Raquel Arroyo
Verano del 84. Creo que eran los primeros días de
marzo. Faltaba muy poco para que empiecen las clases y con mi hermana decidimos
llevar a nuestros hijos a dar un paseo en tren, ya que nunca lo habían hecho.
Necesitábamos que el viaje fuera corto, para que no se les hiciera muy
cansador. Iríamos a San Nicolás, al balneario municipal. Nos habían dicho que
había una pileta, playa y camping donde podríamos comer y pasar el día con los
chicos; y a la tarde regresar en el tren.
Nos
levantamos bien temprano y preparamos los bolsos. No llevaríamos muchas cosas.
Solo unas toallas y una muda de ropa interior para cada uno de los niños. Una
bolsa enorme de facturas y las palitas y baldecitos para que jueguen en la
arena de esa playa que nunca conocimos. La comida la íbamos a comprar allá,
porque con el intenso calor que hacía no nos podíamos arriesgar a llevar nada
que pudiera echarse a perder. La idea era hacer unas hamburguesas en los
parrilleros del camping, al que nunca llegamos…
Y así nos
fuimos aquella mañana calurosa y húmeda hacia la Estación Rosario Norte, una
hermana, dos sobrinas, dos hijas y dos hijos. Seis niños entre tres y nueve
años. Dos madres jóvenes, dispuestas a pasar un fantástico día de camping. Los
chicos llevaban sus mallitas de baño y arriba shortcito y musculosa. Algunos
calzaban ojotas y otros sandalias de plástico tipo Skippy. Tenían una alegría
tan grande como si fueran a ir a Disneyworld. La aventura no era solamente el
destino, sino también el viaje. Creo que pensaban que íbamos a subir a algo así
como un tren supersónico, de esos que veían en los dibujitos. Cuando por fin
llegamos a la estación se encontraron con algo muy distinto de lo que
imaginaban, pero ni siquiera se notó una mueca de desilusión en ninguno de los
seis. Se acomodaron en sus asientos, cada uno con su bolsito y su sonrisa. Por
suerte, el viaje iba a ser corto y no iban a perder el entusiasmo. Aunque el
tren era “el lechero” no tardaríamos más de dos horas.
Sofocamos
algunas revueltas para poder solucionar los inconvenientes que surgían de la
disputa por la ventanilla, y el viaje transcurría maravilloso. Hasta que...
Pasó el
guarda pidiendo los boletos. Se los entregamos.
—¿Van hasta
San Nicolás nomás, chicas?
—Sí-
contestamos a dúo mi hermana y yo.
—Por si les
interesa les digo que, si alguna vez quieren viajar a Buenos Aires por poca
plata, pueden hablar conmigo- nos dijo al tiempo que nos guiñaba un ojo, con
una complicidad a la que éramos totalmente ajenas.
—No
entiendo- le dije.
—Claro,
ustedes me tiran unos pesos y yo las llevo hasta Retiro sin pasaje. Después
pueden volverse también por unos pocos pesos. Todo es cuestión de conversarlo y
ponernos de acuerdo.
Nos picó el boleto y se fue... Con mi hermana nos
miramos.
—¿Nos está
hablando de una coima? ¿De viajar sin pasaje?- dijo mi hermana.
—Creo que
sí- le respondí.
Faltaba poco para llegar a San Nicolás, y me estaba
gustando la idea de ir hasta Retiro.
—No está tan
mal la idea- pensé en voz alta.
—¿Qué idea?-
dijo mi hermana, mientras se secaba las manos que le transpiraban y era la
señal indiscutible de que estaba entrando en pánico.
—¿Querés que
sigamos hasta Retiro?- le dije.
—Es una
locura. ¿Y si pasa el inspector? ¿Y si nos bajan del tren con todos los chicos?-
decía mi hermana nerviosa, pero con un dejo de convencimiento.
El tren
aminoró la marcha hasta detenerse. “¡San Nicolás!”, se oyó el grito que no sé
si venía del andén o del vagón contiguo. Mi hermana amagó levantarse y los
chicos la imitaron.
“Esperá
–le dije-– pensemos...”.
Mientras el
tren estaba parado nos pusimos de acuerdo, contamos la plata que teníamos para
ofrecerle al guarda y entramos definitivamente en el mundo de la corrupción. Ya
éramos parte de un cohecho, que quizás haya sido una de las razones de la
pérdida que significaba al estado los Ferrocarriles Argentinos, y que luego
terminara con su desaparición definitiva e irreversible. Todo por nosotras. Por
mi hermana y por mí...
La campana de
la estación anunciaba la partida, el tren seguiría su derrotero y, arriba de
él, dos jóvenes madres y seis niños inocentes ya eran parte del déficit de los
ferrocarriles y quizás los artífices primigenios de la desaparición del sistema
ferroviario. Igualmente, les contamos entusiasmadas a los chicos que íbamos a
Buenos Aires. La alegría era inmensa.
