lunes, 4 de noviembre de 2024

Verano del 84

Raquel Arroyo

 

 

Verano del 84. Creo que eran los primeros días de marzo. Faltaba muy poco para que empiecen las clases y con mi hermana decidimos llevar a nuestros hijos a dar un paseo en tren, ya que nunca lo habían hecho. Necesitábamos que el viaje fuera corto, para que no se les hiciera muy cansador. Iríamos a San Nicolás, al balneario municipal. Nos habían dicho que había una pileta, playa y camping donde podríamos comer y pasar el día con los chicos; y a la tarde regresar en el tren.

 Nos levantamos bien temprano y preparamos los bolsos. No llevaríamos muchas cosas. Solo unas toallas y una muda de ropa interior para cada uno de los niños. Una bolsa enorme de facturas y las palitas y baldecitos para que jueguen en la arena de esa playa que nunca conocimos. La comida la íbamos a comprar allá, porque con el intenso calor que hacía no nos podíamos arriesgar a llevar nada que pudiera echarse a perder. La idea era hacer unas hamburguesas en los parrilleros del camping, al que nunca llegamos…

 Y así nos fuimos aquella mañana calurosa y húmeda hacia la Estación Rosario Norte, una hermana, dos sobrinas, dos hijas y dos hijos. Seis niños entre tres y nueve años. Dos madres jóvenes, dispuestas a pasar un fantástico día de camping. Los chicos llevaban sus mallitas de baño y arriba shortcito y musculosa. Algunos calzaban ojotas y otros sandalias de plástico tipo Skippy. Tenían una alegría tan grande como si fueran a ir a Disneyworld. La aventura no era solamente el destino, sino también el viaje. Creo que pensaban que íbamos a subir a algo así como un tren supersónico, de esos que veían en los dibujitos. Cuando por fin llegamos a la estación se encontraron con algo muy distinto de lo que imaginaban, pero ni siquiera se notó una mueca de desilusión en ninguno de los seis. Se acomodaron en sus asientos, cada uno con su bolsito y su sonrisa. Por suerte, el viaje iba a ser corto y no iban a perder el entusiasmo. Aunque el tren era “el lechero” no tardaríamos más de dos horas.

 Sofocamos algunas revueltas para poder solucionar los inconvenientes que surgían de la disputa por la ventanilla, y el viaje transcurría maravilloso. Hasta que...

 Pasó el guarda pidiendo los boletos. Se los entregamos.

¿Van hasta San Nicolás nomás, chicas?

Sí- contestamos a dúo mi hermana y yo.

Por si les interesa les digo que, si alguna vez quieren viajar a Buenos Aires por poca plata, pueden hablar conmigo- nos dijo al tiempo que nos guiñaba un ojo, con una complicidad a la que éramos totalmente ajenas.

No entiendo- le dije.

Claro, ustedes me tiran unos pesos y yo las llevo hasta Retiro sin pasaje. Después pueden volverse también por unos pocos pesos. Todo es cuestión de conversarlo y ponernos de acuerdo.

Nos picó el boleto y se fue... Con mi hermana nos miramos.

¿Nos está hablando de una coima? ¿De viajar sin pasaje?- dijo mi hermana.

Creo que sí- le respondí.

Faltaba poco para llegar a San Nicolás, y me estaba gustando la idea de ir hasta Retiro.

No está tan mal la idea- pensé en voz alta.

¿Qué idea?- dijo mi hermana, mientras se secaba las manos que le transpiraban y era la señal indiscutible de que estaba entrando en pánico.

¿Querés que sigamos hasta Retiro?- le dije.

Es una locura. ¿Y si pasa el inspector? ¿Y si nos bajan del tren con todos los chicos?- decía mi hermana nerviosa, pero con un dejo de convencimiento.

 El tren aminoró la marcha hasta detenerse. “¡San Nicolás!”, se oyó el grito que no sé si venía del andén o del vagón contiguo. Mi hermana amagó levantarse y los chicos la imitaron.

“Esperá –le dije-– pensemos...”.

 Mientras el tren estaba parado nos pusimos de acuerdo, contamos la plata que teníamos para ofrecerle al guarda y entramos definitivamente en el mundo de la corrupción. Ya éramos parte de un cohecho, que quizás haya sido una de las razones de la pérdida que significaba al estado los Ferrocarriles Argentinos, y que luego terminara con su desaparición definitiva e irreversible. Todo por nosotras. Por mi hermana y por mí...

