domingo, 10 de noviembre de 2024

Las chicas de los 60 y los 70

María Cristina Piñol

 

Atrevidas, desafiantes y cuestionadoras. Rompimos estereotipos e irrumpimos descaradamente en mundos que hasta entonces eran reservados para hombres. Desde la moda hasta las profesiones fueron ganadas por mérito propio por esta generación.

Cerca de 1965, una diseñadora de moda inglesa inició una revolución y llegaron las minifaldas. No queríamos vernos como nuestras mamás, necesitábamos diferenciarnos y la “mini” marcó un camino de ida. También las chicas adoptamos los “vaqueros” o jeans como prenda diaria, esos mismos que usaban los muchachos, con cierre “adelante” no con “cierre en la cadera” como los clásicos pantalones femeninos. Calzarnos un Levi’s, Wrangler o un Far West era la gloria. Llegamos al mini-short, cortito y con botas de tacos y plataformas, y en un abrir y cerrar de ojos los bikinis se adueñaron de las playas.

 De repente apareció Twiggy rompiendo el modelo de las “chicas Divito”, basta de cinturas de avispa, caderas redondeadas y melenas largas, derrumbando los íconos de la mujer perfecta como Sofía Loren o Marilyn Monroe. Los vestidos ajustados dieron paso a ropas sueltas, los cinturones que ceñían la cintura pasaron a usarse en la cadera, el “tiro bajo”, el cabello corto, o largo, o liso o enrulado, y definitivamente instalada la minifalda. Un repentino aire de libertad cabalgaba sobre esas prendas.

La moda reflejaba un cambio mucho más profundo que la simple estética. Y ahí estábamos esas nuevas jóvenes mujeres, arando caminos, arrastrando tradiciones y espiando horizontes, descubriendo igualdades y desigualdades, ocupando nuevos lugares, allí, en algo tan pequeño y grande a la vez como una escuela secundaria que funcionaba aún, dentro de la Facultad de Ciencias Económicas.

Las chicas de los 60 y 70, ya no aceptábamos fácilmente un “no”, y menos un “no, porque no” de nadie, ni de padres, ni de profesores ni de “novios”. Las actitudes “desafiantes” como las llamaban, tenían consecuencias: en el cole acumulábamos amonestaciones, en nuestras casas algunas penitencias y prohibiciones de salidas. Fumábamos a escondidas, pero besábamos en público, bailábamos “suelto” un rock o un twist pero muy pegaditos un lento, aullábamos con los Rolling Stones y soñábamos romances con Salvatore Adamo. Leíamos a Marx, a García Márquez o a Simone de Beauvoir, pero no nos avergonzaba devorar las melosas novelas de Corin Tellado. Irrumpimos en “la noche” y en las confiterías bailables, algunas tan oscuras que debías prender el encendedor para no errarle al “trago” y también rompimos el “tabú” que decía que a esos lugares iban “solo mujeres de mala vida”. No todo era blanco o negro, nos movíamos entre los tonos de grises, porque en ellos podían convivir la pasión y la convicción junto con la tolerancia y el respeto, y lo hacíamos muy bien.

Y el camino siguió en las facultades, que ya en los 70 todas tenían casi la misma matrícula de varones y mujeres. Un mundo maravilloso en un momento demasiado tumultuoso. Centros de estudiantes, peñas, noches sin dormir, miedo a rendir, dudas de vocación, café en los bares de la facu, apuntes manchados de mate, amigos de otras provincias que aportaban sus tonadas y costumbres, guitarreadas, ensayos en casa de un amigo que tenía “una banda” de rock, encuentros y desencuentros amorosos, todo nos unía a chicas y chicos exactamente por igual. En no más de 20 años, sin mayores estridencias, pero con contundencias, el mundo femenino ya era otro. Varias fueron profesionales, otras comerciantes con negocios propios, también deportistas y artistas, y algunas, ya no la mayoría, eligieron el hogar y la familia como estilo de vida. 

Ya a fines de los 70 y en los 80 muchas de aquellas chicas y chicos fuimos madres y padres, y con el cambio de siglo agregamos el nuevo “título”, abuelos, y esta es “otra historia”. La vida es así, eterno movimiento. Los 60 y 70 marcaron un límite, un antes y un después sobre todo para la mujer, y aún hay bastante camino por recorrer. 

