Victoria Steiger
Después de varios años yendo a nuestras playas,
decidimos empezar a viajar por las distintas provincias, separando al norte en
invierno y al sur en verano.
Este viaje era para Misiones, íbamos a visitar a
una de mis hermanas, que vivía allí y recorreríamos la zona cataratas, las
ruinas, etcétera.
Como me pasa actualmente, también me quedaban
muchas cosas para hacer a último momento. Cerrar todas las ventanas, puerta del
fondo y fijarme si todos teníamos nuestras camperas puestas.
Mi marido ya había cargado las valijas y atrás no
entraba más nada.
Quedaba solamente el bidón de agua y los sándwiches.
Yo era la encargada de eso y de ir despachando a los chicos ya desayunados y
con la última ida al baño. No era cuestión de arrancar y que alguno quisiera ir
a los cinco minutos.
Parece una salida interminable. Tenemos cinco
chicos, que en esa época tendrían entre trece la mayor y siete la más chica.
¡Al fin arrancamos! No sé qué hora sería, no
lográbamos salir nunca muy temprano. Parábamos aproximadamente cada tres horas
para una “escala técnica”; o sea, al baño y seguir viaje hasta la hora de
almuerzo.
Llegó la hora de comer. Estábamos bien con el
tiempo y buscamos una estación de servicio que en algunos lugares tienen un
espacio como para camping.
No había nada con tantas “comodidades”, pero
había que parar y comer. Todos bajamos y nos acomodamos.
Cada uno con el vaso para el jugo y faltaba
repartir los sándwiches.
Fui al auto y busqué adelante, atrás y en el
baúl. No los encontré. Pregunté quién había agarrado el táper y nadie lo había
visto. Revisamos por todos lados y nada.
En realidad la encargada de los víveres era yo y
en mi memoria quedaba que los llevé y los puse al asiento de los chicos, pero…
Evidentemente los había olvidado y habría que
aplicar un plan “b” en el camino. Ya habíamos pasado Corrientes y muchas
opciones no se presentaban.
Lo único que vimos por la ruta fue un comedor muy
básico. Ya era tarde y paramos. Rápidamente nos acomodamos y preguntamos qué se
podía comer sin mucha espera.
Había costeletas con papas fritas. Por suerte, todos
estuvimos de acuerdo menos la mayor que quería ensalada y huevo duro. No hubo
forma de convencerla.
Pedimos cuatro para compartir y la ensalada y el
huevo duro. Todo bien, el problema para mí era el lavado de las verduras.
Trajeron bastante rápido todo menos la ensalada.
Pasó un rato, estábamos ya casi terminando de
comer y reclamando lo que faltaba cuando apareció la ensalada y el huevo duro.
No les puedo describir el recipiente de la ensalada, nos miramos y no dijimos
nada. Mi hija miró su ensalada y no hizo comentarios.
Ya pasado el imprevisto de los sándwiches
seguimos viaje.
Casi a veinte o treinta kilómetros de llegar
sentimos que algo raspaba por debajo del auto. Paramos en la banquina a mirar
qué sería.
Lo que pasó es que el caño de escape se había
partido y colgaba un pedazo. No se podía hacer mucho, creo que pudimos terminar
de sacar lo que colgaba o atarlo con alambre y seguir así. No me acuerdo cómo
fue.
Llegamos a Posadas tarde y cansados. Teníamos
reservado un hotel en el centro. No somos pocos y “caer” siete personas a una
casa de cuatro es demasiado.
Bajamos las valijas y cenamos. Al día siguiente
llevaríamos a arreglar el auto.
Por supuesto, avisamos nuestra llegada a la
familia en Posadas y a Rosario. Por lo general, siempre quedaba alguien que
pasaba por casa, abría un rato para que se viera movimiento y en este caso fuera
a buscar los sándwiches olvidados.
Al día siguiente ya descansados, fuimos a casa de
mi hermana y nos aconsejaron un taller para el arreglo. Este trámite no representaba
mucho tiempo; obviamente, sí un gasto más del viaje.
Paseamos por la ciudad. Nuestro familiares nos
mostraron lugares muy lindos y seguimos para las cataratas parando en un hotel ubicado
en el lado argentino.
La vegetación, los saltos y los caminitos para
verlas son un recorrido hermoso. Los chicos estaban encantados.
Hicimos los caminos por dentro de las cataratas,
un paseo en gomón que nos llevó muy cerca de un salto. Yo, muy miedosa, iba agarrada
de todos lados y vigilaba que todos lo hicieran.
Vimos pájaros de todos los colores, plantas y
flores tan distintas a las que conocemos. Es un paisaje que volvimos visitar
otra vez sin los chicos.
Ya saliendo del paseo de cataratas fuimos a las
ruinas de San Ignacio y a las minas de Wanda, donde muestran cómo van sacando
las piedras semipreciosas.
¡Todo un aprendizaje en vivo!
Como les contaba al principio de este relato, con
los chicos viajamos por todo nuestro país.
Tuvimos dos autos primero, un 505 rural “el gris
“bastante usado y “el celeste” igual que el anterior un poquito más nuevo. Lo
muy bueno era que tenía siete asientos así todos tenían su lugar.
Por supuesto se “ponían a punto” antes de salir,
pero en los viajes para el sur con tantos caminos de ripio algo se “aflojaba”. El
primer viaje fue hasta Ushuaia.
No salíamos sin plan de viaje. Mi marido que, ya
había hecho de joven el recorrido, calculaba cómo llegar al destino final en
tres días de viaje.
Bueno fueron muchos viajes y ya casi me ponía a
contarles aquel que hicimos al sur. Esos autos siguieron todos nuestros
recorridos y la puesta a punto no siempre resultaba buena o era también por las
rutas que había.
Hace mucho que no escribo y les cuento cómo me
acordé de esto.
En el último fin de semana largo me llegó un
mensaje de una de mis hijas: “Mamá me dejé el táper de los sandwichichitos en
la heladera, que los rescaten porque se ponen feos”.
Sonreí y me propuse contarles de nuestro viaje a
Misiones.
Hola Victoria, que gusto volver a leerte, esas historias siempre familiares que son un placer.
ResponderEliminarTe dejo un gran abrazo.
Luis A. Molina