Susana Dal Pastro
Las despedidas de
soltera que organicé fueron siempre un gran éxito.
Cuando mi hermana
anunció su casamiento, fue tanta la euforia que hasta la casa parecía otra; la
familia, los amigos, el barrio empezaron a prepararse para la gran ocasión. Y,
por supuesto, yo me encargaría de la despedida. ¡Era mi hermana la que se
casaba! El lugar ideal, la cantina Stromboli de la galería Córdoba. Lindo ambiente,
buena comida, músicos. Esta despedida sería mi consagración como organizadora
de eventos.
Llegada la fecha
mi futura suegra me llama para decirme que ella también quería ir. Era tanto su
entusiasmo que no pude o no supe decirle que no. Todas, incluso la novia, se
quedaron boquiabiertas. Y así fue que, a la mesa de amigas, salvo yo, ninguna
quería ubicarse al lado de ella. Chau bromas, sorpresas, secretos. Chau intimidades
que las casadas venían reservando para ilustrar a las solteras.
La situación se
fue calmando a medida que empezaba el ir y venir de los mozos con los platos.
En seguida los músicos se acercaron a preguntar quién era la agasajada y qué canción
quería que le dedicaran y, la verdad, todas pasamos un hermoso momento.
Tres años después
me casaba yo. Consultamos presupuestos para una reunión familiar, ropa, viaje.
De mi vestido solamente tenía que preocuparme por el modelo y la tela porque,
aunque suene increíble, la mamá de una amiga que era una conocida modista,
tenía por costumbre regalar la hechura de los vestidos de novia, algo que hoy
es inimaginable.
Mi hermana y Chiche, la amiga joven de la familia,
se encargarían de mi despedida de soltera.
Yo las veía cuchichear contentas, risueñas, entusiasmadas
y eso que las dos tenían hijos chiquitos que atender.
Finalizando los
preparativos, salí con mi futuro esposo a cerrar el contrato de alquiler del
salón y del fotógrafo. Después, recorrimos zapaterías y compramos lo que nos
faltaba para nuestro viaje. Mi hermana y Chiche me habían dicho que al terminar
la tarde me esperarían en el bar “Cachito” de avenida Pellegrini y Maipú. Querían
que compartiéramos un rato tranquilo solamente nosotras tres.
Mi novio me
acompañó hasta el bar, se despidió y yo empecé a buscar la mesa donde estarían
mi hermana y Chiche. Un mozo me indicó dirigirme al espacio más apartado del
salón y, a medida que avanzaba, vi a mi mamá, a mi abuela, a mis tías, a las
amigas de todas ellas, a mi suegra. Y vi también desconocidas caras curiosas
observando el espectáculo.
“¡Llegó la novia!”,
decían y aplaudían. Me saludaban eufóricas, se reían y yo, helada, trataba de
entender qué significaba esa multitud. No faltó ni el fotógrafo. Desde un
rinconcito, muy contento, mi novio, cómplice de la sorpresa, se despidió tirándome
besos.
Mi hermana se
acercó y me dijo al oído: “¡Esta es mi venganza! ¡Trajiste una vieja a mi
despedida de soltera y yo te devuelvo la atención con muchas viejas todas
juntas!”.
Inolvidable el
regalo que me hicieron: una plancha a carbón blanca con mango bermellón conteniendo
lindas plantitas. “A una despedida con viejas, corresponde un regalo viejo”, me
dijeron y, otra vez, risas y aplausos.
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