domingo, 10 de septiembre de 2017

El mago de la cancha

Patricia Pérez

Mi papá tuvo muchos trabajos. Era un hombre que buscaba siempre progresar.
Sus padres, recién llegados escapando de la guerra, comenzaron una vida de sacrificio con muchos hijos, quienes empezaron a trabajar desde muy pequeños. Por aquel entonces, no se hablaba de explotación infantil. Todos aportaban a la familia.
Mi papá tuvo una niñez dura en la que se comía lo que se podía y él siempre contaba que, cuando su padre estaba sentado a la mesa, no volaba ni una mosca; porque ante todo estaba el respeto a los mayores.
También recordaba que si sobraba comida, había que terminarla en la semana. Contaba que mi abuela hacía una olla entera de polenta y que, si quedaba, se repetía el menú todos los días.
Eran muchos a la mesa, ocho hermanos y tres primos, ya que la hermana de mi abuela había fallecido en su tercer parto y ella se debió hacer cargo de los tres huérfanos.
Será por eso que mi viejo trató de que nunca nos faltara nada.
Él cambió los trabajos, siempre mejorando, hasta que el último que tuvo fue de viajante. Estaba varios meses afuera y cuando venía traía regalos para todos.
Cada regreso era una fiesta, porque quería ver a todos sus nietos.
Disfrutaba de estar con ellos.
Cuando tenía la oportunidad, combinaba trabajo con diversión. A veces, no podía regresar a casa y, desde donde estaba, nos mandaba a llamar. Entonces, nos encontrábamos en algún lugar y compartíamos las vacaciones.
Cuando se jubiló pudo disfrutar aún más.
Le encantaban los chicos y siempre trataba de participar de los acontecimientos familiares.
Sin embargo, lo que más le hizo pensar que no se había equivocado en dejar de trabajar fue asistir a los partidos de fútbol de sus nietos varones.
A los dos más grandes pudo verlos de vez en cuando, pero con el más chico tuvo la suerte de saborear sus partidos muchas veces.
Para él, verlo jugar al fútbol era la continuación de algo que había soñado. De pibe le gustaba jugar a la pelota, pero tuvo que salir a trabajar y se le hizo difícil.
Sin embargo, no todo era deporte.
Él era el mago de la cancha.
Como le gustaban tanto los niños, siempre en sus bolsillos había caramelos masticables, que les hacía aparecer a los chicos, una vez en sus orejas, una vez del bolsillo de sus pantalones cortos y si no de la rama de algún árbol, que alguno de nosotros (cómplices) habíamos puesto de antemano.
Aún recuerdo la cara de los niños formados en ronda, esperando el caramelo, y las vocecitas de los pequeños diciendo: “Abuelo, hacenos magia”.
Las voces se fueron corriendo y cada sábado había una fila de niños esperando por su magia.
Él ya no está entre nosotros, pero esos chicos que hoy tienen entre treinta y cuarenta años recuerdan al abuelo Carlos, que siempre jugaba con ellos.

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