lunes, 27 de junio de 2016

Mi tío Baldomero

Noemí Peralta

Baldomero estaba casado con una hermana de mi madre. Era descendiente de españoles y criado en el campo, por lo que sabía tanto de animales como de plantas y era muy diestro con la pala, la azada y el rastrillo.
Un hombretón alto y grandote siempre dispuesto a ayudar a todos.
Conservo una foto de su casamiento con mi tía Ñata (apodo por su pequeña nariz). Él tan alto y, a su lado, ella tan bajita y menuda, que ni siquiera le llegaba al hombro. Ambos muy elegantes, y ella con un vestido largo y lánguido, según la moda de ese tiempo, que calculo sería el año 1935.
Ya siendo mayor, su familia se trasladó a la ciudad y fue cuando conoció a mi tía.
Se desempeñó en varios trabajos hasta que fue conductor de colectivos de la línea Expreso Alberdi donde estuvo por muchos años.
Siempre vivió en casas donde tuvieran terreno para poder cultivar su huerta. En sus patios siempre había alguna enredadera y una que me recuerdo especialmente era una hermosa glicina con sus racimos de flores colgantes color azul-violeta. Su perfume invadía todo el patio y su enramada protegía del sol en las tardes de verano.
En su casa siempre había verduras frescas, pues cultivaba cuanto podía en su huerta.
De canteros bien alineados y algunos con cañas que servían de sostén a distintas especies, como plantas de tomates, pimientos, chauchas y algunas más que ya no recuerdo.
Daba gusto verlo trabajar en su huerta con divisiones de caminitos para poder recorrerla, cuidarlas y regarlas.
También había una pareja de teros que servían de guardianes, ante cualquier intruso, gatos o perros, y también personas. Hacían un alboroto que se enteraba todo el barrio.
A mí me daban un poco de miedo, porque se venían como para atacar con sus espuelas que tenían en el doblez de sus alas que para ese fin extendían. No se iban del lugar, pues para eso mi tío les cortaba el borde de las plumas de una sola ala y eso hacía que no pudieran remontar el vuelo.
Me enseñó algunos entretenimientos de su niñez en el campo. Cortaba el tallo de las hojas de los zapallos en donde se unen a ellas y, luego, donde estaban unidas a la planta. Esa zona era hueca, le hacía una incisión en el otro extremo y soplaba por ese lado como si fuera una corneta; y, verdaderamente, salía un sonido muy similar.
De las cañas tiernas que había en el terraplén de las vías sacaba su extremo, soplando por este tallito producía un ruido como el que hace una mosca u otro insecto. Luego, lo arrimaba a una telaraña tocándola con la punta y la araña salía de su escondrijo prontamente pensando que había caído una presa. ¡Vaya diversión!
Cuando era niña, había muchos terrenos cercados con alambrados y en ellos se enredaban distintas plantas. Una de ellas era la zarzaparrilla, que cuando se secaba, los chicos cortaban trocitos como pequeños tubitos huecos, y los usaban como si fueran cigarrillos, encendiendo un lado y aspirando el humo por el otro.
También solía haber mburucuyá o pasionaria, la cual daba frutos ovalados pequeños, de color naranja los cuales nos gustaba comer.
Otra planta silvestre era una que daba frutitos color cremita, chiquitos que llamámamos huevitos de gallo, no sé cuál será su verdadero nombre. Otra daba unas flores amarillas como campanitas de las cuales chupábamos su néctar, muy agradable y dulce.
Algunas las utilizábamos para jugar, como unas pequeñas flechitas que nos arrojábamos, corriendo para que no nos dieran, pues se quedaban enganchadas a la ropa.
Los extremos de otro yuyo eran como colas peludas de gatos y se pegaban entre sí como lo hacen los abrojos, así que con ellas hacíamos bandejitas, canastitos, y cuanta forma se nos ocurriera, uniéndolas.
También hacíamos objetos de barro, de todas formas y los dejábamos secar al sol.
Me enseñó a amar a los animales, las plantas y a la naturaleza toda. Era una persona admirable a la que llegué a querer muchísimo.

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