Mónica Mancini
Lo conocí en la
escuela especial, en mil novecientos ochenta y tres siendo muy niño. Lo traía
su madre, tomado de la mano; se lo observaba feliz cuando caminaba con ella por
las calles pobladas de sonidos urbanos de la ciudad. Hablaba alegremente y se
notaba encantado solo por estar asido a su mano. A medida que se iba acercando
al lugar donde debían separarse su gesto mutaba, los ojos adquirían un brillo
espejado y se forzaban por no arrojar las lágrimas que se acumulaban inquietas
por escapar. No se quejaba, se quedaba tieso, inerte y la observaba hasta que
se confundía en la multitud.
Percibiendo el
sentimiento de desamparo que lo envolvía cada vez que su madre se alejaba, yo
pasaba mi mano por su hombro, lo pegaba a mi costado, le hablaba procurando “hacer
dulce y alegre mi acento”(1) e intentaba por todos los medios
construir un vínculo que le permita conectarse con el ambiente escolar.
Pasado unos
meses comenzó a expresarse, solo palabras-frase, enunciadas con esfuerzo, no
porque le costaba hablar, sino por la gran inhibición que tenía para mirar a
los ojos y decir un deseo. Con el tiempo aprendí a leer su mirada. negra,
negrísima. ¿qué mensaje ancestral expresaba? ¿cuántas historias de amor y odio
se acumulaban en ella?¿cuántas injusticias vieron a lo largo de todas las
generaciones que lo precedieron? ¿eran solo sus ojos, o también los de los”
tobas” que fueron alienados a lo largo de la historia?
Jorge vivía en
el barrio de los tobas, mal llamados así por los guaraníes que los despreciaban
y los denominaban de esa manera por su hábito de despejar la frente: “Tová”
significa “frente” en el idioma de ellos y, desde el siglo XVI, cuando ambos
pueblos luchaban por el territorio comenzaron a nombrarlos de esa forma, que
también adoptaron los españoles cuando se apropiaron de sus tierras.
Jorge en
realidad pertenecía a la etnia “qom” , que simplemente quiere decir “hombre”.
Él guardaba en su mirada toda la historia de su pueblo, solo había que saber
leerla.
Llegado el mes
de septiembre organizamos un campamento a Tanti, provincia de Córdoba. Todos
los chicos estaban felices por la experiencia. Él también, aunque nunca lo decía,
escuchaba con atención los proyectos y contribuía trabajando para los
preparativos. Fuimos en tren, él se sentó a mi lado y durante todo el trayecto
no abandonó su postura erguida, concentrada. Solo reaccionaba si alguien lo molestaba,
no devolviendo la agresión, sino rechazándola con entereza. Entre sus manos
sostenía una valijita de cartón donde llevaba sus cosas, la asía con dignidad,
como custodiando un tesoro ¿guardaba en ella la tibieza de las manos de su
madre acomodando su ropa? Mostraba mucha disciplina en todos sus actos,
mirándome cada vez que alguien hacía una propuesta para decidir si la obedecía
o no.
Llegamos a la
casa que nos habían prestado para pasar unos días. Éramos muchos y la vivienda
pequeña; no obstante, eso, nos organizamos como para que la mayor parte del
tiempo estuviésemos en los alrededores, para disfrutar del paisaje, ir a
bañarnos a los arroyitos, gozar de unos días diferentes, que pocas veces
nuestros niños tenían oportunidad de compartir con amigos.
Al arribar la
primera noche era necesario desarrollar los hábitos de higiene , después de
tantas horas de viaje y de pasear por los caminos de piedras. Habilitamos el
baño y de a uno fueron pasando rápido para no agotar el agua del tanque. Cuando
llegó su turno se negó terminantemente a meterse en la ducha, reaccionó casi
con violencia cuando lo increpamos por su falta de aseo. Fue entonces cuando
comprendí que el otro, no siempre es “el otro”, que el parámetro no somos
“nosotros” y cuando me empecé a preguntar quienes somos “nosotros” y quienes
son “los otros”. ¿Por qué pensamos que lo que hacemos de una forma igual es lo
que “debe ser” para todos?
Jorge nos miró,
por primera vez, con desprecio. Tomó un balde, lo llenó de agua fría y salió a
la noche, mirando con devoción la luna llena que iluminaba el jardín, sacó un
pequeño trapito de su valija , lo humedeció en el agua y, cual si estuviera
cumpliendo con un rito ancestral , comenzó a limpiar su cuerpo, lentamente,
detalladamente… en soledad.
La imagen de
Jorge resplandecía bajo la luna. Desde la ventana me quedé extasiada observando
como este niño, desplazándose como un artista se movía suavemente conservando
lo transmitido por su madre, representando un pasado que no podía ser borrado.
Comprendí que no existe la subordinación, que nadie por más armado y fuerte que
sea, puede evitar el vínculo cerrado de amor que se hereda después de muchas
generaciones.
Desde entonces
ya no llamo “toba” al pueblo de Jorge e intento enseñar que se le diga, con el
mayor respeto, “qom”, hombre , humano digno y adorador de la naturaleza.
P.D Pasados
muchos años, más de quince, hice una visita con mis alumnos de la Escuela Especial
a la escuela Laboral del barrio de Acindar, con la intención de incorporar a los
mayores que ya egresaban al aprendizaje de algún oficio.
Los profes,
amablemente, nos guiaban por los distintos talleres explicando los objetivos y
tareas específicas. Todo el tiempo yo sentía una mirada permanente hacia mi
persona, el portador era un muchacho alto, de unos veinte años, morocho y sigiloso.
A distancia no dejaba de observarme. Tenía la vaga sensación de conocer esa
mirada, no demoré mucho en reconocer a Jorge, lo que confirmé averiguando su
nombre. Él me había reconocido inmediatamente y esperaba que yo lo hiciera.
Tremendo fue el abrazo en que nos fundimos sellado por el afecto que habíamos
cosechado mutuamente en su paso por la Escuela.
Al recordarlo
siempre vuelvo a sentir la misma emoción y respeto por esa persona, que supo
ayudarme en mi formación docente.
(1) Tomado de “La higuera”,
poema de Juana de Ibarbourou.
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