María Cristina
Piñol
Atrevidas,
desafiantes y cuestionadoras. Rompimos estereotipos e irrumpimos descaradamente
en mundos que hasta entonces eran reservados para hombres. Desde la moda hasta
las profesiones fueron ganadas por mérito propio por esta generación.
Cerca de 1965, una
diseñadora de moda inglesa inició una revolución y llegaron las minifaldas. No
queríamos vernos como nuestras mamás, necesitábamos diferenciarnos y la “mini”
marcó un camino de ida. También las chicas adoptamos los “vaqueros” o jeans
como prenda diaria, esos mismos que usaban los muchachos, con cierre “adelante”
no con “cierre en la cadera” como los clásicos pantalones femeninos. Calzarnos
un Levi’s, Wrangler o un Far West era la gloria. Llegamos al mini-short,
cortito y con botas de tacos y plataformas, y en un abrir y cerrar de ojos los
bikinis se adueñaron de las playas.
De repente apareció Twiggy rompiendo el modelo
de las “chicas Divito”, basta de cinturas de avispa, caderas redondeadas y
melenas largas, derrumbando los íconos de la mujer perfecta como Sofía Loren o
Marilyn Monroe. Los vestidos ajustados dieron paso a ropas sueltas, los
cinturones que ceñían la cintura pasaron a usarse en la cadera, el “tiro bajo”,
el cabello corto, o largo, o liso o enrulado, y definitivamente instalada la
minifalda. Un repentino aire de libertad cabalgaba sobre esas prendas.
La moda
reflejaba un cambio mucho más profundo que la simple estética. Y ahí estábamos
esas nuevas jóvenes mujeres, arando caminos, arrastrando tradiciones y espiando
horizontes, descubriendo igualdades y desigualdades, ocupando nuevos lugares,
allí, en algo tan pequeño y grande a la vez como una escuela secundaria que
funcionaba aún, dentro de la Facultad de Ciencias Económicas.
Las chicas de
los 60 y 70, ya no aceptábamos fácilmente un “no”, y menos un “no, porque no”
de nadie, ni de padres, ni de profesores ni de “novios”. Las actitudes
“desafiantes” como las llamaban, tenían consecuencias: en el cole
acumulábamos amonestaciones, en nuestras casas algunas penitencias y
prohibiciones de salidas. Fumábamos a escondidas, pero besábamos en público,
bailábamos “suelto” un rock o un twist pero muy pegaditos un lento, aullábamos
con los Rolling Stones y soñábamos romances con Salvatore Adamo. Leíamos a
Marx, a García Márquez o a Simone de Beauvoir, pero no nos avergonzaba devorar
las melosas novelas de Corin Tellado. Irrumpimos en “la noche” y en las
confiterías bailables, algunas tan oscuras que debías prender el encendedor
para no errarle al “trago” y también rompimos el “tabú” que decía que a esos
lugares iban “solo mujeres de mala vida”. No todo era blanco o negro, nos
movíamos entre los tonos de grises, porque en ellos podían convivir la pasión y
la convicción junto con la tolerancia y el respeto, y lo hacíamos muy bien.
Y el camino siguió en las facultades, que ya en los 70 todas tenían casi la misma matrícula de varones y mujeres. Un mundo maravilloso en un momento demasiado tumultuoso. Centros de estudiantes, peñas, noches sin dormir, miedo a rendir, dudas de vocación, café en los bares de la facu, apuntes manchados de mate, amigos de otras provincias que aportaban sus tonadas y costumbres, guitarreadas, ensayos en casa de un amigo que tenía “una banda” de rock, encuentros y desencuentros amorosos, todo nos unía a chicas y chicos exactamente por igual. En no más de 20 años, sin mayores estridencias, pero con contundencias, el mundo femenino ya era otro. Varias fueron profesionales, otras comerciantes con negocios propios, también deportistas y artistas, y algunas, ya no la mayoría, eligieron el hogar y la familia como estilo de vida.
Ya a fines de los 70 y en los 80 muchas de aquellas chicas y chicos fuimos madres y padres, y con el cambio de siglo agregamos el nuevo “título”, abuelos, y esta es “otra historia”. La vida es así, eterno movimiento. Los 60 y 70 marcaron un límite, un antes y un después sobre todo para la mujer, y aún hay bastante camino por recorrer.
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