Patricia
Pérez
¡Por fin llegaron los 15!
Era el año 1992 y con mucho sacrificio
decidimos festejar el cumpleaños de Paula, nuestra primera hija y única mujer.
Después de buscar salón acorde a nuestro
presupuesto, contratamos “La
Polonesa ”.
Fue un año de muchos preparativos y gastos,
pero llegó el gran día.
Como sucede a veces, esa mañana se descompuso
el querido Ford Falcon, que iba a llevar a la homenajeada al salón.
Eso nos complicaba, porque había que trasladar
cotillón, suvenires, regalos; pero por suerte teníamos al padrino que se
ofreció gustoso a trasladar todo incluso a nuestra hija.
Los hermanos de Paula, en ese momento de trece,
once y cuatro años se prepararon y se vistieron para la ocasión.
Fue hermoso verla entrar al salón escuchando de
fondo la música de Robin Hood, del brazo de su papá y con su precioso vestido.
Se hizo una cena para la familia y, a partir
del postre, llegaron los invitados jóvenes, que eran más de cien.
La fiesta se animó y todos salimos a bailar: los
parientes, los amigos, los compañeros y los hermanos.
Nadie en ese momento tuvo en cuenta que nuestro
hijo Martín, de 11 años, pasaba por las mesas y se tomaba el resto de las
copas.
Justamente, en vez del brindis para los chicos,
para no correr riesgos, se sirvió chocolate con masas por consejo de los
organizadores. Era invierno.
Pero el pequeño sinvergüenza, mientras
estábamos entretenidos, vació las copas de las bebidas de los mayores.
Pasadas las cinco de la mañana, terminó el
cumpleaños, que había estado muy divertido.
Decidimos irnos a casa.
Como estábamos sin auto, mandamos a Martín y
Nacho con unos familiares, ya que el más chico estaba dormido.
Los acostaron y volvieron a buscar cosas para
traer, mientras nosotros despedimos al último invitado y nos volvíamos
caminando, porque estábamos muy cerca.
Cuando llegamos a la esquina de nuestra casa,
vimos una multitud en la puerta, salimos corriendo para ver qué pasaba.
El travieso niño, que vació las copas, se había
dormido y había puesto la traba.
No podíamos entrar.
Tocamos la puerta, hicimos sonar el teléfono,
abrimos la ventana y le tiramos con un plástico. Y nada.
El alcohol había hecho efecto y, con puerta
trabada, íbamos a tener que pasarla afuera. El detalle fue que, de tanto
insistir para abrir, se quebró la llave.
Hasta que alguien se le ocurrió que el otro
hijo que estaba con nosotros, pasara por la terraza de la vecina, bajara al
patio trasero y se metiera por el ventiluz de la cocina.
Así, pudo abrir la puerta de nuestra terraza y
nosotros (toda la familia) entramos pasando por el parrillero de nuestra
vecina.
Aun me suenan las risas tratando de subir por
el parrillero.
Mi hija con su vestido largo y yo, como tenía
pollera angosta, tuve que sacarla y subirme en can can. Mi vecina me empujaba
de atrás.
Cuánto que nos reímos en ese cumpleaños, desde
que comenzó, y con ese final re divertido que entramos por una terraza a
nuestra casa.
Muchas veces nos acordamos de esa anécdota, porque
supimos transformar las vicisitudes en momentos divertidos.
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