Alberto Castillo
Llegaron a Rosario a
principios de los 50 desde Santa Fe. Él, jubilado ferroviario; ella, siempre
acompañando. Alquilaban una pieza al lado de mi casa, inquilinato típico en el
corazón de barrio Refinería. Mi barrio, paraíso e infierno de inmigrantes. Su
origen, africano, más precisamente descendientes de inmigrantes de Cabo Verde.
A diferencia de la
mayoría de los inmigrantes de esa zona del mundo, los caboverdianos llegaron al
país voluntariamente.
Cabo Verde es una isla de
la costa occidental de África, que fue colonia portuguesa.
Llegaron a Argentina
durante el Siglo XIX, y su número aumentó desde 1920 hasta principios de la Segunda
Guerra Mundial.
Muchos se dedicaron a
trabajar como peones de campo o en la incipiente construcción del ferrocarril.
Don Ramón Gomes era
jubilado ferroviario.
Lo que los distinguía de
los italianos, gallegos, polacos, judíos, turcos y otros tantos que habitaban
el barrio, era su piel oscura.
El límite entre mí casa y
las de ellos era un alambrado bajo, oxidado y con agujeros que me permitía
sortearlo cuantas veces quisiera.
Quizas su soledad, solo
alterada por la esporadica llegada de algún sobrino, hizo qué forjaran un
entrañable afecto hacia ese pequeño vecino, que los visitaba diariamente con
los más insólitos pedidos.
Doña Sara, experta
cocinera, se desvivía por darle los gustos a aquel niño; galletas, budines,
postres eran esmeradamente preparados con un ingrediente inigualable: el amor
de Sara.
Un buen día, Sara le pide
a mí madre llevarme al centro de la ciudad, más precisamente al Banco Nación,
de San Martín y Córdoba.
Ramón tenía que cobrar su
jubilación.
Mí madre, con cierto
recelo y atendiendo mis ruegos, accedió.
Seguramente algo en
recompensa por la compañía me esperaba.
En la esquina de Gorriti
y Monteagudo tomamos el tranvía 25. Para mí, viajar en tranvía ya era un
regalo.
Llegamos al banco, don
Ramón se acercó a una caja y, luego de que cambiara unas palabras con el
empleado, noté que su rostro se transformó y escuché un breve rezongo ante el
cajero que solo respondió con un “¡que pase el que sigue!”.
¡Don Ramón no cobraba ese
dia, sino el siguiente!
Salimos en silencio,
comenzamos a caminar por calle Córdoba.
Yo algo sospechaba, que
rápidamente confirmé.
Doña Sara se acerca, en
voz baja y con mucha angustia me dice: “El dinero solo alcanzaba para llegar
hasta el banco, habrá que caminar”.
Siempre de la mano de Sara
comenzamos el lento retorno. Sara, yo y Ramón tomados de la mano.
A poco de andar alguien me toca el hombro y me acerca unas monedas, y así, en un corto trayecto se sumaron otros. En pocas cuadras lo recaudado excedía el valor de los boletos para volver al barrio.
Hoy el tiempo me devuelve, intacta pero enorme la visión de esos personajes entrañables, caminando por calle Córdoba aferrados de la mano de un niño.
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