Oscar Bedetti
Cuando llegaba el circo al pueblo, a mí me envolvía la emoción. Y
entonces iba a observar el armado de la gran carpa, que en aquellos años se
ubicaba en la periferia del pueblo, y a veces en los terrenos frente al Club
Chañarense. Horas restadas al juego viendo, queriendo vagamente ser parte de
eso tan mágico allí, al alcance de la mano. Entonces, pasaba por las calles el
coche del circo anunciando la función, y a veces, desfilaban para llamar la
atención con osos, leones, tigres dentro de sus jaulas, y caballos adornados
con acróbatas logrando equilibrio de pie, sobre las monturas, y la voz del
locutor marcando mucho las sílabas: “Y esta noche verán el drama en tres actos
de...”. Y estaba todo dicho.
El circo llegaba, y había que ir por lo menos a una matiné o una gran
función noche. Y poseía una carpa de lona más que vieja, emparchada y usada
hasta el infinito, casi siempre rota en numerosos lugares. Pero, aunque todo
estaba bien clavado con grampas al piso, no impedía que algunos muchachos
penetrasen y se escondiesen en el “gallinero”, de gradas de madera, y la
ubicación más barata, aunque alejada de la única pista.
Y también recibir en la escuela a aquellos hijos del circo que
compartían con uno esos pocos días de saberes y que siempre se entendía que
nada aprendían.
Y por supuesto que el magro espectáculo era coronado por una obra
teatral en tres actos en el escenario a un costado visible de la pista, al que
todos debíamos en el momento darnos vuelta para observar.
Los circos, aquellos circos, eran humildes, generalmente de propiedad de
una única familia y que venía de generación en generación. Sus componentes se
multiplicaban para aparecer en distintos roles, y así se los veía en las
pequeñas estampas con sus imágenes que se vendían casi siempre en los
intervalos de la función.
Se observaban algunas acrobacias de los animales, cansados y dolidos por
el maltrato (que seguramente tenían a todo lo largo); y todo lo manipulaba el
payaso principal, alma máter de todo lo que el circo ofrecía; su compañero que
seguramente debía enternecernos; y un limitado cuerpo de baile con trajes
gastados.
Por allí, alguno sacaba un acordeón y hacía cantar a todo el auditorio.
También estaba el malabarista siempre con su chaqueta de lentejuelas, al igual
que el mago. Y un reducido grupo de personas que participaban de las obras
teatrales con telones pintados y dirección demasiado simple. Pero me
emocionaba, porque así conocí a Juan Moreira, Salvatore Giuliano, el gaucho
Martín Fierro, Filomena Marturano y otros nombres tan singulares. Y una obra
que recuerdo por lo trágica: “Ante Dios, todas son madres”.
Y el número de gran éxito, el punto alto del espectáculo, seguramente
era el de los trapecistas. Y, sí, me enamoraba de sus proezas.
Claro que por entonces aquellos circos me parecían enormes, lujosos,
emocionantes, llenos de atracciones, un verdadero alimento para la magia de la
imaginación.
Un día, 15 de diciembre de 1964, lo recuerdo muy bien, se presentó el
circo “Águilas Humanas”, con números de trapecio que eran la base del
espectáculo. Yo había concurrido con mi amigo Ricardo, estaba sentado
obviamente en aquel “gallinero” de maderas bien duras y otras gentes estaban en
diferentes lugares rodeando la pista. Uno de los números se armaba desde una
escalera larga, que giraba sobre un eje llevando un acróbata en cada extremo.
Pudo ser durante este acto que por un roce en la parte superior de la carpa se
produjo el cortocircuito. Lo cierto es que una lámpara explotó y produjo un
gran apagón, pero inmediatamente comenzó en el lugar un halo de fuego. Recuerdo
aquella locura e inmediatamente a la gente desesperada corriendo buscando la
salida. Nosotros nos tiramos y pasamos por debajo de la lona, que increíblemente
no estaba atada. Fue la salvación de todos, pero del circo no quedaron nada más
que caños, y hierros retorcidos y tiznados. Esa fue una gran anécdota de aquel
circo que vio su fin en mi pequeño pueblo de la pampa húmeda.
Las noches del circo en mi pueblo. Noches y matinés irrepetibles que uno atesora donde se guardan las cosas más entrañables. Circos que fueron recorriendo los enormes caminos de la ilusión y por los que alguna vez me desvelé, pensando en lo hermoso que hubiese sido poder formar parte de su magia, o de sus trabajos, o de sus rutinas del corazón.
La vida hizo que conociera otros circos, imponentes, modernos, verdaderamente mágicos, pero nada pudo jamás compararse con aquellos humildes y puros, que renovaban la esperanza y hacían música en la carpa iluminada con los parlantes del alma.
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