María Cristina Piñol
Desde lo arquitectónico, el zaguán es un espacio situado detrás de la puerta principal de una casa y a través del cual se accede por otra puerta llamada “cancel” al interior de la misma. Es típico de la arquitectura española y heredada de los árabes que habitaron Andalucía. Las paredes solían estar cubiertas de mayólicas o de algún otro revestimiento azulejado que formaba figuras, algunas de jarrones con flores, otras con guardas y los pisos de mosaicos de granito dispuestos en damero. En Rosario tenemos muchas casas que aún lo conservan; pero, claro, el mundo no es el mismo y las costumbres y las sociedades cambiaron.
En otros
tiempos, la puerta principal de la casa, la que daba a la calle, era muy alta y
de doble hoja, de madera tallada o bien de hierro forjado y vidriada. Por la
mañana temprano, cuando los habitantes de la casa salían a trabajar, la puerta
principal se abría de par en par dejando libre el acceso al zaguán y recién se
la cerraba por la noche. ¿Impensado en la actualidad no? Si bien su principal
función era la de “recibidor” de quienes venían de visita, lo cierto es que sus
paredes albergaban algunas historias.
Era muy común,
por ejemplo, dejar los sifones y botellas de leche vacías y el sodero y el
lechero las retiraban y ponían a cambio las llenas. También el diariero dejaba
diarios y revistas, o el cartero la correspondencia y sin necesidad de que
nadie de la casa saliese a atenderlos; es más, hasta ponían el dinero de la
compra debajo de los envases y los proveedores hacían lo propio con el vuelto.
Por las tardes,
cuando los vecinos salían a la vereda, si aún había sol, el primer sitio donde
se sentaban era en el zaguán hasta que atardeciera.
Fueron los
lugares preferidos por nosotros, los niños, para jugar a las escondidas, o para
ocultar las “figuritas difíciles” del álbum que no queríamos que nadie supiera
que las teníamos; a veces, las nenas guardábamos por un rato las muñecas cuando
decidíamos dejarlas para jugar por ejemplo “al patrón de la vereda “o a la
“rayuela” y los nenes hacían lo mismo con las pelotas, las bolitas o las
pistolas.
Las dueñas y
amas de los zaguanes, sin ninguna duda, eran las “señoras” de la cuadra. Ellas
cada tanto y a ciertas horas se “plantaban” paraditas en el umbral, a veces con
una escoba entre las manos, solo para disimular, con aire un tanto distraído,
mirando presuntamente a la nada, pero sin perder detalle de quien salía de una
casa, o de quien entraba, en que horario, quienes corrían los visillos de las
ventanas, o quienes cerraban las persianas, en concreto, recopilando datos para
después comentar con la vecina que hacía exactamente lo mismo que ella pero en
otros momentos y sacar entre ambas sus propias conclusiones. Y, sí, eran las
almas del barrio, cazadoras de noticias, autoras de libretos orales de grandes
novelas, creadoras de romances y detectives de infidelidades. ¡Los programas de
“chismes” actuales no les llegan ni a los tobillos a aquellas señoras!
También fueron
protagonistas de momentos tristes. Hasta fines de los 60 los velatorios se
hacían en las casas, y los zaguanes se vestían de luto, con algunos crespones
negros, coronas y el “importante” tarjetero, algo así como una lámpara de pie
de bronce o de metal plateado y labrado, que en la parte superior tenía una
especie de bandeja donde cada concurrente dejaba una tarjeta con su nombre para
que se recuerde que había concurrido. Esas tarjetas eran cuidadosamente
guardadas.
Los zaguanes eran también el refugio obligado de algunos romances aún no “oficializados”, cuando la jovencita de la casa tenía “permiso” para que la visite ese chico “que le arrastraba el ala” o que era “su filito”, lo que hoy llamaríamos “el amigo cariñoso” o “el amigo con derecho a roce”. Esos “amigos” solo tenían acceso al zaguán, hasta ahí podían llegar y, seguramente, eran “vigilados” de algún modo desde el interior de la casa. Una vez aceptado el romance por la familia, pasaban a “la sala” que era lo que hoy llamamos living, a la que se accedía por una puerta lateral que estaba en el mismo zaguán. Pero… jamás se los dejaba solos, siempre se sentaba con los novios un hermano o hermana menor o alguna sobrina, como fue mi caso, que fui la mayor de las nietas y siendo todas mis tías solteras aún, los abuelos me mandaban indefectiblemente a charlar a la sala con los noviecitos.
Y así los recuerdo, como protagonistas mudos de secretos guardados, de chismes, de besos robados, de pasos cansados, de risas de niños, de escondites mágicos. Todo rincón, por simple e imperceptible que nos parezca, guarda pequeñas y grandes historias.
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