Recordar…
Susana
Olivera
“Recordar es la mejor forma
de olvidar”
Sigmund Freud
—Carlitos,
acompañá a tu hermana al almacén. Vayan los dos juntos.
—Ufa, mamá, ¿por
qué yo? Que vaya ella sola.
—Vamos, acompañá
a tu hermana.
El almacén de Don Cotovad estaba
situado en Dorrego y Rioja justo en la esquina. Lo atendían Don Cotovad y su
esposa, doña Jovita. Amables, siempre hablaban en voz baja, invariablemente
vestidos con chaquetas de piqué blanco, y pollera y pantalón negro. Usaban los
dos un delantal también blanco de tela muy dura, que se colgaban del cuello y
que casi les llegaba hasta los pies.
A veces, cuando de tarde se
juntaba mucha gente, los ayudaba Pepita, su única hija. Pepita, años más tarde,
supo ser profesora de Matemática de mi hermano más chico en el Nacional “San
Martín”.
En ese almacén se podía
comprar desde alpargatas y productos de mercería hasta porotos, pasando por
galletitas, caramelos, azúcar, yerba, harina, variedad de quesos, jabones,
fiambres. Se vendía todo suelto, cuidadosamente pesado y envuelto en papel de
estraza o de diario según fuera el producto. Mamá usaba el papel de los
envoltorios para escurrir el aceite de las frituras.
Tenía un mostrador de madera
oscura sobre el cual estaban las balanzas. Recuerdo una con dos platos, supongo
que de bronce, sobre uno de los cuales se ponían pesas de distinto tamaño, y
otra –comprada tiempo más tarde– con un solo plato y sin pesas. Detrás de este
mostrador se veía un mueble con unos cajones también de madera oscura, que
tenían un vidrio adelante desde el cual se podía ver el contenido de cada uno.
También había unos cajones muy grandes con tapas cilíndricas que se levantaban
para abrirlas y cerrarlas, cargados con maíz, alpiste, harina, fideos, polenta.
En un rincón, y donde terminaba el mostrador, dos barriles de madera llenos con
aceitunas negras y verdes. Además, latas de galletitas cíclopes, con un solo y
enorme ojo de vidrio.
Despachar a los clientes era
toda una ceremonia: se colocan las pesas en un plato de la balanza, un papel en
el otro y se volcaba lentamente sobre él el contenido de la palita cargada con
la mercadería hasta lograr que los dos platos estuvieran en equilibrio. Luego,
se retiraba el papel, se lo llevaba a una parte libre del mostrador, se
juntaban los costados y se les hacía una especie de repulgue que terminaba en
dos cuernitos. Eran paquetes seguros y perfectos.
Claro, un cliente pedía un
kilo de azúcar, otro un kilo y medio de harina, otro cincuenta gramos de
aceitunas... y la ceremonia de pesado y empaquetado, más la conversación con
cada cliente, se hacía interminable.
Si íbamos nosotros, la cosa
se hacía más larga, porque estaba la elección de caramelos de unos frascos
cilíndricos colocados uno arriba de otro, inclinados, a través de los cuales se
podía ver el caramelo que se deseaba: “Deme cinco caramelos de estos, diez de
estos otros, tres de aquellos, no de esos no, del otro frasco”.
Nosotros no usábamos
libreta, pero si se tenía que anotar en esas libretas negras con tapas de hule,
y buscar la que correspondía, porque no todos los clientes la llevaban a sus
casas, bueno, el trámite podía ser verdaderamente largo.
Ese día, mamá nos había
mandado a mi hermano y a mí con una lista de lo que necesitaba y permiso para
comprar caramelos. Yo llevaba la lista y un rollito de dinero en la mano y en
la otra el bolso con el que íbamos al almacén. Lo había hecho mamá con un resto
de tela.
Cruzamos Dorrego para ir por
la plaza y mi hermano se encontró con unos chicos, que ya estaban con sus
bicicletas, así que me dijo que fuera sola para guardar lugar en el almacén y
que después él se llegaba.
