domingo, 19 de junio de 2022

Había una vez… recuerdos de infancia




Estela Simón

No digo adiós. Ustedes se irán.
Yo permaneceré, reinventando el recuerdo de lo que han sido.
No digo adiós, aquí me quedo para contarlo todo.
Liliana Bodoc




Blanco y negro, blanco y negro, las baldosas en damero vestían el patio de mi casa. En los espacios que las puertas otorgaban permisos, se alojaban los enormes macetones rojiblancos de tres patas y, contra la medianera que daba al pasillo, estaba recostado el piletón de cemento y azulejos blancos.

Hacia él se abrían cinco puertas, la de entrada, la del baño, amplísimo en comparación con la cocina pequeña y oscura, y las de hojas dobles que enmarcaban las dos habitaciones, la que ocupábamos mis padres, mi hermano y yo y la de Marcelina y Francisco, mis abuelos maternos. Eran piezas con techos altísimos que a mí me parecían enormes. En la de mis padres estaba el juego de dormitorio: cama matrimonial, mesitas de luz, cómoda, ropero y del otro lado de la cortina divisoria, el combinado y, a cada lado de la mesa del comedor, nuestras camitas. En la de mis abuelos el juego de dormitorio era de un estilo más antiguo: la cama con un trabajado respaldar y pie en bronce, mesitas de luz altas y con tapas de mármol rosado; y estaba el aparador, donde también habitaba la radio y la mesa de madera más rústica en la que la abuela amasaba los ravioles domingueros.

Así, recuerdo la casa donde nací, que todavía sigue en pie en pleno barrio San Cristóbal a pasitos del Congreso. En la fachada había dos largos ventanales con barrotes de hierro y una generosa entrada con escalones de mármol blanco que a medida que se iba estrechando se prolongaba en un largo pasillo al que daban las puertas de seis o siete departamentos similares al nuestro. En el primero vivía la encargada, Doña Asunta, con una de sus hijas y dos nietas.

La casa estaba en una cuadra de viviendas muy semejantes en diseño y estructura, de veredas anchas que permitían al mismo tiempo jugar al pisa pisuela, a la mancha venenosa, a las estatuas, las visitas y también a las carreras de autitos, que circulaban por viboreantes carreteras de tiza. En esa misma cuadra, y tan solo a dos casas de la mía, vivía Pocholo amigo y compinche de mi hermano. Me gustaba, pero a mis ojos lo que tenía de fascinante era que en su casa fabricaban muñecas peponas, con voluminosos cuerpos de tela y sobreritos angelicales enmarcando sus caritas rubicundas.

Era una época de largas tardes de películas en el cine Perla, donde programaban dos o tres con números en vivo en los intervalos, especie de recreos escolares que ocasionalmente amenizaban cantantes o magos. Mis preferidas eran las protagonizadas por El Llanero Solitario con su caballo Plata y definitivamente Sarita Montiel se había convertido en mi actriz favorita cuando en La Violetera cantaba:



Como aves precursoras de primavera

En Madrid aparecen las violeteras

Que pregonando parecen golondrinas

Que van piando, que van piando

Llévelo usted señorito que no vale más que un real

Cómpreme usted este ramito

Cómpreme usted este ramito

Pa’ lucirlo en el ojal…



Era la década del 50 en la que el tranvía era un medio de transporte habitual para ir a la escuela y al club San Lorenzo en vacaciones veraniegas Íbamos con Juan, quien por ser el hermano mayor –y único-, estaba predestinado a llevarme a todos esos lugares; pero que, en cuanto podía y sin que me diera cuenta, desaparecía mágicamente y no volvía a aparecer hasta la hora del regreso.

Vivíamos emocionantes tardes escuchando en la radio, junto a mi abuela, las aventuras de Tarzán el rey de la selva, Poncho Negro o Sandokán el Tigre de la Malasia, personajes que hacían volar mi imaginación al acompañarlos en sus fantásticas aventuras. En cambio, con mis padres escuchaba música en el tocadiscos del combinado. Ellos tenían una variada colección de discos de vinilo y los que impregnaron de sensualidad el registro de mi memoria y mi corazón fueron un par de tangos interpretados por Julio Sosa, “Fumando espero”, “A media luz” y la canción francesa “Bajo el cielo de París” en la melodiosa voz de Edith Piaf.

