martes, 7 de junio de 2016

Mercado del Abasto

Paquita Pascual

Habíamos recalado en un barrio hermoso, según dijo la tía. Claro que, para la tía, cualquier barrio seria hermoso con tal de sacarnos de encima. Hacia dos años que nos venía soportando en su casa desde que llegamos de España.
Para nosotros también cualquier barrio sería hermoso siempre que pudiéramos tener nuestra casa y vivir todos juntos nuevamente. Nuestra familia había sido diezmada por la forzosa inmigración. Primero, llegamos con mi hermana junto a papá y, después de un largo tiempo, llegó mamá con los dos hermanos pequeños.
Por eso, cuando supimos que nos mudábamos todos nos pusimos contentos. Por fin, mamá tendría la cocina para ella sola, donde cocinaría las típicas comidas a las que estábamos acostumbrados. Ya no dejaríamos de escuchar la radio, porque el tío dormía. Mamá no tendría que compartir la heladera ni escuchar los rezongos de la tía porque gastaba mucho aceite. Todo eso quedaría en la historia.
Pero lo que la tía ignoraba era que nosotros veníamos del mejor barrio de Madrid (La Castellana) y esto era Ituizango y Mitre; vale decir, barrio del Abasto. ¡Qué desilusión! Para llegar a nuestra nueva vivienda, debíamos sortear carros, caballos, bolsas de papas, cebollas, cachos de bananas y todo lo que concierne a un mercado. En la mitad de la cuadra había un pasillo sin puerta donde en el número cuatro estaba nuestra casa. Se trataba de un departamento antiguo de dos habitaciones, cocina y un pequeño patio. Perfecto, era lo que nosotros necesitábamos para volver a estar juntos.
El primer departamento lo ocupaba una mujer a quien la naturaleza le había sido muy esquiva. Era tan fea esta mujer. Mi padre, que era muy chistoso, en seguida la bautizó irónicamente “la bella Otero”. Esta mujer se ganaba la vida desde la madrugada hasta bien estrada la tarde, cuidando en el pasillo toda la mercadería que los puesteros iban comprando en el mercado. Por lo tanto, cuando salíamos a la mañana para ir a trabajar teníamos que sortear los elementos descriptos. Esto suponía rotura de medias, tacones y el consecuente retraso en nuestras obligaciones.
Pero todo estaba bien, ese sería el costo que tendríamos que pagar por nuestra independencia.
No habíamos contado con la parte social, cómo nos relacionaríamos con los vecinos que eran muchos. Mi hermana y yo lo habíamos solucionado en referente a los modismos dialécticos a través de las letras de tango, como ya os conté. ¡Pero! ¿Y mamá? ¿Cómo haríamos para hacerle entender que aquí había palabras cuyo significado era distinto? Había que hacerle entender que los guisantes aquí eran arvejas, que las alcachofas eran alcauciles, pero ¿quién se animaba a corregirla? Ella sostenía que su idioma era la lengua del Quijote y de ahí no la sacaba nadie… sería el hazmerreír de todo el vecindario.
Pero no fue así. Se conquistó de tal forma a las vecinas, que pasó a ser irremplazable. A ella se la consultaba para todo. Les enseñó a hacer paella, gazpacho y todas las recetas culinarias que no entendían.
Nuestra casa pasó a ser lugar de tertulia en las tardes de verano, y en invierno. Los sábados por la noche nuestra cocina era la timba del condominio, donde se jugaba a la lotería y el que perdía pagaba el chocolate con churros; pero para eso había que esperar que abriera la churrería que estaba a la vuelta y eso sucedía a las seis de la mañana del domingo.  
Mi ignorancia en aquel tiempo me llevó a odiar aquel lugar donde rara era la tarde que al llegar de trabajar no encontrara a mi madre con castañuelas en maño y a mi padre gran recitador de los poemas de García Lorca y Rafael de León acompañándola y todos los vecinos alrededor aplaudiendo. Mi vergüenza era tal que cruzaba el patio sin decir buenas noche, y me encerraba en el cuarto y no salía hasta que todos se iban.
Pasaron muchos años y fue a través de un compañero, Enzo Burgos, que supe que había vivido en el cuadrado mágico.
Hoy, les confieso que muchas tardes para llegar acá, hago dos cuadras más para pasar por la Plaza Libertad y recorrer con la imaginación mi querido Mercado de Abastos.

4 comentarios:

  1. Qué hermosa historia Paquita!!! Me encanta leerte

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  2. Qué placer me dio ese "como ya os conté". Hermoso recuerdo, una familia llena de castañuelas e historias. De ella venís vos con las tuyas. Un abrazo
    Susana Olivera

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  3. Que lindo relato!!! Cariños Victoria

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  4. Es una ensoñación leer tus relatos, todo un tiempo de una Rosario que aparentemente fue quedando en el olvido por culpa del progreso.
    Un abrazo y gracias por compartir.

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