Patricia Pérez
Hay personas que dejan
huellas en nuestras vidas.
Una de ellas fue la
abuela Bibi
La conocí cuando
viajamos una primavera en Córdoba, en su casa del Cerro Las Rosas, siendo novia
de quien hoy es mi marido.
Es la mamá de mi suegra.
Muy viejita, de
cabellera larga trenzada, blanca y áspera. Su espalda encorvada, porque el
trabajo duro le había pasado factura, y la vista que no tenía, pero que no le
impedía tejer y cocinar, que era lo que más le gustaba
.La cocina, uno de sus
refugios, mezclaba el olor a sopa natural con la salsa de las pastas que ella
misma amasaba.
Sentarse en la mesa y
no probar su sopa o comer sus pastas era un sacrilegio.
Pero inquieta por
naturaleza, iba y venía, con el fuentón
de la cocina al patio, porque no quería tirar el agua en la pileta ya que se
llenaba el pozo.
No se sentaba nunca en
la mañana.
Los quehaceres de la
casa la tenían entretenida.
Pero era por demás….
Hay una anécdota en la
familia.
Un día llegó una visita
de mucha confianza,
Hacía mucho calor, y se
sacó la camisa y la colgó en la silla.
La charla estaba
entretenida y, cuando la persona se quiso ir, no encontraba su prenda.
¿Qué había pasado? La
movediza abuela la había lavado y estaba colgada en la soga.
Así era ella.
Cuando tuve mi primera
hija, primera bisnieta para ella, viajó desde Córdoba para conocerla.
Cada momento que
teníamos libre tratábamos de ir a verla.
Ya estaba muy viejita.
Cuando tuve mi cuarto hijo, ya no era la misma.
Solo pasaba largas
horas tejiendo al croché en invierno al lado del calefactor, que calentaba sus
entumecidos huesos.
Aún conservo la colcha
de dos plazas tejida por sus manos y las carpetitas para las mesas de luz, que
guardé con mucho amor, para que cada uno de mis hijos tuviera algo tejido por
ella en su casa.
Sin embargo, cuando
llegábamos de visita su rostro arrugado y cansado, se iluminaba y preguntaba: “¿Y
el campeón? ¿Vino el campeón?”.
El campeón era mi
cuarto hijo, que ella disfrutaba y que en ese momento era el bisnieto más
chico.
Ya hace muchos años que
se fue, pero en nuestra memoria aún sigue presente el calor de sus manos
deformadas por el trabajo y el tejido.
Aún veo su sonrisa
mostrando la poca dentadura que le quedaba.
Siento su voz
preguntando por todos.
Fue tanto lo que dejó
en nuestros corazones, que uno de mis hijos, de haber nacido nena, se hubiese
llamado María Magdalena.
María Magdalena o, mejor,
abuelita Bibi, sobrenombre cariñoso que identificaba su ternura.
Seguramente se
encontrara tejiendo sentada en una nube o tendiendo su ropa, que lavó con las
gotas de lluvia.
Hermoso, sobre todo en su simpleza.
ResponderEliminar