de La Pampa, recopila la historia del pueblo. Los edificios prolijamente reciclados de los primeros negocios recuerdan a los fundadores, los que hicieron el pueblo con su esfuerzo. Es una comunidad viva, plantada sobre su pasado, alegre y memoriosa. Una comunidad pequeña, donde todos se conocen y comparten el curso de sus vidas, alegrías, tristezas y conflictos. Como alguien dijo, en Riglos la gente conoce hasta el nombre de sus mascotas.
Fue un regreso diferente, donde se conjugan los recuerdos sin colisionar con el tiempo presente.
(1) Se puede leer en https://www.pagina12.com.ar/418100-implosion-de-endorfinas?ampOptimize
“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
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