Segundo y último viaje de mochilero

Juan N. García

 

Durante el primer viaje, fin del 68, principios de 1969, habíamos planeado el segundo destino, el sur de Argentina. Éramos cuatro, pero solo dos logramos hacerlo, Reny (mi mejor amigo) y yo. Los otros dos, Oscar y Mario, desistieron; el primero por su temor a contraer mal de los rastrojos (fiebre hemorrágica argentina) viajando en camiones cerealeros o cualquier contacto campestre y el otro, porque priorizó su carrera de abogado.

Habíamos ingresado en la Facultad de Ciencias Económicas, pero fue un año sabático, poco estudio, mucha diversión y preparativos de la nueva aventura.

Hubo un hecho que aceleró todo, fui sorteado para hacer el Servicio Militar Obligatorio y, a pesar de intentar todo para evitarlo, hasta un certificado médico, con una posible afección respiratoria que evidentemente no fue convincente. Reny se salvó. Debía incorporarme al Ejército Argentino en Campo de Mayo el 1° de marzo de 1970. El bajón fue indescriptible, pero el proyecto del viaje superó todo y pusimos fecha para los primeros días de enero. Esta vez, para evitar internas familiares, pasamos Navidad y Fin del Año 1969 cada uno en su casa.

Partimos el 3 de enero del 70. Nos aseguramos el viaje hacia Bariloche, en el auto de Adelmo, tío de Reny, que iba a buscar a su esposa. Lo hicimos en un solo tramo, turnándonos los tres para manejar y lograr llegar en el día. Hasta ahí, mochileros bastante favorecidos.

Nos instalamos en el Camping Selva Negra (aún existe) a tres kilómetros del Centro Cívico, espectacular lugar con todos los servicios necesarios. Pasamos varios días inolvidables, todas las noches salíamos a bailar y demás diversiones. Hasta que Reny tuvo un cuadro de gripe con infección de garganta y placas. Ahí nos dimos cuenta que no solamente el frío perjudicaba lo físico, sino también las finanzas. Cuando Reny, mejoró, decidimos quedarnos uno diez días más, siempre y cuando nuestras familias nos enviaran los fondos necesarios para ello. A todo esto, habíamos congeniado con unos chilenos, muy agradables, que en dos o tres días volvían a su país y nos invitaron a visitarlos.

Recibimos el giro de nuestros padres para extender la estadía y nos dimos cuenta que con ese monto, gracias al cambio favorable, Chile era más que accesible y podíamos alargar el viaje. Aprovechamos a nuestros amigos chilenos, ellos tenían auto y cruzamos la frontera pasando por Villa La Angostura, llegamos al lago Puyehue, con un hotel increíble. Se nos ocurrió preguntar el costo, nos pareció tan barato que nos quedamos cuatro días, lujo impensado. Uno de los chilenos, Enrique, vivía en Talca y le prometimos pasar. Estábamos agrandados, con plata y acordamos seguir hasta Santiago, Viña del Mar y volver a Argentina por Puente del Inca.

Durante veinte días recorrimos Chile desde Osorno hasta Valparaíso, pasamos por Talca como prometimos, donde el anfitrión, Enrique, hijo de un importante banquero, durante cinco días, nos hizo conocer otra vida, que es espectacular, pero que la mayoría no tiene acceso y quizás sirve para saber que lo increíble y efímero, es eso, temporal.

Durante todo el trayecto, nos llamaba la atención en todas partes la inscripción Salvador Allende UP y las críticas desde la ignorancia: ¿cómo un socialista usaba la palabra arriba en inglés? Era Unidad Popular. Esa ignorancia fue un anticipo de lo que después ocurrió.

Estando en Valparaíso, en una disco, conocimos dos chicas, que con un Citroën GS berlina, digamos que nos conquistaron y estuvimos diez días recorriendo la zona, pero pernoctábamos en Reñaca, invitados a un departamento que compartían. Playa muy linda, pero mar muy frío. En esos momentos creímos que lo paradisíaco no estaba tan lejos, pero la palabra “pololo”(desconocida para nosotros), con la que nos presentaban a sus amistades y familiares empezó a ser opresiva, diría molesta. Nos complicaron el presente imaginando un futuro compartido. Un nuevo cuadro febril de mi amigo, que con el tiempo se transformó en fiebre reumática, adelantó la partida deseada.

La despedida fue traumática y para calmar el ambiente, hubo promesas desmedidas. Cuando llegamos a Mendoza, sabíamos que nunca las cumpliríamos, nuestras novias argentinas nos estaban esperando y como los “pecados de juventud” con el tiempo prescriben, durante años hicimos memoria selectiva para evitar conflictos. 

