H. B. Carrozzo
Julio 2007. Hannover, Alemania.
Luego de un corto viaje en tren, mi prima Bärbel, mi esposa Mónica y yo
llegamos a la ciudad donde nació Augusta en la lejana Baja Sajonia. Nosotros,
los bisnietos de Augusta, caminábamos por los lugares donde ella había jugado. Después
de 120 años recorríamos en Markoldendorf las mismas calles donde Augusta habría
tenido sus sueños de niña. El espíritu de Augusta recorría esas viejas calles y
quizás jugaba en ese molino de agua que seguramente estaba allí en 1860.
La misma sangre de los
abuelos Ernst y Elsa, los hijos de Augusta y Guillermo, los hermanos que no se
conocieron caminaban en nosotros del brazo bajo el sol alemán, compartiendo los
momentos que ellos no habían compartido. Nosotros éramos desconocidos pero estábamos
unidos por la herencia de la sangre y los recuerdos. La “Großmutter” correteaba por estas calles con sus cinco años y jugando
con mi imaginación sentía una sensación extraña, como si estuviera jugando con
ella a las escondidas.
Y también recorrimos
List, en Hannover, que es donde Augusta vivió hasta 1887 en que decidieron
emigrar porque la situación no era promisoria. Como había dicho su padre
Wilhelm, que el Rey Guillermo I era militarista y la guerra era inevitable. En
las calles de List la imaginaba en la escuela, disfrutando de su adolescencia, coqueteando
con los muchachos, dentro de los rígidos cánones de la época y de la Alemania.
Cuándo y cómo se había
ganado los amores de Guillermo en una dura competencia con Lina, su hermana,
que era la novia de Guillermo antes de la conquista. Cuando había cedido a él.
Bajo los códigos de hoy diríamos que ella fue una revolucionaria, una
feminista, ni imaginar a finales del siglo XIX.
En mi mente trataba de
entender las razones de la aventura de ir a la América, de dejarlo todo:
familia, trabajo, amigos, tradiciones por un futuro incierto en una tierra
desconocida. ¿Quizás los amores pasados y prohibidos? ¿De quién habría sido la
idea, de ella o de Guillermo?
Que los amigos los
habían llamado con trabajo seguro y promisorio, un nuevo mundo lleno de
oportunidades, pero ¡dejarlo todo!
Quizás tampoco pude
imaginar las vicisitudes que pasaron cuando viajaron desde Buenos Aires a
Colonia Bremen (provincia de Córdoba) atravesando en carretas durante varios
días la vasta extensión de la pampa con maleantes dispuestos a todo. Y en la
Colonia, ¿cómo fueron esos días en tierras desconocidas y agresivas, donde el
gaucho, el nativo, se confundía con los italianos, españoles, alemanes, con
costumbres bastantes diferentes?
No puedo dejar de
pensar en la tragedia de tener que emigrar, tanto por aquellos años, como por
estos días, personas escapando del hambre, la guerra, las enfermedades, en
busca de oportunidades nuevas. Escapando de fundamentalismos políticos o
religiosos, persiguiendo una esperanza de vida. ¿Aprendimos algo después de
tantos años?
No puedo dejar de
pensar en ella, con un hijo en Alemania sin poder verlo ni hablarle, ni traerlo.
Y cuando Guillermo fue a buscarlo y Ernst no aceptó viajar. También entendí a
mi tío cuando decía: “Doña Augusta tenía siempre cara de pocos amigos, siempre
se la veía amargada”. ¡Pero si había dejado un pedazo de ella en Alemania!
Y en Colonia Bremen ahogaron
esa pena dedicando todo el tiempo a trabajar duro; Guillermo el cuero, la
talabartería, Augusta, dedicada a las tareas domésticas, crianza de hijos,
gallinas, huerta. A honrar la nueva vida.
¿Sabrán ellos ahora que
la aventura no fue en vano, que honramos lo que hicieron, que lo valoramos y lo
agradecemos?
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