martes, 7 de junio de 2016

Carnavales

Marta Susana Elfmam

Mi barrio, creo que era como cualquier otro de Rosario en los años 60. Mi casa era una departamento de pasillo muy común por la época, como ya conté. Vivía en San Luis entre Callao y Ovidio Lagos. En la esquina estaba la almacén de don Domingo. Él tenía dos hijos, Susana de mi edad y Ricardo, quien nos llevaba unos años y, como decían los chicos de esa época, estaba en otra. Su casa particular daba por Callao. Pegada a esta, daba la casa de Miriam, integrante de nuestro grupo. Unos metros más hacia Rioja vivía la colorada de la panadería.
Sobre Ovidio Lagos vivían Enrique y Gustavo. Por supuesto, como en todo barrio que se precie de tal, festejar carnaval era un ritual.
En el pasillo de mi casa había una canilla, que en esa época era nuestro bastión de guerra contra los chicos.
En esa época complementaba mi educación estudiando piano, en contra de mi opinión, que no era tenida en cuenta, por supuesto.
Para qué negarlo, el piano no era de mi gusto; pero, según mis padres, toda señorita tenía que complementar sus estudios, además de la escuela, con un profesorado de piano.
Mi profesora vivía puerta por medio de mi casa y las clases eran de dos horas por día de lunes a viernes. Martes y jueves daba lección y las demás era de estudio.
Carnaval, febrero, calor. Era obvio preparase para salir a jugar.
Mi madre, como recordándome mis obligaciones, venía con mis libros de piano en mano, o sea que no tenía más opción que ir a estudiar.
Piensen ustedes, que entonces yo tenía trece años.
Ya cambiada para la ocasión recorro el pasillo con cara de quien va a cumplir con su inexorable destino. Cuando llego a la puerta, la calle era una guerra de agua, ¿se imaginan la cara de todos los chicos cuando me vieron en la puerta con los libros de piano en la mano?
Me quedo parada por varios minutos mirando hacia la casa de mi profesora. Su esposo acostumbraba a dejar el auto delante de su casa, pero en ese momento no estaba.
Y fue cuando se me ocurrió la gran idea. Volví sobre mis pasos, entré a mi casa e informé a mis padres que la señora profesora no estaba.
Pasado unos minutos, y como quien no quiere la cosa, pedé permiso para salir a jugar. Obtenida tal aprobación, me puse mi ropa de guerra, tomé un balde y salí precipitadamente.
La batalla acuífera se fue trasladando hacia calle Rodríguez. Creo que había pasado algo más de una hora, cuando veo el auto de mi padre en el medio de nuestra diversión. Abrió la puerta del acompañante y solo dijo tres palabras: “Tu profesora volvió”.
Así que tomé el balde y subí al auto sin pronunciar palabra.

En casa me cambié, tomé mis libros de pianos y me encaminé a estudiar sin modular una sola queja.

2 comentarios:

  1. ¡Qué bueno! ¡Cómo se divertía uno cuando chico¿ y cómo nos molestaban las obligaciones que sentíamos tontas. Me encantó tu relato. Yo también viví cosas parecidas. Cariños...
    Susana Olivera

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