Y parafraseando a alguien; lo que pasó en Chile, quedó en Chile.

Los circos

Oscar Bedetti

 

Cuando llegaba el circo al pueblo, a mí me envolvía la emoción. Y entonces iba a observar el armado de la gran carpa, que en aquellos años se ubicaba en la periferia del pueblo, y a veces en los terrenos frente al Club Chañarense. Horas restadas al juego viendo, queriendo vagamente ser parte de eso tan mágico allí, al alcance de la mano. Entonces, pasaba por las calles el coche del circo anunciando la función, y a veces, desfilaban para llamar la atención con osos, leones, tigres dentro de sus jaulas, y caballos adornados con acróbatas logrando equilibrio de pie, sobre las monturas, y la voz del locutor marcando mucho las sílabas: “Y esta noche verán el drama en tres actos de...”. Y estaba todo dicho.

El circo llegaba, y había que ir por lo menos a una matiné o una gran función noche. Y poseía una carpa de lona más que vieja, emparchada y usada hasta el infinito, casi siempre rota en numerosos lugares. Pero, aunque todo estaba bien clavado con grampas al piso, no impedía que algunos muchachos penetrasen y se escondiesen en el “gallinero”, de gradas de madera, y la ubicación más barata, aunque alejada de la única pista.

Y también recibir en la escuela a aquellos hijos del circo que compartían con uno esos pocos días de saberes y que siempre se entendía que nada aprendían.

Y por supuesto que el magro espectáculo era coronado por una obra teatral en tres actos en el escenario a un costado visible de la pista, al que todos debíamos en el momento darnos vuelta para observar.

Los circos, aquellos circos, eran humildes, generalmente de propiedad de una única familia y que venía de generación en generación. Sus componentes se multiplicaban para aparecer en distintos roles, y así se los veía en las pequeñas estampas con sus imágenes que se vendían casi siempre en los intervalos de la función.

Se observaban algunas acrobacias de los animales, cansados y dolidos por el maltrato (que seguramente tenían a todo lo largo); y todo lo manipulaba el payaso principal, alma máter de todo lo que el circo ofrecía; su compañero que seguramente debía enternecernos; y un limitado cuerpo de baile con trajes gastados.

Por allí, alguno sacaba un acordeón y hacía cantar a todo el auditorio. También estaba el malabarista siempre con su chaqueta de lentejuelas, al igual que el mago. Y un reducido grupo de personas que participaban de las obras teatrales con telones pintados y dirección demasiado simple. Pero me emocionaba, porque así conocí a Juan Moreira, Salvatore Giuliano, el gaucho Martín Fierro, Filomena Marturano y otros nombres tan singulares. Y una obra que recuerdo por lo trágica: “Ante Dios, todas son madres”.

Y el número de gran éxito, el punto alto del espectáculo, seguramente era el de los trapecistas. Y, sí, me enamoraba de sus proezas.

Claro que por entonces aquellos circos me parecían enormes, lujosos, emocionantes, llenos de atracciones, un verdadero alimento para la magia de la imaginación.

Un día, 15 de diciembre de 1964, lo recuerdo muy bien, se presentó el circo “Águilas Humanas”, con números de trapecio que eran la base del espectáculo. Yo había concurrido con mi amigo Ricardo, estaba sentado obviamente en aquel “gallinero” de maderas bien duras y otras gentes estaban en diferentes lugares rodeando la pista. Uno de los números se armaba desde una escalera larga, que giraba sobre un eje llevando un acróbata en cada extremo. Pudo ser durante este acto que por un roce en la parte superior de la carpa se produjo el cortocircuito. Lo cierto es que una lámpara explotó y produjo un gran apagón, pero inmediatamente comenzó en el lugar un halo de fuego. Recuerdo aquella locura e inmediatamente a la gente desesperada corriendo buscando la salida. Nosotros nos tiramos y pasamos por debajo de la lona, que increíblemente no estaba atada. Fue la salvación de todos, pero del circo no quedaron nada más que caños, y hierros retorcidos y tiznados. Esa fue una gran anécdota de aquel circo que vio su fin en mi pequeño pueblo de la pampa húmeda.

