jueves, 26 de octubre de 2017

Inolvidable Kitty

Fabiana Migoni

Nunca se derrumbó, ni el monstruo que invadió su cabeza pudo vencer su grandeza, solo debilitarla de a ratos, pero siempre estuvo dispuesta a darle pelea. La atacó por siete años, pero no logro abatir ni su imagen, ni su alegría y mucho menos su temperamento. Por algunos instantes, de madre cambiaba a hija, pero de inmediato remontaba como cometa en el cielo y seguía siendo ella, mi mamá, la que siempre estaba extendiendo su mano para ayudarme a transitar el camino de la vida durante poco más de medio siglo.
Nació un quince de agosto de 1939 y la bautizaron María en honor a la virgen. Nunca nadie la menciono por su nombre de pila. Su padre la apodó “Kitty” desde antes de caminar y, así, siempre la llamaron. Su vida apareció en esta Argentina en donde aún se recorría la llamada “década infame” y, a pocos días de su nacimiento, en el mundo se declaraba la Segunda Guerra mundial. La economía para los más carenciados no era favorable y ella era muy pobre. Casi ni atravesó la infancia, de niña a adulto, fue madre de sus hermanos y de sus padres, y solo con nueve años hacia arreglos de costura para sumar unas monedas y colaborar en el hogar. Apenas cursó su cuarto grado de primaria.
Enfrentó la miseria, la adicción de su padre al alcohol y la necedad de los mayores, con hidalguía, siempre radiante, optimista y vigorosa. Fue creciendo y ya con quince años lucía una figura escultural que, como dice el tango, “¡se paraban pa mirarle!”. Mi padre, que recién comenzaba su noviazgo con ella, moría de celos ante tantas miradas y halagos que ella causaba a su paso.
Cuando el llegó a su vida, la realidad fue cambiando, y empezó a disfrutar y conocer sitios que ni sabía que existían: el cine, el teatro, los parques y museos. Sus primeros zapatos de taco aguja vinieron de su mano y jamás dejó de usar tacones que lució con una elegancia singular.
Siempre me contaba cuánto lloró de felicidad con mi nacimiento; pero, a la vez, pensaba que ser mujer era difícil, que siempre se cargaba una mochila más pesada que el género opuesto. Para ella, por lo menos, fue de esa forma.
Yo tuve una niñez maravillosa a su lado, las manos de mi madre siempre estuvieron preparadas para una caricia, para preparar una comida exquisita, hacerme un vestido de gala, llevarme de excursión o ayudarme a pintar un dibujo.
Recuerdo nuestras tradicionales salidas al cine “Heraldo” los miércoles y, al fin de la función, ir a merendar a la confitería “Royal”; los sábados, junto a mi padre, a cenar a algún restaurante y los domingos a recorrer el Parque Independencia, yendo de los juegos al Laguito a dar una vuelta en bote y sin dejar de hacer una pasadita por el zoológico.
Extraño las guitarreadas de las tardes tratando de entonar alguna zamba, acompañadas de un rico mate con peperina, del vermut previo a saborear algún manjar hecho por ella. Echo de menos tantas cosas, pero rememorarla la mantiene a mi lado. Sus vecinos y amigos añoran su ausencia. Falta su solidaridad, su sabiduría y sinceridad, que al ser solicitada estaba siempre lista ante cualquier circunstancia y decisión que había que tomar. 
Fue mi ejemplo de lucha, mi Cid Campeador contemporáneo, una experta en todo lo que hacía, resolutiva, directa, magnánima, irradiando una energía casi mágica que hacía que cualquier momento difícil se revirtiera instantáneamente. Agradezco por haberla tenido como madre, como amiga y compañera, y si tuviera que representarla con una melodía elegiría a Peteco Carabajal: “Las manos de mi madre son como pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre”.

2 comentarios:

  1. Bello!sentí a mi madre junto a mí

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  2. Hola Fabiana, soy un ex alumno de esa clase. Tu relato trajo a mi memoria el recuerdo de mi madre que no difiere mucho de la tuya.Bello relato, Gracias.

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