Marta Susana Elfman
Nieta de dos abuelos inmigrantes de los que conservo recuerdos especiales: el idioma de su tierra natal, sus sueños, su idiosincrasia.
Nieta de dos abuelos inmigrantes de los que conservo recuerdos especiales: el idioma de su tierra natal, sus sueños, su idiosincrasia.
Por el lado materno estaba “el Nono Francisco”, italiano, napolitano para más información, quien a pesar de haber vivido más de 60 años en este suelo, cuyo castellano italianizado a veces era gracioso. Su figura era delgada, no muy alto, con unos bigotes abundantes, pero muy suaves que producía un leve cosquilleo cuando nos saludaba con un cariñoso beso. Era de un carácter muy simple y muy dulce, compinche con sus nietos, y orgulloso de su quinta que cultivaba con mucho esmero.
Vivía en un pueblo muy cerca de Rosario a solo 33 kilómetros, al cual íbamos semana por medio.
A la hora del almuerzo traía especialmente para mí una rúcula tierna y perfumada, rabanitos para mi papá, y unos bellos y sabrosos tomates para mi mamá.
Esperaba a papá con quesos caseros, salamines y bondiolas, que se facturaban en la chacra del tío Ángel, su hermano.
Obvio que papá llevaba esa botella de vermouth, que tanto le gustaba al nono.
La nona tenía preparados en una gran mesa de madera los fideos caseros cortados a cuchillo milimétricamente y la tía Pochola, hermana menor de mi mamá, era la encargada de preparar el estofado con una buena y abundante salsa, que de solo verla y sentir su aroma invitaba a mojar el pancito para probar, cosa que estaba terminantemente prohibida porque decían que secaba la salsa.
El postre corría por cuenta nuestra, pues lo hacía mi mamá.
Al volver traíamos el baúl lleno de calabazas, quinotos y demás verduras de la gran quinta familiar.
Después de semejante desbande de comida, mis padres se iban a dormir una venerable siesta, sobre todo en verano, no antes sin la recomendación de mi madre de “ojo con los higos”, que por supuesto yo aceptaba muy seriamente.
El nono tenía dos plantas con magníficas brevas y apenas ellos entraban al dormitorio, el nono aparecía con un gancho hecho por él especialmente para recoger higos, que luego poníamos bajo el agua de la bomba, que era semi-surgente y salía fría como si hubiera estado en la heladera.
Claro que la boquera delatora me duraba por lo menos dos días. Por supuesto, con su consabido: “¿Qué te dije?”.
Hablemos un poco del abuelo paterno, el zeide Mauricio, venido de todavía la Rusia imperial antes de la caída del zar. Había llegado entre los años 1885 y 1889 desde Kiev, hoy capital de Ucrania.
Era alto, de hombros anchos, muy europeo en su vestir, muy de ciudad, siempre elegante, con su chaleco y sombrero; en verano usaba un clásico Panamá.
Con su gran caudal de ternura, que ahora que soy abuela comprendo ese amor desmedido.
Claro sus tradiciones y comidas eran tan distintas como ricas, empezando que venía de un país donde el riguroso invierno marcaba unos 40 grados bajo cero.
Vivía con mi tío Mario, el hermano más chico de mi papá, ya retirado de su profesión y disfrutando de la familia.
Era la clásica familia judía, mi tía Perla la cocinera por excelencia y la que marcaba y cuidaba de la tradición familiar.
Los sabores también eran profundos y gratos, estaba el borsh o sopa de remolacha, el guefiltefish albondigón de pescado y además de la variedad que tenía la clásica cocina judía estaba el strudel, arrollado de hojaldre con manzanas pasas, nueces, canela y limón, mi favorito.
El zeide, o sea mi abuelo, palabra en idish, derivada de un dialecto del alemán tenía sus gustos, que por su puesto compartía con sus nietos, tipo 11 de la mañana preparaba una ensalada de cebolla cortada en plumita, como dicen ahora los cocineros mediáticos, con sal y aceite, nada más. Por supuesto, nosotros, tenedor en mano, hacíamos guardia a su alrededor, o traía de la panadería el pan recién salido y calentito al que condimentaba con manteca, sal y en la costrita frotaba ajo.
Obvio que nunca estábamos pegoteados de caramelos o sucios de chocolate, pero tampoco tuvimos parásitos. Eso sí, nuestro perfume no a todos le gustaba.
Será por eso que me gusta incluir en mis comidas la cebolla y el ajo.
Desde muy chicha, me gustó la cocina y aprendí tanto de la italiana como de la judía; y, cada vez que entro en la cocina, los aromas y sabores me recuerdan esa épocas de mi niñez, y soy la típica idishe Mame para servir a mis comensales, como si no fueran a comer por semanas.
Cuando invito amigas a degustar de la cocina judía coloco cartelitos con el nombre de cada plato, así no preguntan el nombre de cada una.
Algunos pensarán como era el tema de la religión, pero ninguna de mis dos familias tuvieron un problema al respeto, el tema era reunir a la familia en torno de una buena mesa con sus sabores y tradiciones.
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