Las noches del circo en mi pueblo. Noches y matinés irrepetibles que uno atesora donde se guardan las cosas más entrañables. Circos que fueron recorriendo los enormes caminos de la ilusión y por los que alguna vez me desvelé, pensando en lo hermoso que hubiese sido poder formar parte de su magia, o de sus trabajos, o de sus rutinas del corazón. 

La vida hizo que conociera otros circos, imponentes, modernos, verdaderamente mágicos, pero nada pudo jamás compararse con aquellos humildes y puros, que renovaban la esperanza y hacían música en la carpa iluminada con los parlantes del alma.

jueves, 7 de noviembre de 2024

San Nicolás

 Alejandra Furiasse

 

San Nicolás.

Somisa.

Mi niñez.

Papá trabajaba en Somisa, una empresa metalúrgica radicada en la ciudad de San Nicolás, a setenta kilómetros de la ciudad de Rosario.

Fue supervisor del área de planeamiento a partir de mil novecientos sesenta y dos y además de realizar esa tarea diaria con el esfuerzo del viaje en el colectivo Tirsa, que lo pasaba a buscar a seis cuadras de casa por la parada de colectivos de Perú y Avenida Mendoza, justo donde también había un tradicional puesto de diarios, tenía un trayecto de dos horas de ida y dos horas de vuelta más las ocho horas laborales. Muchos años compartidos en un principio con compañeros, que terminaron siendo amigos y extensivamente familias amigas.

Teníamos un Fiat mil quinientos colores crema y con él nos trasladábamos para las reuniones de los fines de semana a las que podíamos ir.

No era tan sencillo.

Mi familia de origen. Mi mamá Mary, mi papá Roberto y mis hermanas Carina y Melina, quienes nacieron después de casi todo el embarazo con reposo, ya que mamá estuvo siete veces embarazada y solo nacimos cuatro. Fabián falleció a los cincuenta y seis días aparentemente por mala praxis. Es un tema que intenté conversarlo con mamá en tres oportunidades y nunca pudimos terminarlo para saber realmente qué había sucedido.

Recuerdo la voz de mi papá diciendo, llegando a San Nicolás: “Ese es el hotel Colonial es muy lujoso y señalaba con la mano mientras el auto seguía su recorrido”.

Y mi mirada, cada vez que pasábamos por ahí, quedaba quizás fantaseando que nuestro Fiat mil quinientos podría algún día entrar por ese portón de rejas negras y alojarnos allí.

El tiempo pasó.

Eneros y febreros.

Septiembres y diciembres.

Vacaciones de veranos y de inviernos. Lecciones y exámenes.

Caminatas.

Y decisiones.

Y hoy estoy dentro de ese gran hotel Colonial, pisando este césped suave que me acaricia los pies, tomando unos matecitos bajo estos pinos enormes mientras escucho el bello sonido de los pájaros.

Unir el pasado con el presente y es ahí donde todo tiene un sentido más profundo.

No sabía que tenía guardado este deseo dentro de mí hasta el instante mismo en que estuve ahí y entonces pude verme niña y pequeña queriendo, deseando ser la mujer que soy, y estar donde estoy .

Instantes mágicos.

El afuera seguía prácticamente igual.

Los colores del atardecer en ese cielo abierto, apacible y pleno.

El canto de todos los pájaros.

Dentro mío sentí un torbellino de emociones, sin entender en forma inmediata se me humedecieron los ojos y cuando sentí una lágrima en mi rostro ahí si pude ver con otros ojos. Mis ojos de niña. Mis ojos de mujer.

Me pregunto: ¿cuántos sueños tendré guardados?

Y sonrío al pensarlo.

Cierro los ojos.

Y me digo: “A continuar camino para seguir descubriéndome”.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Verano del 84

Raquel Arroyo

 

 

Verano del 84. Creo que eran los primeros días de marzo. Faltaba muy poco para que empiecen las clases y con mi hermana decidimos llevar a nuestros hijos a dar un paseo en tren, ya que nunca lo habían hecho. Necesitábamos que el viaje fuera corto, para que no se les hiciera muy cansador. Iríamos a San Nicolás, al balneario municipal. Nos habían dicho que había una pileta, playa y camping donde podríamos comer y pasar el día con los chicos; y a la tarde regresar en el tren.

