martes, 26 de septiembre de 2017

Recordar…

Recordar…

Susana Olivera

“Recordar es la mejor forma de olvidar”
Sigmund Freud

Carlitos, acompañá a tu hermana al almacén. Vayan los dos juntos.
Ufa, mamá, ¿por qué yo? Que vaya ella sola.
Vamos, acompañá a tu hermana.
El almacén de Don Cotovad estaba situado en Dorrego y Rioja justo en la esquina. Lo atendían Don Cotovad y su esposa, doña Jovita. Amables, siempre hablaban en voz baja, invariablemente vestidos con chaquetas de piqué blanco, y pollera y pantalón negro. Usaban los dos un delantal también blanco de tela muy dura, que se colgaban del cuello y que casi les llegaba hasta los pies.
A veces, cuando de tarde se juntaba mucha gente, los ayudaba Pepita, su única hija. Pepita, años más tarde, supo ser profesora de Matemática de mi hermano más chico en el Nacional “San Martín”.
En ese almacén se podía comprar desde alpargatas y productos de mercería hasta porotos, pasando por galletitas, caramelos, azúcar, yerba, harina, variedad de quesos, jabones, fiambres. Se vendía todo suelto, cuidadosamente pesado y envuelto en papel de estraza o de diario según fuera el producto. Mamá usaba el papel de los envoltorios para escurrir el aceite de las frituras.
Tenía un mostrador de madera oscura sobre el cual estaban las balanzas. Recuerdo una con dos platos, supongo que de bronce, sobre uno de los cuales se ponían pesas de distinto tamaño, y otra –comprada tiempo más tarde– con un solo plato y sin pesas. Detrás de este mostrador se veía un mueble con unos cajones también de madera oscura, que tenían un vidrio adelante desde el cual se podía ver el contenido de cada uno. También había unos cajones muy grandes con tapas cilíndricas que se levantaban para abrirlas y cerrarlas, cargados con maíz, alpiste, harina, fideos, polenta. En un rincón, y donde terminaba el mostrador, dos barriles de madera llenos con aceitunas negras y verdes. Además, latas de galletitas cíclopes, con un solo y enorme ojo de vidrio.
Despachar a los clientes era toda una ceremonia: se colocan las pesas en un plato de la balanza, un papel en el otro y se volcaba lentamente sobre él el contenido de la palita cargada con la mercadería hasta lograr que los dos platos estuvieran en equilibrio. Luego, se retiraba el papel, se lo llevaba a una parte libre del mostrador, se juntaban los costados y se les hacía una especie de repulgue que terminaba en dos cuernitos. Eran paquetes seguros y perfectos.
Claro, un cliente pedía un kilo de azúcar, otro un kilo y medio de harina, otro cincuenta gramos de aceitunas... y la ceremonia de pesado y empaquetado, más la conversación con cada cliente, se hacía interminable.
Si íbamos nosotros, la cosa se hacía más larga, porque estaba la elección de caramelos de unos frascos cilíndricos colocados uno arriba de otro, inclinados, a través de los cuales se podía ver el caramelo que se deseaba: “Deme cinco caramelos de estos, diez de estos otros, tres de aquellos, no de esos no, del otro frasco”.
Nosotros no usábamos libreta, pero si se tenía que anotar en esas libretas negras con tapas de hule, y buscar la que correspondía, porque no todos los clientes la llevaban a sus casas, bueno, el trámite podía ser verdaderamente largo.
Ese día, mamá nos había mandado a mi hermano y a mí con una lista de lo que necesitaba y permiso para comprar caramelos. Yo llevaba la lista y un rollito de dinero en la mano y en la otra el bolso con el que íbamos al almacén. Lo había hecho mamá con un resto de tela.
Cruzamos Dorrego para ir por la plaza y mi hermano se encontró con unos chicos, que ya estaban con sus bicicletas, así que me dijo que fuera sola para guardar lugar en el almacén y que después él se llegaba.
Nos mandaron a los dos- dije. Así que te espero. Yo también me quiero quedar en la plaza.
No dale, andá que enseguida te alcanzo.
Le voy a contar a mamá que te quedaste y no fuiste conmigo.
¡Dale! Ya te alcanzo y no seas alcahueta.

Me fui. Crucé Córdoba y como siempre me detuve frente al bar de la esquina de Dorrego y Córdoba. Lo llamábamos “Gorostarzu”, pero en realidad su nombre era “25 de Mayo”. Siempre nos parábamos frente a él, porque tenía sobre una de las paredes un reloj enorme y redondo – como el que se veía en la estación Rosario Norte– y siempre mirábamos la hora de ida y de vuelta, para saber cuánto nos demorábamos en el almacén de Don Cotovad.
Miré la hora y también me dí vuelta para ver si venía mi hermano Carlitos, pero se había subido al guardabarros de la bicicleta de uno de los chicos y seguramente iban a dar una vuelta de manzana por la plaza.
Le voy a contar a mamá… y ya va a ver. Si no llega a tiempo, no le voy a comprar los caramelos que a él le gustan- pensé. Y… me sentía furiosa.
Seguí caminando. Me daba vuelta a cada rato para ver si venía mi hermano. Pero el que estaba detrás de mi era un señor con traje oscuro. Se acercó y me dijo:
Nena, (yo tenía alrededor de diez años), acabo de estar con tu mamá. Soy el cobrador de la luz. Me dijo que te había dado a vos el dinero y que vos me pagaras.
No- le contesté. A mí no me dio dinero para usted. Solo me dio para ir al almacén de la esquina. Y acá tengo lo me pidió que comprara. No tengo dinero para usted.
¿Cuánto dinero tenés? Mostrame.
Le mostré.
Mamá me dijo que alcanzaba solamente para lo que ella necesita y para unos diez caramelos.
Dame todo lo que tenés y te volvés a tu casa y le decís a mamá que ya pagaste la luz.
Pero es que tengo que ir al almacén… Vaya usted a casa y pídale a ella que le pague.
Ya estuve con ella ¿no te digo? Me dijo que vos tenías el dinero y que me lo dieras.
Miré si venía mi hermano, pero no se lo veía. Yo no estaba segura. No era lo que mamá me había dicho. El hombre sacó el dinero de mi mano, que todavía tenía extendida, y se fue.
Yo tenía una sensación rara, como que no había obedecido a mamá; no me daba cuenta de que el hombre nos había estado vigilando y se aprovechaba de que estaba sola. Tal vez me sentía mal porque, sin dinero, no podía ir al almacén y cumplir con el mandado…
Cuando crucé la plaza venía mi hermano. Se asombró de lo rápido que había regresado y entonces le conté que había pagado la luz.
Mamá no se enojó. Lloraba. Nos abrazó y lloraba sin parar…

Éramos chicos entonces, y no comprendimos que no lloraba por la plata. 

4 comentarios:

  1. Que bueno volver a leerte estimada amiga, ha pasado tiempo pero no olvido tus historias, por eso hoy te saludo con un gran abrazo.
    Me encantó tu relato.
    Luis A. Molina

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  2. Soy el nieto de Don COTOVAD y me emocione al leer su recuerdo. Mi abuela no se llamaba Jovita sino Sara y él le decía Sarita. Viví todo lo que cuentas y leerlo me puso la piel de Gallina y los ojos se me llenaron de lagrimas. Mi abuelo era un santo, murió en 1971 y yo vivía con él en ese momento. Gracias por regalarme este recuerdo

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  3. Si quieres escribirme, mi casilla es juancarlosaimetta@gmail.com

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