Fabiana Migoni
Nunca se derrumbó, ni el monstruo que invadió su
cabeza pudo vencer su grandeza, solo debilitarla de a ratos, pero siempre estuvo
dispuesta a darle pelea. La atacó por siete años, pero no logro abatir ni su
imagen, ni su alegría y mucho menos su temperamento. Por algunos instantes, de
madre cambiaba a hija, pero de inmediato remontaba como cometa en el cielo y
seguía siendo ella, mi mamá, la que siempre estaba extendiendo su mano para
ayudarme a transitar el camino de la vida durante poco más de medio siglo.
Nació un quince de agosto de 1939 y la bautizaron María
en honor a la virgen. Nunca nadie la menciono por su nombre de pila. Su padre
la apodó “Kitty” desde antes de caminar y, así, siempre la llamaron. Su vida
apareció en esta Argentina en donde aún se recorría la llamada “década infame”
y, a pocos días de su nacimiento, en el mundo se declaraba la Segunda Guerra
mundial. La economía para los más carenciados no era favorable y ella era muy
pobre. Casi ni atravesó la infancia, de niña a adulto, fue madre de sus
hermanos y de sus padres, y solo con nueve años hacia arreglos de costura para
sumar unas monedas y colaborar en el hogar. Apenas cursó su cuarto grado de
primaria.
Enfrentó la miseria, la adicción de su padre al alcohol
y la necedad de los mayores, con hidalguía, siempre radiante, optimista y vigorosa.
Fue creciendo y ya con quince años lucía una figura escultural que, como dice
el tango, “¡se paraban pa mirarle!”. Mi padre, que recién comenzaba su noviazgo
con ella, moría de celos ante tantas miradas y halagos que ella causaba a su
paso.
Cuando el llegó a su vida, la realidad fue
cambiando, y empezó a disfrutar y conocer sitios que ni sabía que existían: el
cine, el teatro, los parques y museos. Sus primeros zapatos de taco aguja
vinieron de su mano y jamás dejó de usar tacones que lució con una elegancia
singular.
Siempre me contaba cuánto lloró de felicidad con mi
nacimiento; pero, a la vez, pensaba que ser mujer era difícil, que siempre se
cargaba una mochila más pesada que el género opuesto. Para ella, por lo menos,
fue de esa forma.
Yo tuve una niñez maravillosa a su lado, las manos
de mi madre siempre estuvieron preparadas para una caricia, para preparar una
comida exquisita, hacerme un vestido de gala, llevarme de excursión o ayudarme
a pintar un dibujo.
Recuerdo nuestras tradicionales salidas al cine
“Heraldo” los miércoles y, al fin de la función, ir a merendar a la confitería
“Royal”; los sábados, junto a mi padre, a cenar a algún restaurante y los domingos
a recorrer el Parque Independencia, yendo de los juegos al Laguito a dar una
vuelta en bote y sin dejar de hacer una pasadita por el zoológico.
Extraño las guitarreadas de las tardes tratando de
entonar alguna zamba, acompañadas de un rico mate con peperina, del vermut
previo a saborear algún manjar hecho por ella. Echo de menos tantas cosas, pero
rememorarla la mantiene a mi lado. Sus vecinos y amigos añoran su ausencia. Falta
su solidaridad, su sabiduría y sinceridad, que al ser solicitada estaba siempre
lista ante cualquier circunstancia y decisión que había que tomar.
Fue
mi ejemplo de lucha, mi Cid Campeador contemporáneo, una experta en todo lo que
hacía, resolutiva, directa, magnánima, irradiando una energía casi mágica que
hacía que cualquier momento difícil se revirtiera instantáneamente. Agradezco
por haberla tenido como madre, como amiga y compañera, y si tuviera que
representarla con una melodía elegiría a Peteco Carabajal: “Las manos de mi madre son
como pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre”.
Bello!sentí a mi madre junto a mí
ResponderEliminarHola Fabiana, soy un ex alumno de esa clase. Tu relato trajo a mi memoria el recuerdo de mi madre que no difiere mucho de la tuya.Bello relato, Gracias.
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