jueves, 22 de mayo de 2025

Jorge y la luna

 

Mónica Mancini

 

Lo conocí en la escuela especial, en mil novecientos ochenta y tres siendo muy niño. Lo traía su madre, tomado de la mano; se lo observaba feliz cuando caminaba con ella por las calles pobladas de sonidos urbanos de la ciudad. Hablaba alegremente y se notaba encantado solo por estar asido a su mano. A medida que se iba acercando al lugar donde debían separarse su gesto mutaba, los ojos adquirían un brillo espejado y se forzaban por no arrojar las lágrimas que se acumulaban inquietas por escapar. No se quejaba, se quedaba tieso, inerte y la observaba hasta que se confundía en la multitud.

Percibiendo el sentimiento de desamparo que lo envolvía cada vez que su madre se alejaba, yo pasaba mi mano por su hombro, lo pegaba a mi costado, le hablaba procurando “hacer dulce y alegre mi acento”(1) e intentaba por todos los medios construir un vínculo que le permita conectarse con el ambiente escolar.

Pasado unos meses comenzó a expresarse, solo palabras-frase, enunciadas con esfuerzo, no porque le costaba hablar, sino por la gran inhibición que tenía para mirar a los ojos y decir un deseo. Con el tiempo aprendí a leer su mirada. negra, negrísima. ¿qué mensaje ancestral expresaba? ¿cuántas historias de amor y odio se acumulaban en ella?¿cuántas injusticias vieron a lo largo de todas las generaciones que lo precedieron? ¿eran solo sus ojos, o también los de los” tobas” que fueron alienados a lo largo de la historia?

Jorge vivía en el barrio de los tobas, mal llamados así por los guaraníes que los despreciaban y los denominaban de esa manera por su hábito de despejar la frente: “Tová” significa “frente” en el idioma de ellos y, desde el siglo XVI, cuando ambos pueblos luchaban por el territorio comenzaron a nombrarlos de esa forma, que también adoptaron los españoles cuando se apropiaron de sus tierras.

Jorge en realidad pertenecía a la etnia “qom” , que simplemente quiere decir “hombre”. Él guardaba en su mirada toda la historia de su pueblo, solo había que saber leerla.

Llegado el mes de septiembre organizamos un campamento a Tanti, provincia de Córdoba. Todos los chicos estaban felices por la experiencia. Él también, aunque nunca lo decía, escuchaba con atención los proyectos y contribuía trabajando para los preparativos. Fuimos en tren, él se sentó a mi lado y durante todo el trayecto no abandonó su postura erguida, concentrada. Solo reaccionaba si alguien lo molestaba, no devolviendo la agresión, sino rechazándola con entereza. Entre sus manos sostenía una valijita de cartón donde llevaba sus cosas, la asía con dignidad, como custodiando un tesoro ¿guardaba en ella la tibieza de las manos de su madre acomodando su ropa? Mostraba mucha disciplina en todos sus actos, mirándome cada vez que alguien hacía una propuesta para decidir si la obedecía o no.

Llegamos a la casa que nos habían prestado para pasar unos días. Éramos muchos y la vivienda pequeña; no obstante, eso, nos organizamos como para que la mayor parte del tiempo estuviésemos en los alrededores, para disfrutar del paisaje, ir a bañarnos a los arroyitos, gozar de unos días diferentes, que pocas veces nuestros niños tenían oportunidad de compartir con amigos.

Al arribar la primera noche era necesario desarrollar los hábitos de higiene , después de tantas horas de viaje y de pasear por los caminos de piedras. Habilitamos el baño y de a uno fueron pasando rápido para no agotar el agua del tanque. Cuando llegó su turno se negó terminantemente a meterse en la ducha, reaccionó casi con violencia cuando lo increpamos por su falta de aseo. Fue entonces cuando comprendí que el otro, no siempre es “el otro”, que el parámetro no somos “nosotros” y cuando me empecé a preguntar quienes somos “nosotros” y quienes son “los otros”. ¿Por qué pensamos que lo que hacemos de una forma igual es lo que “debe ser” para todos?

Jorge nos miró, por primera vez, con desprecio. Tomó un balde, lo llenó de agua fría y salió a la noche, mirando con devoción la luna llena que iluminaba el jardín, sacó un pequeño trapito de su valija , lo humedeció en el agua y, cual si estuviera cumpliendo con un rito ancestral , comenzó a limpiar su cuerpo, lentamente, detalladamente… en soledad.

La imagen de Jorge resplandecía bajo la luna. Desde la ventana me quedé extasiada observando como este niño, desplazándose como un artista se movía suavemente conservando lo transmitido por su madre, representando un pasado que no podía ser borrado. Comprendí que no existe la subordinación, que nadie por más armado y fuerte que sea, puede evitar el vínculo cerrado de amor que se hereda después de muchas generaciones.

Desde entonces ya no llamo “toba” al pueblo de Jorge e intento enseñar que se le diga, con el mayor respeto, “qom”, hombre , humano digno y adorador de la naturaleza.

 

P.D Pasados muchos años, más de quince, hice una visita con mis alumnos de la Escuela Especial a la escuela Laboral del barrio de Acindar, con la intención de incorporar a los mayores que ya egresaban al aprendizaje de algún oficio.

Los profes, amablemente, nos guiaban por los distintos talleres explicando los objetivos y tareas específicas. Todo el tiempo yo sentía una mirada permanente hacia mi persona, el portador era un muchacho alto, de unos veinte años, morocho y sigiloso. A distancia no dejaba de observarme. Tenía la vaga sensación de conocer esa mirada, no demoré mucho en reconocer a Jorge, lo que confirmé averiguando su nombre. Él me había reconocido inmediatamente y esperaba que yo lo hiciera. Tremendo fue el abrazo en que nos fundimos sellado por el afecto que habíamos cosechado mutuamente en su paso por la Escuela.

Al recordarlo siempre vuelvo a sentir la misma emoción y respeto por esa persona, que supo ayudarme en mi formación docente.

 

(1) Tomado de “La higuera”, poema de Juana de Ibarbourou.

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