viernes, 27 de octubre de 2017

Una fotografía

Susana Olivera

“Los cajones comienzan a cerrarse, 
y los recuerdos en ellos se conectan               
de manera azarosa. Y cuanto más
relajados estamos, más se abren, se
cierran y se interconectan.”                   
Estanislao Bachrach (“Ágilmente”)

Una fotografía de no más de cuatro centímetros de lado, en blanco y negro y con los bordes dentados. En ella se ven dos chicos. Él, muy rubio; ella delgadita, los zoquetes parecen una bufanda anudada alrededor de los tobillos y tiene la cabeza redonda de rulos negros.
En esa foto estamos mi hermano Carlos y yo cuando teníamos alrededor de seis o siete años. Fue tomada en lo que llamábamos “el fondo” es decir, el jardín o tercer patio. Allí, pasábamos las siestas calientes de verano cuando nos escapábamos de nuestros dormitorios, lugar al que nos obligaban a retirarnos después de almorzar.
El jardín no era demasiado grande: tenía una parra de “uva chinche”, algunos frutales como el peral y la higuera, y en un rincón cerca de la pared que nos separaba del patio vecino, un limonero. Además, una planta de jazmín que se cubría de flores exquisitas en el verano.
Y, por supuesto, allí también, estaba el gallinero.
Nuestras aventuras con los frutales siempre terminaban mal: indigestión con higos calientes, descomposturas con las uvas y las peras. El peral tenía siempre peras verdes excepto las que estaban altísimas y a las que no llegábamos si no nos trepábamos al árbol, lo que teníamos prohibido. En una oportunidad, mi hermano, después de varios intentos para bajar con un palo una fruta espectacular, decidió que él no se iba a perder la pera más grande y madura que uno pudiera imaginar y, decidido, trepó. La fruta estaba en la punta de la rama y para alcanzarla debía avanzar hasta ella. A punto de llegar, la rama se quebró y fue a terminar con pera y todo encima de mi hermano que gritaba de dolor y susto en el suelo. Despertó a todo el mundo. Lo socorrieron, le limpiaron las raspaduras de rodillas y codos, le pusieron aceite con sal en el chichón de la frente y, por supuesto, le dieron un reto mayúsculo.
¿Dónde está la pera?- me preguntó cuando se terminaron retos, amenazas y mocos.
¿La pera? Ah, la pera. ¿La pera?- pregunté varias veces para ganar tiempo y disparar-. ¡Me la comí!
Mamá, mamá- chilló. Ella se comió la pera. Rétenla también, ella tuvo la culpa- y volvieron los llantos y los gritos.

Pero el gallinero era nuestro máximo entretenimiento. Siempre encontrábamos algún huevo que se había escapado a la inspección matutina de la abuela y lo freíamos en unas sartenes pequeñas enlozadas que estaban en el cobertizo.
Nos gustaba mirar las gallinas, les habíamos puesto nombres “Cocona”, “Desplumada”, “Colorada”, “Culona”…
Fijate, hoy “la Colorada” no salió del nido, está echada…
¿Estará empollando? Pero no tenía huevos. Yo la saqué del nido cuando buscábamos huevos y no había ni uno.
Estará durmiendo la siesta.
Desde la sombra del limonero, mirábamos a las gallinas largo rato: comentábamos cómo caminaban estirando el pescuezo y hablando constantemente con su cacareo. Jugábamos prendas y ganaba el que adivinaba a cual gallina “atacaría” el gallo. Lo odiábamos: Era malo con las gallinas, se les subía encima y las picaba en la cabeza. Además, se creía muy importante porque tenía la cresta más grande y andaba siempre haciéndose el pretencioso.
Eso decíamos en nuestros inocentes pocos años. Son ecos que rebotan en mi cabeza.
Por sentirse tan importante, ya que era el único gallo del gallinero, le trabábamos las patas con una rama que teníamos especialmente guardada para esos menesteres y nos moríamos de la risa de ver cómo trastabillaba y perdía toda su elegancia. Se lo merecía, porque era el más ridículo del gallinero. Esa rama también la usábamos para sacar a las gallinas cluecas de sus nidos cuando estaban empollando. El escándalo que armaban nos resultaba muy gracioso. Sin embargo, una vez que nacían, nos encantaba ver a los pollitos que seguían a su mamá y se pasaban todo el día pica que te pica buscando gusanos y bichitos.
Cuando el calor abrasaba, nos bañábamos con la manguera que abuela usaba para regar la huerta. Y aprovechábamos para bañar también a las gallinas y especialmente al gallo. La estampida por todo el gallinero era realmente apocalíptica, porque poniendo el dedo en el pico de la manguera el chorro salía muy fuerte y las gallinas aleteando desesperadas tropezaban una con otras, pisaban los comederos, volcaban el agua, se estrellaban contra el alambrado y volaban sus plumas por todos lados.
A veces, juntábamos las deposiciones y las cubríamos con maíz o restos del almuerzo. Comían las gallinas entusiasmadísimas y salían asqueadas limpiándose el pico contra el suelo de un lado y del otro, porque se habían tragado sus propios excrementos. Considerábamos que eran muy pero muy estúpidas.
Otras veces, y poniendo en práctica nuestra cuota de sadismo, las corríamos y cuando las alcanzábamos, si lo permitía la risa, atábamos juntas pata derecha con pata izquierda de dos gallinas, que rodaban aleteando y cacareando hasta que se soltaban. Todo había que hacerlo con el ojo atento para asegurarnos de que no se levantara alguien y viera que estábamos martirizando a “esos pobres animales”.
“Pobres animales”, pero que abuela no vacilaba a correr a alguna gallina, romperle el pescuezo, desplumarla y hacer un guiso con ella.
Esa ceremonia no nos gustaba, nos daba lástima y nos prometíamos que no íbamos a comer. Cosa que olvidábamos frente al plato terminado.
Repetíamos esos “juegos” día tras día, sin cansarnos o aburrirnos. Era como si el retornar a viejas alegrías nos hiciera paladear más la travesura y disfrutar de todo. Nos divertía también poner cara de inocentes cuando volvíamos a nuestros dormitorios y pretendíamos lucir somnolientos.
Y yo regreso al hoy mientras cierro el cajón de ese viejo escritorio. Y sonrío con la pequeña foto en mis manos y las memorias entibiándome el olvido. Reviviendo uno a uno momentos que creía desaparecidos, pero que evidentemente yacen en mi ojo subliminal. 
¿Tantas palabras para contar infantiles travesuras en el gallinero? Perdón, José. Perdón, amigos.

1 comentario:

  1. La niñez que nos regalaron nuestros mayores, un canto a la vida. Nunca estábamos aburridos y convivíamos con la naturaleza. Tu relato me retrotrae a las tarde de veranos comiendo peras calientes y verdes. Ese día cobrábamos y al siguiente lo volvíamos a hacer.
    Gracias por tan lindos recuerdos.

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