También por aquel entonces, a los siete u ocho años, mamá me regaló un libro de tapas rosadas, “Las aventuras de Nadasabe y sus amigos”, que me impactó. Me acuerdo algunas sensaciones: sorpresa, ternura, calidez, frescura, encantamiento me atravesaban mientras y yo me sumergía en las peripecias que vivían sus diminutos personajes en la ciudad de Las Flores. Chiquitines y chiquitinas con nombres que me aproximaban a algo que los caracterizaba: Nadasabe, Sabelotodo, Pildorita, Tornillito, Quién sabe, Por si acaso, Ojos azules.

Recuerdo qué tamaña impresión se tradujo en reproducir esa pequeña ciudad y sus habitantes, en el patio de casa. Utilizaba todo tipo de materiales: plastilinas de colores, broches... Los macetones de tres patas hacían las veces de junglas salvajes y allí los hice protagonizar mil historias.

Mi mundo era mi casa y el patio con baldosas en damero, donde jugando todo era posible. También hubo un tiempo de pena y tristeza como cuando murió el abuelo Francisco. El velatorio se hizo en casa y desde entonces se quedó alojado en mi nariz el penetrante aroma de las coronas florales. A partir de ese momento y para que estuviera acompañada, pasé a dormir con mi abuela en su cama matrimonial. Me acostumbré tanto a su compañía, que en posteriores mudanzas seguimos durmiendo juntas, aunque en camas separadas, hasta el día que me casé.

Con la abuela Marcelina disfruté de salidas especiales, un día me llevó a merendar a la confitería “El Molino”, que me dejó asombrada con su refinado estilo Art Nouveau y otra tarde nos divertimos en el teatro con las boberías de Carlitos Balá en “Canuto Cañete conscripto del siete”.

Mi abuela poseía unas cuantas habilidades. Cocinaba rico, aunque muchas veces las comidas estuvieran sujetas a las preferencias de los varones “cabeza de familia”; me entretenía relatándome historias interesantes sobre su infancia; diseñaba y cosía los vestidos para mis muñecas y un par de veces se atrevió con mis disfraces de carnaval. Me enamoré del traje de florista con capelina y canasta repleta de flores, que al año siguiente volvió a transformar en uno de gitana con chalequito y pañuelo rojo bordado con estrellas y lunas de metal dorado que caían sobre mi frente.

Abuela Marcelina, a la que en realidad todas sus hermanas le decían Marcela y a la que yo que a pesar de tanta intimidad siempre traté de usted, era entrerriana, había nacido en un campo en Gualeguay, donde su padre era puestero. Tenía pocos años cuando su mamá murió, meses después del último parto, quedando en esa casa muchos niños que atender y muchas bocas que alimentar; tantas necesidades sumadas a una madrastra muy rigurosa y la llegada de más hijos, hicieron que decidieran enviar a Marcelina hacia Buenos Aires para trabajar como mucama y cocinera en casas de familias acomodadas, como los Ojea y los Urquiza.

Por aquellos años esas familias acostumbraban a llevar pavos, lechones y corderos a las panaderías para ser cocinados en sus grandes hornos. Mi abuela, encargada de la cocina visitaba asiduamente la panadería donde trabajaba Francisco, mi abuelo, un gallego que llegó a estas tierras junto a su hermano Juan, dos adolescentes que huían de la miseria y la milicia. Fue en ese intercambio gastronómico, en ese ir y venir de la panadería a la casa y de la casa a la panadería, que mis abuelos se conocieron y se enamoraron… envueltos en el aroma tentador del pan recién horneado.

Francisco había tenido que solicitar el permiso de los patrones donde trabajaba Marcelina para verla y salir a pasear juntos en sus días de franco. Finalmente, un 12 de agosto de 1922 se casaron y fueron a vivir a una pieza del conventillo situado en Independencia y Pichincha… en el mismo barrio de San Cristóbal, donde yo nací. Todavía conservo retazos de recuerdos sobre la vida en el conventillo del que tanto mamá como la abuela me contaban, pero será tema para otros relatos.

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