 Nos levantamos bien temprano y preparamos los bolsos. No llevaríamos muchas cosas. Solo unas toallas y una muda de ropa interior para cada uno de los niños. Una bolsa enorme de facturas y las palitas y baldecitos para que jueguen en la arena de esa playa que nunca conocimos. La comida la íbamos a comprar allá, porque con el intenso calor que hacía no nos podíamos arriesgar a llevar nada que pudiera echarse a perder. La idea era hacer unas hamburguesas en los parrilleros del camping, al que nunca llegamos…

 Y así nos fuimos aquella mañana calurosa y húmeda hacia la Estación Rosario Norte, una hermana, dos sobrinas, dos hijas y dos hijos. Seis niños entre tres y nueve años. Dos madres jóvenes, dispuestas a pasar un fantástico día de camping. Los chicos llevaban sus mallitas de baño y arriba shortcito y musculosa. Algunos calzaban ojotas y otros sandalias de plástico tipo Skippy. Tenían una alegría tan grande como si fueran a ir a Disneyworld. La aventura no era solamente el destino, sino también el viaje. Creo que pensaban que íbamos a subir a algo así como un tren supersónico, de esos que veían en los dibujitos. Cuando por fin llegamos a la estación se encontraron con algo muy distinto de lo que imaginaban, pero ni siquiera se notó una mueca de desilusión en ninguno de los seis. Se acomodaron en sus asientos, cada uno con su bolsito y su sonrisa. Por suerte, el viaje iba a ser corto y no iban a perder el entusiasmo. Aunque el tren era “el lechero” no tardaríamos más de dos horas.

 Sofocamos algunas revueltas para poder solucionar los inconvenientes que surgían de la disputa por la ventanilla, y el viaje transcurría maravilloso. Hasta que...

 Pasó el guarda pidiendo los boletos. Se los entregamos.

¿Van hasta San Nicolás nomás, chicas?

Sí- contestamos a dúo mi hermana y yo.

Por si les interesa les digo que, si alguna vez quieren viajar a Buenos Aires por poca plata, pueden hablar conmigo- nos dijo al tiempo que nos guiñaba un ojo, con una complicidad a la que éramos totalmente ajenas.

No entiendo- le dije.

Claro, ustedes me tiran unos pesos y yo las llevo hasta Retiro sin pasaje. Después pueden volverse también por unos pocos pesos. Todo es cuestión de conversarlo y ponernos de acuerdo.

Nos picó el boleto y se fue... Con mi hermana nos miramos.

¿Nos está hablando de una coima? ¿De viajar sin pasaje?- dijo mi hermana.

Creo que sí- le respondí.

Faltaba poco para llegar a San Nicolás, y me estaba gustando la idea de ir hasta Retiro.

No está tan mal la idea- pensé en voz alta.

¿Qué idea?- dijo mi hermana, mientras se secaba las manos que le transpiraban y era la señal indiscutible de que estaba entrando en pánico.

¿Querés que sigamos hasta Retiro?- le dije.

Es una locura. ¿Y si pasa el inspector? ¿Y si nos bajan del tren con todos los chicos?- decía mi hermana nerviosa, pero con un dejo de convencimiento.

 El tren aminoró la marcha hasta detenerse. “¡San Nicolás!”, se oyó el grito que no sé si venía del andén o del vagón contiguo. Mi hermana amagó levantarse y los chicos la imitaron.

“Esperá –le dije-– pensemos...”.

 Mientras el tren estaba parado nos pusimos de acuerdo, contamos la plata que teníamos para ofrecerle al guarda y entramos definitivamente en el mundo de la corrupción. Ya éramos parte de un cohecho, que quizás haya sido una de las razones de la pérdida que significaba al estado los Ferrocarriles Argentinos, y que luego terminara con su desaparición definitiva e irreversible. Todo por nosotras. Por mi hermana y por mí...

 La campana de la estación anunciaba la partida, el tren seguiría su derrotero y, arriba de él, dos jóvenes madres y seis niños inocentes ya eran parte del déficit de los ferrocarriles y quizás los artífices primigenios de la desaparición del sistema ferroviario. Igualmente, les contamos entusiasmadas a los chicos que íbamos a Buenos Aires. La alegría era inmensa.

 Ya nos habíamos relajado y estábamos disfrutando el viaje. Creo que estaríamos a la altura de San Pedro cuando vemos entrar en el vagón al guarda corrupto.

¿Qué hacen acá? ¿No bajaron en San Nicolás? – nos preguntó espantado.

No, decidimos aceptar su propuesta y seguir hasta Retiro- le dije con la mejor de mis sonrisas.

