jueves, 8 de mayo de 2025

Manjares de los parques



Daniel O. Jobbel



Después de haber leído “La continuidad de los parques”, esa ficción de Cortázar, creí que todo estaba contado. Pero me equivoco. Siempre aparece algo.

Una especie de ventana se anima en mi memoria con la calidad de fotografía que entonces se coloreaban. Miro una y otra vez esas cuadraturas pequeñas donde hay rostros escondidos. Unas fotos gastadas en blanco y negro, otras sepias, de momentos deseables e inolvidables de un pibito de entonces.

Veo un hombre, por ejemplo, tumbado ahí en el césped, que no se ha movido desde que llegué con mis parientes. Tiene el rostro hundido en ese frescor vegetal. No duerme. Respira el olor de la tierra, se alimenta de él mismo, y quizás sin saberlo.

Y aquella madre, sentada en el suelo, junto a ese carrito donde su hijo empieza a vivir, está quieta, una rareza, silenciosa, con los ojos vagos y luminosos, con la serenidad en sus ojos como ese lago de enfrente, bajo la luz del sol. Los bancos están llenos de gente reposada, y los niños corren y se llaman, como una costumbre intacta, pero los gritos no hieren, vienen como acolchados por la densidad tibia del aire.

Si queremos decir algo del parque, simboliza un homenaje a la imaginación y a la creación. Un paseo para todas las edades con estallidos de colores verdes especialmente, pero hay otros que juegan en la mente, espacios de belleza y juegos que desafían los sentidos, donde no se separan cuerpo, mente, y pensamiento en acción pura.

A comienzos de siglo XX, en este sector del Parque Independencia funcionó el Jardín de Niños “Juana Elena Blanco”, luego el Jardín Zoológico y a ello quiero llegar.

Atrevidos, singulares, extravagantes vendedores de golosinas y otras cosas vocean su mercadería frente a ese dichoso lugar, por aquellos años sesenta... Como insectos del lugar, alguaciles, mosquitos, bichos colorados; los hay de todas las edades y sexo. Quizás no tan molestos como los insectos. El territorio ese es para ellos un lecho donde constantemente se consumen sus actitudes.

En bandejas precariamente dispuestas sobres tablones de madera que hacían de mesa improvisada, se despliegan desde esos molinetes de colores en un palito diminuto, que se dejaban girar al viento, globos colgados del cielo con un finito hilo, hasta chocolatines, caramelos, bolas de fraile, churros, tortas con delicioso dulce de leche, y galletitas azucaradas y codiciadas expresamente fabricadas, siluetas de animales bañadas con fondant blanco, rosado y amarillo.

Todo para vender en la antigua entrada frente al hipódromo, donde algunos tíos se jugaban un boleto a la potranca de turno y la espiaban por el alambrado por la calle de Las Palmeras y Leopoldo Lugones.

También al borde Laguito, por la angosta calle, donde enfrente hubo una gran confitería decorando la montañita encantada del parque con su mirador, para saborear un té algunas tardes, aquellas audaces mujeres de aquel pasado; y unas cervezas de turno los muchachos pasados de tragos.

Algo que vino del África y del Oriente, no se sabe bien, es digno de esos guardianes de los dioses en la Grecia antigua, cuidando ese fruto dorado. No les hablo de una naranja, frutilla u otro fruto natural; a ellas se las ve como a un mito de oro, tienen su categoría en el color acaramelado; son auténticas manzanitas.

Según la mitología griega, el Jardín de las Hespérides era un huerto mágico propiedad de la diosa Hera, donde los árboles daban manzanas doradas que otorgaban la inmortalidad a quienes las comían.

Chorreantes de caramelo fundido que las viste con esplendor imperial, con el brillo de una sustancia translúcida, de color ámbar, una aureola dorada que convierte a ese fruto en joyas cuidadosamente preservadas en la vitrina, esos armarios transparentes encaramados sobre ruedas.

Un caldero de cobre contiene el ropaje líquido hirviente que, al endurecerse, otorga a la manzana, clavada en un palillo, la categoría de obra de arte. Su vendedor a risa plena nos ofrece la entrega con gesto airoso de su servidor, el sujeto está seguro de que nosotros vamos apreciar el manjar. Y no son oficios al azar, hay esmero, voluntad, trabajo. Por eso mismo, no se le ha recurrido todavía aún al plebeyo maíz “pororó” para recargar la decoración y hacer, solo en teoría, la más tentadora fruta del Paraíso.

Seguimos la ruta del lago con mis tías y nos encontramos con esa engañifa de los sentidos: el azúcar hilado a colores. Engaño suntuoso a los ojos de los mocosos de entonces, al contemplar ese torbellino vertiginoso, como hilos de seda, que brota de las máquinas y se enreda en el palillo y mueve a imaginar un sabor delicioso, inédito, pero es solo aire, nada más, que deja en la boca un poco satisfacción y misterio de gusto dulzón, apenas.
Era un verano húmedo pero de temperatura envidiable y aparecían ya los maniseros con sus maravillosas locomotoras de lata, hecha manualmente, (quizás merezcan un museo por sus invenciones) con su caliente maní con cáscara. Además, estaban los heladeros en verano, las garrapiñadas o maní praliné también calentito al toque para a ver si alguna muela lo aguantara.

Todos se regocijaba en un paseo de parque con nuestras tías, a las cuales alguna gitana pródiga en pollerones multicolores, imaginaba en profecías invariablemente venturosas leyendas, en la palma de alguna mano, y la suerte está echada. Luego, los fotógrafos ya nombrados en algún relato en el Rosedal o el Palomar, con sus cámaras de trípode, algunos de guardapolvos gris perfeccionan el muestrario costumbrista desplegado en ese sitio en los años mil novecientos sesenta.

Dejo caer los brazos en aquel momento, dejo que entren en mí los efluvios, el aroma, los sonidos, la riqueza misma de la tarde. Y respiro lentamente como si respirase la inmortalidad, y sigo pensando en ese sujeto solitario que continúa su dialogo silencioso con las verdes hojas.

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