 La campana de la estación anunciaba la partida, el tren seguiría su derrotero y, arriba de él, dos jóvenes madres y seis niños inocentes ya eran parte del déficit de los ferrocarriles y quizás los artífices primigenios de la desaparición del sistema ferroviario. Igualmente, les contamos entusiasmadas a los chicos que íbamos a Buenos Aires. La alegría era inmensa.

 Ya nos habíamos relajado y estábamos disfrutando el viaje. Creo que estaríamos a la altura de San Pedro cuando vemos entrar en el vagón al guarda corrupto.

¿Qué hacen acá? ¿No bajaron en San Nicolás? – nos preguntó espantado.

No, decidimos aceptar su propuesta y seguir hasta Retiro- le dije con la mejor de mis sonrisas.

El guarda se agarró la cabeza y dijo: “¡No! ¡Hoy no! Hoy yo no vuelvo en este tren. Ahora me tienen que dar el dinero para seguir hasta Retiro y después para volver espero que tengan plata para comprar los pasajes. Yo les tiré la propuesta, pero no para hoy, sino para otra oportunidad. Esto se habla, se organiza... ¿Cuánto tienen para darme?"

Estábamos a punto de llorar. Mi hermana contó la plata y le dijo...

Y acá tengo que hacer un alto en el relato porque no puedo decir cuanto dinero era. No tengo la menor idea. Creería que eran australes, pero no sé cuantos. No puedo transpolar el dinero de aquellos tiempos al día de hoy. Continúo... Mi hermana le dio los billetes y el guarda los metió en el bolsillo superior de su chaqueta azul grisácea.

Señor, no tenemos para los pasajes de vuelta- le dijo mi hermana, mientras se secaba el sudor de las manos con una toalla que había sacado del bolso.

Déjenme ver qué puedo hacer- y se fue.

Los chicos cantaban, contaban chistes y se reían, ajenos a todo. Los más chiquitos se hicieron una siesta acostados en los duros asientos de madera.

El guarda no volvía y estábamos entrando en un estado de desesperación. No sacábamos la vista de la puerta del vagón. Hasta que por fin regresó y dijo: “Vamos a hacer una cosa. ¿Pueden juntar X pesos? Si es así yo hablo con el vendedor de Coca-Cola, que sí va a volver en este tren a Rosario y él las va a poner en contacto con el guarda que va a quedar en mi lugar”.

 Mi hermana abrió la billetera, que tenía todo nuestro capital, y le dijo que sí, que podía juntar ese dinero. Yo confié en ella. El guarda le dijo que conserve esa plata para la vuelta; y que él nos pondría en contacto con el vendedor ambulante (“el cocacolero”, como le empezamos a llamar nosotras). Y nos dio las indicaciones: “El tren llega a las 15 horas a Retiro y sale de vuelta para Rosario a las 17. A esa hora ustedes tienen que estar en la estación y ponerse en contacto con el vendedor de Coca Cola, él las contactará con el guarda. Recuerden estar a esa hora y con la plata. Son unas inconscientes", explicó, mientras se iba sacudiendo la cabeza.

Me dieron ganas de decirle: “Y usted es un corrupto”. Pero recordé que estábamos en sus manos y lejos de casa. Y con seis niños…

Seguimos viaje, los chicos estaban cansados. Comieron la bolsa enorme de facturas, pero igual tenían hambre. Estaban transpirados, y sucios por la tierra que entraba por las ventanillas. Los dos primitos de tres años querían dormir, el de seis preguntaba cuando llegábamos, las dos primas de ocho se peleaban y la más grande, de nueve años, creo que sospechaba que eso era una locura. Llegamos a Retiro, y a la mejor manera de Paloma Suárez (aquel entrañable personaje de la tele), miramos para arriba, los ocho, agarrados de las manos, fascinados por el imponente techo de la estación y temerosos por la marea de gente que parecía que nos arrastraba. Lamentamos no haber llevado una soga para mantener a los chicos a salvo. Tuvimos miedo de perder alguno. Fuimos al baño a lavar sus caras y manos para que estuvieran más presentables. Miramos la hora: las 15.20. Buscamos un teléfono público para hablar con nuestra madre y contarles que estábamos en Retiro. Mi mamá no lo podía creer, nos retó. “Son unas inconscientes”, nos dijo. Cortamos enseguida, porque los cospeles eran caros. Nos sentamos en un banco y, mientras mi hermana hacía los cálculos de la plata que teníamos, yo controlaba a los chicos. Ella sacó la cuenta, separó la parte del guarda. Y con lo que sobraba calculamos que podíamos comprar algunas facturas, gaseosas y llevarlos a dar unas vueltas a los juegos del Italpark. Creíamos que estaba cerca. Y allá fuimos.

