jueves, 26 de octubre de 2017

¡Qué vacaciones!

Glady Zancarini

Siempre pasábamos nuestras vacaciones alquilando una quinta en Funes, situada al lado de la casa de fin de semana de unos amigos nuestros.
Teníamos todas las comodidades: un lindo parque, pileta y parrillero, que nos permitían invitar a nuestros amigos, a los de nuestras hijas con sus papás y, por supuesto, a la familia.
Nosotros tenemos cuatro hijas y una de ellas, Vicky, la segunda, es discapacitada mental; por ese motivo, nos resultaba más cómodo pasar dos meses de vacaciones en Funes que viajar.
Ese año a mi marido, Ricardo, se le ocurrió la idea de que pasáramos diciembre y enero en Funes, y para el primero de febrero alquiló un departamento en San Bernardo, en la costa atlántica, para pasar quince días.
El lugar era muy lindo y tranquilo. Estaba ubicado al terminar San Bernardo, sobre la playa. De hecho, estaba el edificio, la calle y la arena. Realmente era muy cómodo, puesto que bajábamos y ya estábamos en el mar.
Volvimos de la quinta el último día de enero con el tiempo justo de hacer las valijas, cargar el auto y salir muy temprano a la mañana siguiente.
Hasta allí, todo bien.
Mi marido fue a la cochera a retirar el auto, mientras yo levantaba a la tropa para salir raudamente, pensando en desayunar ya en el camino para no demorar en casa.
Y ahora viene lo mejor. Uno planifica y surgen los imprevistos. En la madrugada, alguien había puesto mal la llave y se quedó rota dentro de la cerradura. Ricardo no pudo entrar en la cochera y fue a buscar un cerrajero; y cuando lo consiguió le avisó al dueño. Este se acercó al garaje y, así, se solucionó el problema. Pudimos sacar el auto y a eso de las ocho salimos. El desayuno debió ser en casa y frugal para no seguir demorando más nuestro ansiado viaje.
Como éramos seis, dos adolescentes, una niñita pequeña y Vicky, que querían llevar juguetes, grabador, etcétera, etcétera, el baúl quedó lleno y tuvimos que recurrir al portaequipaje. Para sujetar la carga, pusimos esas arañas de goma con ganchos, que supuestamente dan mucha seguridad, y envolvimos todo con un plástico grande por si llovía en el transcurso del viaje.
Tomamos la autopista y comenzó a nublarse mal, pero como teníamos todo bien cubierto no nos preocupamos; hasta que, zas, en un momento dado se rompieron las mencionadas arañas de goma y todas nuestras cosas quedaron esparcidas en medio de la ruta.
No les puedo decir con palabras la desesperación que sentimos. Mi marido paró en cuanto pudo y bajamos los dos como locos para juntar el equipaje. Menos mal que en ese momento no circulaba nadie y, como pudimos, lo corrimos a la banquina para recogerlo y acomodarlo entre los asientos, porque no teníamos cómo asegurarlo arriba.
Paramos en la primera estación de servicio que encontramos. Yo le decía a Ricardo: “No tendremos problemas, porque aquí nos solucionarán todo”. Creo que he visto muchas películas yanquis, donde tienen de todo y casi que te pueden hasta rectificar un motor.
No fue el caso. No tenían una miserable cuerda, soga o algo similar.
Entramos a caminar por los alrededores y encontramos un taller pequeño, pero con gente muy amigable, que habrá visto nuestra cara de desesperación y nos ayudó a poner las cosas en el portaequipaje nuevamente y esta vez atadas con un alambre, que aseguró todo debidamente. Como comprenderán, ya estábamos más que atrasados para nuestra cuenta.
Pese a los contratiempos, seguimos con mucha alegría y entusiasmo, contagiados también por la ansiedad de nuestras hijas, contentos de que en breve estaríamos disfrutando del mar.
Sin embargo, tendríamos otros inconvenientes. Al llegar a la mitad del camino, se desató una tormenta con lluvia y viento. Yo jamás había visto caer tanta agua toda junta. Se hizo una fila de coches interminable, que avanzaba a muy poca velocidad. Se manejaba con precaución, porque la visibilidad era escasa, ya que los limpiaparabrisas no alcanzaban a sacar tanta agua.
Por tal motivo, al llegar a una estación de servicio intentamos parar, ja ja ja, nosotros y todos los vehículos que estaban por allí en ese momento.
Mi marido intentó que fuéramos al comedor, pero resultó imposible. No se podía ni llegar. Se habían agotado todos los comestibles puesto que no estaban preparados para recibir tanta gente. Pero, como mamá de familia numerosa, he sido siempre muy previsora y, al cargar el equipaje, también llené una heladerita de camping con fiambre, gaseosas, agua mineral y todo lo necesario para saciar el hambre de la familia.
La iniciativa fue muy aplaudida.
La lluvia bajó su intensidad y retomamos el camino, junto con la mayoría de los vehículos que pretendían llegar a los distintos destinos de la costa; pero, oh sorpresa, estaban haciendo controles de velocidad en la ruta, por lo que La Caminera nos paró a nosotros y a los cientos de mortales que íbamos por la ruta.
No desesperen con mi relato. 
Luego de ese último contratiempo, llegamos, retiramos las llave, subimos al departamento, tiramos las valijas literalmente y salimos los seis corriendo a meter nuestros pies en el maravilloso mar, que se encontraba ante nuestros ojos; y pudimos ver las caras de felicidad de nuestras hijas. A esa altura, las pobrecitas creían que nunca lo lograríamos.

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