Ya nos
habíamos relajado y estábamos disfrutando el viaje. Creo que estaríamos a la
altura de San Pedro cuando vemos entrar en el vagón al guarda corrupto.
—¿Qué hacen
acá? ¿No bajaron en San Nicolás? – nos preguntó espantado.
—No,
decidimos aceptar su propuesta y seguir hasta Retiro- le dije con la mejor de
mis sonrisas.
El guarda se agarró la cabeza y dijo: “¡No! ¡Hoy no!
Hoy yo no vuelvo en este tren. Ahora me tienen que dar el dinero para seguir
hasta Retiro y después para volver espero que tengan plata para comprar los
pasajes. Yo les tiré la propuesta, pero no para hoy, sino para otra
oportunidad. Esto se habla, se organiza... ¿Cuánto tienen para darme?"
Estábamos a punto de llorar. Mi hermana contó la
plata y le dijo...
Y acá tengo que hacer un alto en el relato porque no
puedo decir cuanto dinero era. No tengo la menor idea. Creería que eran
australes, pero no sé cuantos. No puedo transpolar el dinero de aquellos
tiempos al día de hoy. Continúo... Mi hermana le dio los billetes y el guarda los
metió en el bolsillo superior de su chaqueta azul grisácea.
—Señor, no
tenemos para los pasajes de vuelta- le dijo mi hermana, mientras se secaba el
sudor de las manos con una toalla que había sacado del bolso.
—Déjenme ver
qué puedo hacer- y se fue.
Los chicos cantaban, contaban chistes y se reían,
ajenos a todo. Los más chiquitos se hicieron una siesta acostados en los duros
asientos de madera.
El guarda no volvía y estábamos entrando en un
estado de desesperación. No sacábamos la vista de la puerta del vagón. Hasta
que por fin regresó y dijo: “Vamos a hacer una cosa. ¿Pueden juntar X pesos? Si
es así yo hablo con el vendedor de Coca-Cola, que sí va a volver en este tren a
Rosario y él las va a poner en contacto con el guarda que va a quedar en mi
lugar”.
Mi hermana
abrió la billetera, que tenía todo nuestro capital, y le dijo que sí, que podía
juntar ese dinero. Yo confié en ella. El guarda le dijo que conserve esa plata
para la vuelta; y que él nos pondría en contacto con el vendedor ambulante (“el
cocacolero”, como le empezamos a llamar nosotras). Y nos dio las indicaciones:
“El tren llega a las 15 horas a Retiro y sale de vuelta para Rosario a las 17.
A esa hora ustedes tienen que estar en la estación y ponerse en contacto con el
vendedor de Coca Cola, él las contactará con el guarda. Recuerden estar a esa
hora y con la plata. Son unas inconscientes", explicó, mientras se iba
sacudiendo la cabeza.
Me dieron ganas de decirle: “Y usted es un
corrupto”. Pero recordé que estábamos en sus manos y lejos de casa. Y con seis
niños…
Seguimos viaje, los chicos estaban cansados.
Comieron la bolsa enorme de facturas, pero igual tenían hambre. Estaban
transpirados, y sucios por la tierra que entraba por las ventanillas. Los dos
primitos de tres años querían dormir, el de seis preguntaba cuando llegábamos,
las dos primas de ocho se peleaban y la más grande, de nueve años, creo que
sospechaba que eso era una locura. Llegamos a Retiro, y a la mejor manera de
Paloma Suárez (aquel entrañable personaje de la tele), miramos para
arriba, los ocho, agarrados de las manos, fascinados por el imponente techo de
la estación y temerosos por la marea de gente que parecía que nos arrastraba.
Lamentamos no haber llevado una soga para mantener a los chicos a salvo.
Tuvimos miedo de perder alguno. Fuimos al baño a lavar sus caras y manos para
que estuvieran más presentables. Miramos la hora: las 15.20. Buscamos un
teléfono público para hablar con nuestra madre y contarles que estábamos en
Retiro. Mi mamá no lo podía creer, nos retó. “Son unas inconscientes”, nos
dijo. Cortamos enseguida, porque los cospeles eran caros. Nos sentamos en un
banco y, mientras mi hermana hacía los cálculos de la plata que teníamos, yo
controlaba a los chicos. Ella sacó la cuenta, separó la parte del guarda. Y con
lo que sobraba calculamos que podíamos comprar algunas facturas, gaseosas y
llevarlos a dar unas vueltas a los juegos del Italpark. Creíamos que estaba
cerca. Y allá fuimos.