 El dinero y el tiempo solo alcanzaron para una vuelta a cada uno en un juego. Los chiquitos lloraban. Habrán pensado que si eso era Disneyworld no estaba tan bueno... Corrimos a comprar unas facturas y volvimos a la estación. Faltaba poco para las cinco...

 Llegamos corriendo, con los chicos prácticamente a la rastra. Teníamos que llegar al tren, pero... No contamos con algo. Necesitábamos los pasajes que no teníamos para pasar el molinete. Y ahí estábamos, con nuestros hijos, paradas ante un molinete aterrador, esperando que un vendedor ambulante nos buscara y nos encontrara, sin conocernos en una estación atiborrada de gente, en horario pico, en la ciudad más grande del país... Y el milagro ocurrió, y un joven bajito y morocho, con una chaquetilla blanca y sucia vino a nuestro encuentro. Creo que nos encontró gracias a las referencias del guarda: “dos inconscientes con seis menores” le habrá dicho. Nos hizo saltar el molinete. Los chiquitos pasaban por abajo. Las nenas más grandes y nosotras por arriba.

“¡Corran que ya sale!”, gritaba el cocacolero. Y nosotras, con los más chiquitos en brazos y los otros agarrados de nuestra ropa, lo seguíamos, como buscando al vellocino de oro. Subimos al tren. Los más chiquitos estaban divertidos. Los más grandes dudaban...

 El tren estaba colmado de gente, conseguimos dos asientos, y ahí acomodamos a algunos de los chicos. Otros se sentaron en el suelo, a la par de esas personas con caras fastidiadas, que salían de sus trabajos y a la que todavía le quedaba un largo trecho para llegar a sus casas. A medida que el tren paraba en las estaciones, se iba bajando gente, y el aire se hacía más respirable. Cada tanto se abría la puerta del vagón y aparecía el cocacolero, con una especie de cajón que colgaba con una correa de su cuello. Ese cajón tenía divisiones y en cada una había una botellita de Coca. Cada vez que pasaba nos decía que ya iba a pasar el guarda para hablar con nosotras. Y nos vendía una Coca. Al cocacolero le gustaba mi hermana, le hablaba sólo a ella y a mí me ignoraba. Y le cobraba más barata la botellita. Viendo el poco dinero que nos quedaba asumimos la táctica de que comprara siempre ella.

 Los chicos se durmieron. Eran casi las diez de la noche, cuando apareció el cocacolero, seguido por el guarda. Nos señaló y el hombre alto de la chaqueta azul grisácea me hizo una seña con la cabeza en un inequívoco gesto de que lo tenía que seguir. Mi hermana me pasó el dinero que tenía reservado y lo seguí al hombre alto hasta el fuelle donde se unen los vagones. Me sentía una actriz de “Contacto en Francia” o una espía tramando con un contraespía, vaya a saber qué asunto. El ruido monótono y constante de los durmientes no me permitía escuchar lo que me estaba diciendo.

¿Sabés cuánto me tenés que dar?- gritó irritado.

Sí, señor- le dije mientras le extendía el rollito de billetes húmedos del sudor de las manos de mi hermana.

 Sin contarlo, lo puso en el bolsillo superior de su chaqueta. Me miró con su cara de bulldog y me hizo seña de que regrese. No me animé ni a darle las gracias. Cuando me di vuelta escuché que decía: “Qué inconsciente”. Era la tercera vez en el día que me lo decían... Al llegar a nuestro asiento vi que el vendedor seguía hablando con mi hermana y, conociéndola como la conozco, sé que no habrá escuchado una sola palabra de lo que le dijo. Su mente estaría pensando en mi misión en la pasarela del tren.

 Ya no había más plata. Por suerte los chicos se durmieron, así no tendrían sed ni hambre. Por fin llegamos a Rosario. En la estación nuestro padre estaba esperándonos, como siempre. Llegamos a casa y nuestra madre, como siempre, nos recibió con su comida abundante y amorosa, que los chicos devoraron a la vez que contaban su inolvidable experiencia, hablando los seis al mismo tiempo. Estaban cansados y felices de la aventura que habían vivido con estas dos inconscientes. Y que nunca olvidaron.[1]

 

 

 

 

 



[1] Hoy, cuarenta años después, mientras escribo esto me pregunto si estuvimos mal en lo que hicimos y siento un poco de culpa. Por eso le mando un mensaje a mi hija mayor, a la de nueve años de aquellos tiempos y le pregunto qué recuerda de aquel viaje. Y su respuesta es que estuvo alucinante, que recuerda al vendedor que gustaba de su tía y las milanesas de su abuela cuando llegamos. Estoy más tranquila. No necesito terapia, al menos por este tema.

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario