miércoles, 21 de mayo de 2025

Sara y Ramón

 Alberto Castillo

 

Llegaron a Rosario a principios de los 50 desde Santa Fe. Él, jubilado ferroviario; ella, siempre acompañando. Alquilaban una pieza al lado de mi casa, inquilinato típico en el corazón de barrio Refinería. Mi barrio, paraíso e infierno de inmigrantes. Su origen, africano, más precisamente descendientes de inmigrantes de Cabo Verde.

A diferencia de la mayoría de los inmigrantes de esa zona del mundo, los caboverdianos llegaron al país voluntariamente.

Cabo Verde es una isla de la costa occidental de África, que fue colonia portuguesa.

Llegaron a Argentina durante el Siglo XIX, y su número aumentó desde 1920 hasta principios de la Segunda Guerra Mundial.

Muchos se dedicaron a trabajar como peones de campo o en la incipiente construcción del ferrocarril.

Don Ramón Gomes era jubilado ferroviario.

Lo que los distinguía de los italianos, gallegos, polacos, judíos, turcos y otros tantos que habitaban el barrio, era su piel oscura.

El límite entre mí casa y las de ellos era un alambrado bajo, oxidado y con agujeros que me permitía sortearlo cuantas veces quisiera.

Quizas su soledad, solo alterada por la esporadica llegada de algún sobrino, hizo qué forjaran un entrañable afecto hacia ese pequeño vecino, que los visitaba diariamente con los más insólitos pedidos.

Doña Sara, experta cocinera, se desvivía por darle los gustos a aquel niño; galletas, budines, postres eran esmeradamente preparados con un ingrediente inigualable: el amor de Sara.

Un buen día, Sara le pide a mí madre llevarme al centro de la ciudad, más precisamente al Banco Nación, de San Martín y Córdoba.

Ramón tenía que cobrar su jubilación.

Mí madre, con cierto recelo y atendiendo mis ruegos, accedió.

Seguramente algo en recompensa por la compañía me esperaba.

En la esquina de Gorriti y Monteagudo tomamos el tranvía 25. Para mí, viajar en tranvía ya era un regalo.

Llegamos al banco, don Ramón se acercó a una caja y, luego de que cambiara unas palabras con el empleado, noté que su rostro se transformó y escuché un breve rezongo ante el cajero que solo respondió con un “¡que pase el que sigue!”.

¡Don Ramón no cobraba ese dia, sino el siguiente!

Salimos en silencio, comenzamos a caminar por calle Córdoba.

Yo algo sospechaba, que rápidamente confirmé.

Doña Sara se acerca, en voz baja y con mucha angustia me dice: “El dinero solo alcanzaba para llegar hasta el banco, habrá que caminar”.

Siempre de la mano de Sara comenzamos el lento retorno. Sara, yo y Ramón tomados de la mano.

A poco de andar alguien me toca el hombro y me acerca unas monedas, y así, en un corto trayecto se sumaron otros. En pocas cuadras lo recaudado excedía el valor de los boletos para volver al barrio. 

Hoy el tiempo me devuelve, intacta pero enorme la visión de esos personajes entrañables, caminando por calle Córdoba aferrados de la mano de un niño.

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