El guarda se agarró la cabeza y dijo: “¡No! ¡Hoy no! Hoy yo no vuelvo en este tren. Ahora me tienen que dar el dinero para seguir hasta Retiro y después para volver espero que tengan plata para comprar los pasajes. Yo les tiré la propuesta, pero no para hoy, sino para otra oportunidad. Esto se habla, se organiza... ¿Cuánto tienen para darme?"

Estábamos a punto de llorar. Mi hermana contó la plata y le dijo...

Y acá tengo que hacer un alto en el relato porque no puedo decir cuanto dinero era. No tengo la menor idea. Creería que eran australes, pero no sé cuantos. No puedo transpolar el dinero de aquellos tiempos al día de hoy. Continúo... Mi hermana le dio los billetes y el guarda los metió en el bolsillo superior de su chaqueta azul grisácea.

Señor, no tenemos para los pasajes de vuelta- le dijo mi hermana, mientras se secaba el sudor de las manos con una toalla que había sacado del bolso.

Déjenme ver qué puedo hacer- y se fue.

Los chicos cantaban, contaban chistes y se reían, ajenos a todo. Los más chiquitos se hicieron una siesta acostados en los duros asientos de madera.

El guarda no volvía y estábamos entrando en un estado de desesperación. No sacábamos la vista de la puerta del vagón. Hasta que por fin regresó y dijo: “Vamos a hacer una cosa. ¿Pueden juntar X pesos? Si es así yo hablo con el vendedor de Coca-Cola, que sí va a volver en este tren a Rosario y él las va a poner en contacto con el guarda que va a quedar en mi lugar”.

 Mi hermana abrió la billetera, que tenía todo nuestro capital, y le dijo que sí, que podía juntar ese dinero. Yo confié en ella. El guarda le dijo que conserve esa plata para la vuelta; y que él nos pondría en contacto con el vendedor ambulante (“el cocacolero”, como le empezamos a llamar nosotras). Y nos dio las indicaciones: “El tren llega a las 15 horas a Retiro y sale de vuelta para Rosario a las 17. A esa hora ustedes tienen que estar en la estación y ponerse en contacto con el vendedor de Coca Cola, él las contactará con el guarda. Recuerden estar a esa hora y con la plata. Son unas inconscientes", explicó, mientras se iba sacudiendo la cabeza.

Me dieron ganas de decirle: “Y usted es un corrupto”. Pero recordé que estábamos en sus manos y lejos de casa. Y con seis niños…

Seguimos viaje, los chicos estaban cansados. Comieron la bolsa enorme de facturas, pero igual tenían hambre. Estaban transpirados, y sucios por la tierra que entraba por las ventanillas. Los dos primitos de tres años querían dormir, el de seis preguntaba cuando llegábamos, las dos primas de ocho se peleaban y la más grande, de nueve años, creo que sospechaba que eso era una locura. Llegamos a Retiro, y a la mejor manera de Paloma Suárez (aquel entrañable personaje de la tele), miramos para arriba, los ocho, agarrados de las manos, fascinados por el imponente techo de la estación y temerosos por la marea de gente que parecía que nos arrastraba. Lamentamos no haber llevado una soga para mantener a los chicos a salvo. Tuvimos miedo de perder alguno. Fuimos al baño a lavar sus caras y manos para que estuvieran más presentables. Miramos la hora: las 15.20. Buscamos un teléfono público para hablar con nuestra madre y contarles que estábamos en Retiro. Mi mamá no lo podía creer, nos retó. “Son unas inconscientes”, nos dijo. Cortamos enseguida, porque los cospeles eran caros. Nos sentamos en un banco y, mientras mi hermana hacía los cálculos de la plata que teníamos, yo controlaba a los chicos. Ella sacó la cuenta, separó la parte del guarda. Y con lo que sobraba calculamos que podíamos comprar algunas facturas, gaseosas y llevarlos a dar unas vueltas a los juegos del Italpark. Creíamos que estaba cerca. Y allá fuimos.

 El dinero y el tiempo solo alcanzaron para una vuelta a cada uno en un juego. Los chiquitos lloraban. Habrán pensado que si eso era Disneyworld no estaba tan bueno... Corrimos a comprar unas facturas y volvimos a la estación. Faltaba poco para las cinco...