El dinero y
el tiempo solo alcanzaron para una vuelta a cada uno en un juego. Los chiquitos
lloraban. Habrán pensado que si eso era Disneyworld no estaba tan bueno...
Corrimos a comprar unas facturas y volvimos a la estación. Faltaba poco para
las cinco...
Llegamos
corriendo, con los chicos prácticamente a la rastra. Teníamos que llegar al
tren, pero... No contamos con algo. Necesitábamos los pasajes que no teníamos
para pasar el molinete. Y ahí estábamos, con nuestros hijos, paradas ante un
molinete aterrador, esperando que un vendedor ambulante nos buscara y nos
encontrara, sin conocernos en una estación atiborrada de gente, en horario
pico, en la ciudad más grande del país... Y el milagro ocurrió, y un joven
bajito y morocho, con una chaquetilla blanca y sucia vino a nuestro encuentro. Creo
que nos encontró gracias a las referencias del guarda: “dos inconscientes con
seis menores” le habrá dicho. Nos hizo saltar el molinete. Los chiquitos
pasaban por abajo. Las nenas más grandes y nosotras por arriba.
“¡Corran que ya sale!”, gritaba el cocacolero. Y
nosotras, con los más chiquitos en brazos y los otros agarrados de nuestra
ropa, lo seguíamos, como buscando al vellocino de oro. Subimos al tren. Los más
chiquitos estaban divertidos. Los más grandes dudaban...
El tren
estaba colmado de gente, conseguimos dos asientos, y ahí acomodamos a algunos
de los chicos. Otros se sentaron en el suelo, a la par de esas personas con
caras fastidiadas, que salían de sus trabajos y a la que todavía le quedaba un
largo trecho para llegar a sus casas. A medida que el tren paraba en las
estaciones, se iba bajando gente, y el aire se hacía más respirable. Cada tanto
se abría la puerta del vagón y aparecía el cocacolero, con una especie de cajón
que colgaba con una correa de su cuello. Ese cajón tenía divisiones y en cada
una había una botellita de Coca. Cada vez que pasaba nos decía que ya iba a
pasar el guarda para hablar con nosotras. Y nos vendía una Coca. Al cocacolero
le gustaba mi hermana, le hablaba sólo a ella y a mí me ignoraba. Y le cobraba
más barata la botellita. Viendo el poco dinero que nos quedaba asumimos la
táctica de que comprara siempre ella.
Los chicos se
durmieron. Eran casi las diez de la noche, cuando apareció el cocacolero,
seguido por el guarda. Nos señaló y el hombre alto de la chaqueta azul grisácea
me hizo una seña con la cabeza en un inequívoco gesto de que lo tenía que
seguir. Mi hermana me pasó el dinero que tenía reservado y lo seguí al hombre
alto hasta el fuelle donde se unen los vagones. Me sentía una actriz de
“Contacto en Francia” o una espía tramando con un contraespía, vaya a saber qué
asunto. El ruido monótono y constante de los durmientes no me permitía escuchar
lo que me estaba diciendo.
—¿Sabés cuánto
me tenés que dar?- gritó irritado.
—Sí, señor-
le dije mientras le extendía el rollito de billetes húmedos del sudor de las
manos de mi hermana.
Sin contarlo,
lo puso en el bolsillo superior de su chaqueta. Me miró con su cara de bulldog
y me hizo seña de que regrese. No me animé ni a darle las gracias. Cuando me di
vuelta escuché que decía: “Qué inconsciente”. Era la tercera vez en el día que
me lo decían... Al llegar a nuestro asiento vi que el vendedor seguía hablando
con mi hermana y, conociéndola como la conozco, sé que no habrá escuchado una
sola palabra de lo que le dijo. Su mente estaría pensando en mi misión en la
pasarela del tren.
Ya no había
más plata. Por suerte los chicos se durmieron, así no tendrían sed ni hambre. Por
fin llegamos a Rosario. En la estación nuestro padre estaba esperándonos, como
siempre. Llegamos a casa y nuestra madre, como siempre, nos recibió con su
comida abundante y amorosa, que los chicos devoraron a la vez que contaban su
inolvidable experiencia, hablando los seis al mismo tiempo. Estaban cansados y
felices de la aventura que habían vivido con estas dos inconscientes. Y que
nunca olvidaron.
Hoy, cuarenta años después,
mientras escribo esto me pregunto si estuvimos mal en lo que hicimos y siento
un poco de culpa. Por eso le mando un mensaje a mi hija mayor, a la de nueve
años de aquellos tiempos y le pregunto qué recuerda de aquel viaje. Y su
respuesta es que estuvo alucinante, que recuerda al vendedor que gustaba de su
tía y las milanesas de su abuela cuando llegamos. Estoy más tranquila. No
necesito terapia, al menos por este tema.