Glady Zancarini
Siempre pasábamos
nuestras vacaciones alquilando una quinta en Funes, situada al lado de la casa
de fin de semana de unos amigos nuestros.
Teníamos todas las
comodidades: un lindo parque, pileta y parrillero, que nos permitían invitar a
nuestros amigos, a los de nuestras hijas con sus papás y, por supuesto, a la
familia.
Nosotros tenemos cuatro
hijas y una de ellas, Vicky, la segunda, es discapacitada mental; por ese motivo,
nos resultaba más cómodo pasar dos meses de vacaciones en Funes que viajar.
Ese año a mi marido, Ricardo,
se le ocurrió la idea de que pasáramos diciembre y enero en Funes, y para el
primero de febrero alquiló un departamento en San Bernardo, en la costa
atlántica, para pasar quince días.
El lugar era muy lindo
y tranquilo. Estaba ubicado al terminar San Bernardo, sobre la playa. De hecho,
estaba el edificio, la calle y la arena. Realmente era muy cómodo, puesto que
bajábamos y ya estábamos en el mar.
Volvimos de la quinta el
último día de enero con el tiempo justo de hacer las valijas, cargar el auto y
salir muy temprano a la mañana siguiente.
Hasta allí, todo bien.
Mi marido fue a la
cochera a retirar el auto, mientras yo levantaba a la tropa para salir
raudamente, pensando en desayunar ya en el camino para no demorar en casa.
Y ahora viene lo mejor.
Uno planifica y surgen los imprevistos. En la madrugada, alguien había puesto
mal la llave y se quedó rota dentro de la cerradura. Ricardo no pudo entrar en
la cochera y fue a buscar un cerrajero; y cuando lo consiguió le avisó al
dueño. Este se acercó al garaje y, así, se solucionó el problema. Pudimos sacar
el auto y a eso de las ocho salimos. El desayuno debió ser en casa y frugal
para no seguir demorando más nuestro ansiado viaje.
Como éramos seis, dos
adolescentes, una niñita pequeña y Vicky, que querían llevar juguetes,
grabador, etcétera, etcétera, el baúl quedó lleno y tuvimos que recurrir al
portaequipaje. Para sujetar la carga, pusimos esas arañas de goma con ganchos,
que supuestamente dan mucha seguridad, y envolvimos todo con un plástico grande
por si llovía en el transcurso del viaje.
Tomamos la autopista y
comenzó a nublarse mal, pero como teníamos todo bien cubierto no nos
preocupamos; hasta que, zas, en un momento dado se rompieron las mencionadas
arañas de goma y todas nuestras cosas quedaron esparcidas en medio de la ruta.
No les puedo decir con
palabras la desesperación que sentimos. Mi marido paró en cuanto pudo y bajamos
los dos como locos para juntar el equipaje. Menos mal que en ese momento no
circulaba nadie y, como pudimos, lo corrimos a la banquina para recogerlo y
acomodarlo entre los asientos, porque no teníamos cómo asegurarlo arriba.
Paramos en la primera
estación de servicio que encontramos. Yo le decía a Ricardo: “No tendremos problemas,
porque aquí nos solucionarán todo”. Creo que he visto muchas películas yanquis,
donde tienen de todo y casi que te pueden hasta rectificar un motor.
No fue el caso. No
tenían una miserable cuerda, soga o algo similar.
Entramos a caminar por
los alrededores y encontramos un taller pequeño, pero con gente muy amigable, que
habrá visto nuestra cara de desesperación y nos ayudó a poner las cosas en el
portaequipaje nuevamente y esta vez atadas con un alambre, que aseguró todo
debidamente. Como comprenderán, ya estábamos más que atrasados para nuestra
cuenta.
Pese a los
contratiempos, seguimos con mucha alegría y entusiasmo, contagiados también por
la ansiedad de nuestras hijas, contentos de que en breve estaríamos disfrutando
del mar.
Sin embargo, tendríamos
otros inconvenientes. Al llegar a la mitad del camino, se desató una tormenta
con lluvia y viento. Yo jamás había visto caer tanta agua toda junta. Se hizo
una fila de coches interminable, que avanzaba a muy poca velocidad. Se manejaba
con precaución, porque la visibilidad era escasa, ya que los limpiaparabrisas
no alcanzaban a sacar tanta agua.
Por tal motivo, al
llegar a una estación de servicio intentamos parar, ja ja ja, nosotros y todos
los vehículos que estaban por allí en ese momento.
Mi marido intentó que
fuéramos al comedor, pero resultó imposible. No se podía ni llegar. Se habían
agotado todos los comestibles puesto que no estaban preparados para recibir
tanta gente. Pero, como mamá de familia numerosa, he sido siempre muy previsora
y, al cargar el equipaje, también llené una heladerita de camping con fiambre,
gaseosas, agua mineral y todo lo necesario para saciar el hambre de la familia.
La iniciativa fue muy
aplaudida.
La lluvia bajó su
intensidad y retomamos el camino, junto con la mayoría de los vehículos que
pretendían llegar a los distintos destinos de la costa; pero, oh sorpresa,
estaban haciendo controles de velocidad en la ruta, por lo que La Caminera nos paró a nosotros y a los
cientos de mortales que íbamos por la ruta.
No desesperen con mi
relato.
Luego
de ese último contratiempo, llegamos, retiramos las llave, subimos al
departamento, tiramos las valijas literalmente y salimos los seis corriendo a
meter nuestros pies en el maravilloso mar, que se encontraba ante nuestros ojos;
y pudimos ver las caras de felicidad de nuestras hijas. A esa altura, las
pobrecitas creían que nunca lo lograríamos.
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