Patricia Pérez
Mi papá tuvo muchos trabajos. Era un hombre que
buscaba siempre progresar.
Sus padres, recién llegados escapando de la
guerra, comenzaron una vida de sacrificio con muchos hijos, quienes empezaron a
trabajar desde muy pequeños. Por aquel entonces, no se hablaba de explotación
infantil. Todos aportaban a la familia.
Mi papá tuvo una niñez dura en la que se comía
lo que se podía y él siempre contaba que, cuando su padre estaba sentado a la
mesa, no volaba ni una mosca; porque ante todo estaba el respeto a los mayores.
También recordaba que si sobraba comida, había
que terminarla en la semana. Contaba que mi abuela hacía una olla entera de
polenta y que, si quedaba, se repetía el menú todos los días.
Eran muchos a la mesa, ocho hermanos y tres
primos, ya que la hermana de mi abuela había fallecido en su tercer parto y ella
se debió hacer cargo de los tres huérfanos.
Será por eso que mi viejo trató de que nunca
nos faltara nada.
Él cambió los trabajos, siempre mejorando, hasta
que el último que tuvo fue de viajante. Estaba varios meses afuera y cuando
venía traía regalos para todos.
Cada regreso era una fiesta, porque quería ver a
todos sus nietos.
Disfrutaba de estar con ellos.
Cuando tenía la oportunidad, combinaba trabajo
con diversión. A veces, no podía regresar a casa y, desde donde estaba, nos
mandaba a llamar. Entonces, nos encontrábamos en algún lugar y compartíamos las
vacaciones.
Cuando se jubiló pudo disfrutar aún más.
Le encantaban los chicos y siempre trataba de participar
de los acontecimientos familiares.
Sin embargo, lo que más le hizo pensar que no
se había equivocado en dejar de trabajar fue asistir a los partidos de fútbol
de sus nietos varones.
A los dos más grandes pudo verlos de vez en
cuando, pero con el más chico tuvo la suerte de saborear sus partidos muchas
veces.
Para él, verlo jugar al fútbol era la
continuación de algo que había soñado. De pibe le gustaba jugar a la pelota,
pero tuvo que salir a trabajar y se le hizo difícil.
Sin embargo, no todo era deporte.
Él era el mago de la cancha.
Como le gustaban tanto los niños, siempre en
sus bolsillos había caramelos masticables, que les hacía aparecer a los chicos,
una vez en sus orejas, una vez del bolsillo de sus pantalones cortos y si no de
la rama de algún árbol, que alguno de nosotros (cómplices) habíamos puesto de
antemano.
Aún recuerdo la cara de los niños formados en
ronda, esperando el caramelo, y las vocecitas de los pequeños diciendo: “Abuelo,
hacenos magia”.
Las voces se fueron corriendo y cada sábado
había una fila de niños esperando por su magia.
Él ya no está entre nosotros, pero esos chicos que
hoy tienen entre treinta y cuarenta años recuerdan al abuelo Carlos, que
siempre jugaba con ellos.
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