—Nos mandaron a
los dos- dije. Así que te espero. Yo también me quiero quedar en la plaza.
—No dale, andá
que enseguida te alcanzo.
—Le voy a contar
a mamá que te quedaste y no fuiste conmigo.
—¡Dale! Ya te
alcanzo y no seas alcahueta.
Me fui. Crucé Córdoba y como
siempre me detuve frente al bar de la esquina de Dorrego y Córdoba. Lo
llamábamos “Gorostarzu”, pero en realidad su nombre era “25 de Mayo”. Siempre
nos parábamos frente a él, porque tenía sobre una de las paredes un reloj
enorme y redondo – como el que se veía en la estación Rosario Norte– y siempre mirábamos
la hora de ida y de vuelta, para saber cuánto nos demorábamos en el almacén de
Don Cotovad.
Miré la hora y también me dí
vuelta para ver si venía mi hermano Carlitos, pero se había subido al guardabarros
de la bicicleta de uno de los chicos y seguramente iban a dar una vuelta de
manzana por la plaza.
—Le voy a contar
a mamá… y ya va a ver. Si no llega a tiempo, no le voy a comprar los caramelos
que a él le gustan- pensé. Y… me sentía furiosa.
Seguí caminando. Me daba
vuelta a cada rato para ver si venía mi hermano. Pero el que estaba detrás de
mi era un señor con traje oscuro. Se acercó y me dijo:
—Nena, (yo tenía
alrededor de diez años), acabo de estar con tu mamá. Soy el cobrador de la luz.
Me dijo que te había dado a vos el dinero y que vos me pagaras.
—No- le
contesté. A mí no me dio dinero para usted. Solo me dio para ir al almacén de
la esquina. Y acá tengo lo me pidió que comprara. No tengo dinero para usted.
—¿Cuánto dinero
tenés? Mostrame.
Le mostré.
—Mamá me dijo
que alcanzaba solamente para lo que ella necesita y para unos diez caramelos.
—Dame todo lo
que tenés y te volvés a tu casa y le decís a mamá que ya pagaste la luz.
—Pero es que
tengo que ir al almacén… Vaya usted a casa y pídale a ella que le pague.
—Ya estuve con
ella ¿no te digo? Me dijo que vos tenías el dinero y que me lo dieras.
Miré si venía mi hermano,
pero no se lo veía. Yo no estaba segura. No era lo que mamá me había dicho. El
hombre sacó el dinero de mi mano, que todavía tenía extendida, y se fue.
Yo tenía una sensación rara,
como que no había obedecido a mamá; no me daba cuenta de que el hombre nos
había estado vigilando y se aprovechaba de que estaba sola. Tal vez me sentía
mal porque, sin dinero, no podía ir al almacén y cumplir con el mandado…
Cuando crucé la plaza venía
mi hermano. Se asombró de lo rápido que había regresado y entonces le conté que
había pagado la luz.
Mamá no se enojó. Lloraba.
Nos abrazó y lloraba sin parar…
Éramos chicos entonces, y no
comprendimos que no lloraba por la plata.
Que bueno volver a leerte estimada amiga, ha pasado tiempo pero no olvido tus historias, por eso hoy te saludo con un gran abrazo.
ResponderEliminarMe encantó tu relato.
Luis A. Molina
Soy el nieto de Don COTOVAD y me emocione al leer su recuerdo. Mi abuela no se llamaba Jovita sino Sara y él le decía Sarita. Viví todo lo que cuentas y leerlo me puso la piel de Gallina y los ojos se me llenaron de lagrimas. Mi abuelo era un santo, murió en 1971 y yo vivía con él en ese momento. Gracias por regalarme este recuerdo
ResponderEliminarSi quieres escribirme, mi casilla es juancarlosaimetta@gmail.com
ResponderEliminarSoy el hijo de Pepita
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