 Llegamos corriendo, con los chicos prácticamente a la rastra. Teníamos que llegar al tren, pero... No contamos con algo. Necesitábamos los pasajes que no teníamos para pasar el molinete. Y ahí estábamos, con nuestros hijos, paradas ante un molinete aterrador, esperando que un vendedor ambulante nos buscara y nos encontrara, sin conocernos en una estación atiborrada de gente, en horario pico, en la ciudad más grande del país... Y el milagro ocurrió, y un joven bajito y morocho, con una chaquetilla blanca y sucia vino a nuestro encuentro. Creo que nos encontró gracias a las referencias del guarda: “dos inconscientes con seis menores” le habrá dicho. Nos hizo saltar el molinete. Los chiquitos pasaban por abajo. Las nenas más grandes y nosotras por arriba.

“¡Corran que ya sale!”, gritaba el cocacolero. Y nosotras, con los más chiquitos en brazos y los otros agarrados de nuestra ropa, lo seguíamos, como buscando al vellocino de oro. Subimos al tren. Los más chiquitos estaban divertidos. Los más grandes dudaban...

 El tren estaba colmado de gente, conseguimos dos asientos, y ahí acomodamos a algunos de los chicos. Otros se sentaron en el suelo, a la par de esas personas con caras fastidiadas, que salían de sus trabajos y a la que todavía le quedaba un largo trecho para llegar a sus casas. A medida que el tren paraba en las estaciones, se iba bajando gente, y el aire se hacía más respirable. Cada tanto se abría la puerta del vagón y aparecía el cocacolero, con una especie de cajón que colgaba con una correa de su cuello. Ese cajón tenía divisiones y en cada una había una botellita de Coca. Cada vez que pasaba nos decía que ya iba a pasar el guarda para hablar con nosotras. Y nos vendía una Coca. Al cocacolero le gustaba mi hermana, le hablaba sólo a ella y a mí me ignoraba. Y le cobraba más barata la botellita. Viendo el poco dinero que nos quedaba asumimos la táctica de que comprara siempre ella.

 Los chicos se durmieron. Eran casi las diez de la noche, cuando apareció el cocacolero, seguido por el guarda. Nos señaló y el hombre alto de la chaqueta azul grisácea me hizo una seña con la cabeza en un inequívoco gesto de que lo tenía que seguir. Mi hermana me pasó el dinero que tenía reservado y lo seguí al hombre alto hasta el fuelle donde se unen los vagones. Me sentía una actriz de “Contacto en Francia” o una espía tramando con un contraespía, vaya a saber qué asunto. El ruido monótono y constante de los durmientes no me permitía escuchar lo que me estaba diciendo.

¿Sabés cuánto me tenés que dar?- gritó irritado.

Sí, señor- le dije mientras le extendía el rollito de billetes húmedos del sudor de las manos de mi hermana.

 Sin contarlo, lo puso en el bolsillo superior de su chaqueta. Me miró con su cara de bulldog y me hizo seña de que regrese. No me animé ni a darle las gracias. Cuando me di vuelta escuché que decía: “Qué inconsciente”. Era la tercera vez en el día que me lo decían... Al llegar a nuestro asiento vi que el vendedor seguía hablando con mi hermana y, conociéndola como la conozco, sé que no habrá escuchado una sola palabra de lo que le dijo. Su mente estaría pensando en mi misión en la pasarela del tren.

 Ya no había más plata. Por suerte los chicos se durmieron, así no tendrían sed ni hambre. Por fin llegamos a Rosario. En la estación nuestro padre estaba esperándonos, como siempre. Llegamos a casa y nuestra madre, como siempre, nos recibió con su comida abundante y amorosa, que los chicos devoraron a la vez que contaban su inolvidable experiencia, hablando los seis al mismo tiempo. Estaban cansados y felices de la aventura que habían vivido con estas dos inconscientes. Y que nunca olvidaron.[1]

 

 

 

 

 



[1] Hoy, cuarenta años después, mientras escribo esto me pregunto si estuvimos mal en lo que hicimos y siento un poco de culpa. Por eso le mando un mensaje a mi hija mayor, a la de nueve años de aquellos tiempos y le pregunto qué recuerda de aquel viaje. Y su respuesta es que estuvo alucinante, que recuerda al vendedor que gustaba de su tía y las milanesas de su abuela cuando llegamos. Estoy más tranquila. No necesito terapia, al menos por este tema.

  

El zaguán

María Cristina Piñol


Desde lo arquitectónico, el zaguán es un espacio situado detrás de la puerta principal de una casa y a través del cual se accede por otra puerta llamada “cancel” al interior de la misma. Es típico de la arquitectura española y heredada de los árabes que habitaron Andalucía. Las paredes solían estar cubiertas de mayólicas o de algún otro revestimiento azulejado que formaba figuras, algunas de jarrones con flores, otras con guardas y los pisos de mosaicos de granito dispuestos en damero. En Rosario tenemos muchas casas que aún lo conservan; pero, claro, el mundo no es el mismo y las costumbres y las sociedades cambiaron.

En otros tiempos, la puerta principal de la casa, la que daba a la calle, era muy alta y de doble hoja, de madera tallada o bien de hierro forjado y vidriada. Por la mañana temprano, cuando los habitantes de la casa salían a trabajar, la puerta principal se abría de par en par dejando libre el acceso al zaguán y recién se la cerraba por la noche. ¿Impensado en la actualidad no? Si bien su principal función era la de “recibidor” de quienes venían de visita, lo cierto es que sus paredes albergaban algunas historias.

Era muy común, por ejemplo, dejar los sifones y botellas de leche vacías y el sodero y el lechero las retiraban y ponían a cambio las llenas. También el diariero dejaba diarios y revistas, o el cartero la correspondencia y sin necesidad de que nadie de la casa saliese a atenderlos; es más, hasta ponían el dinero de la compra debajo de los envases y los proveedores hacían lo propio con el vuelto.

Por las tardes, cuando los vecinos salían a la vereda, si aún había sol, el primer sitio donde se sentaban era en el zaguán hasta que atardeciera.

Fueron los lugares preferidos por nosotros, los niños, para jugar a las escondidas, o para ocultar las “figuritas difíciles” del álbum que no queríamos que nadie supiera que las teníamos; a veces, las nenas guardábamos por un rato las muñecas cuando decidíamos dejarlas para jugar por ejemplo “al patrón de la vereda “o a la “rayuela” y los nenes hacían lo mismo con las pelotas, las bolitas o las pistolas.

Las dueñas y amas de los zaguanes, sin ninguna duda, eran las “señoras” de la cuadra. Ellas cada tanto y a ciertas horas se “plantaban” paraditas en el umbral, a veces con una escoba entre las manos, solo para disimular, con aire un tanto distraído, mirando presuntamente a la nada, pero sin perder detalle de quien salía de una casa, o de quien entraba, en que horario, quienes corrían los visillos de las ventanas, o quienes cerraban las persianas, en concreto, recopilando datos para después comentar con la vecina que hacía exactamente lo mismo que ella pero en otros momentos y sacar entre ambas sus propias conclusiones. Y, sí, eran las almas del barrio, cazadoras de noticias, autoras de libretos orales de grandes novelas, creadoras de romances y detectives de infidelidades. ¡Los programas de “chismes” actuales no les llegan ni a los tobillos a aquellas señoras!

También fueron protagonistas de momentos tristes. Hasta fines de los 60 los velatorios se hacían en las casas, y los zaguanes se vestían de luto, con algunos crespones negros, coronas y el “importante” tarjetero, algo así como una lámpara de pie de bronce o de metal plateado y labrado, que en la parte superior tenía una especie de bandeja donde cada concurrente dejaba una tarjeta con su nombre para que se recuerde que había concurrido. Esas tarjetas eran cuidadosamente guardadas.

Los zaguanes eran también el refugio obligado de algunos romances aún no “oficializados”, cuando la jovencita de la casa tenía “permiso” para que la visite ese chico “que le arrastraba el ala” o que era “su filito”, lo que hoy llamaríamos “el amigo cariñoso” o “el amigo con derecho a roce”. Esos “amigos” solo tenían acceso al zaguán, hasta ahí podían llegar y, seguramente, eran “vigilados” de algún modo desde el interior de la casa. Una vez aceptado el romance por la familia, pasaban a “la sala” que era lo que hoy llamamos living, a la que se accedía por una puerta lateral que estaba en el mismo zaguán. Pero… jamás se los dejaba solos, siempre se sentaba con los novios un hermano o hermana menor o alguna sobrina, como fue mi caso, que fui la mayor de las nietas y siendo todas mis tías solteras aún, los abuelos me mandaban indefectiblemente a charlar a la sala con los noviecitos.

Y así los recuerdo, como protagonistas mudos de secretos guardados, de chismes, de besos robados, de pasos cansados, de risas de niños, de escondites mágicos. Todo rincón, por simple e imperceptible que nos parezca, guarda pequeñas y grandes historias.