Susana
Olivera
Azucenas blancas por toda la
casa.
Madrugón para ser la primera
en usar el baño.
El trajín. Peluquero,
modista, maquillador. Armado del ramo de azucenas. Discusiones. Papá decía que
él era el más importante y como tal había que tener consideraciones con el
padrino, por ejemplo turno privilegiado para bañarse, planchado de su ropa,
cuidado especial con el cuello duro y los puños de su camisa blanca. Mamá que
le decía que la más importante era la novia. Los chicos que no usarían saco,
porque hacía mucho calor. Mamá que consideraba que cada uno tenía su traje y
que tenían que usarlo.
Sí. Había llegado el gran
día.
Nos casábamos.
La emoción. La ternura.
Nuestras manos. Me confundí y le puse el anillo en la mano equivocada. La
felicidad.
Almorzaríamos en un restaurante
muy conocido, que se llamaba “La
Querencia ”, ubicado en Santa Fe 1050. Después, iríamos a
nuestra casa. El colectivo para Mar del Plata salía a las diez de la noche.
Teníamos tiempo y nos moríamos por estar juntos.
El almuerzo fue interminable
y más interminable la sobremesa… las fotos con todos los invitados, las
despedidas, las bromas y ¡al fin! Nuestro auto nos llevaba a casa.
No parábamos de hablar. Nos
reíamos recordando a nuestras madres discutiendo sobre lo que debía estar en la
casa para esta primera vez: que cena liviana, que una botella de champagne y lo
más importante ¡la preparación de la cama! La mamá de Jorge tenía una vieja
tradición de su familia que quería poner en práctica: la cama debía ser hecha
por las dos madres para asegurar la descendencia y la unión de las dos
familias. Las dos madres ofrecían sábanas que habían pertenecido a sus abuelas
y ahí estaba el problema. No se ponían de acuerdo… finalmente, cedió mi mamá y
ahí estaba la cama lista con sábanas del siglo XIX.
Llegamos y nos abrazamos
tras la puerta… pero, pero nos detuvimos en seco. Había algo extraño: cosas
cambiadas de lugar, nuestras valijas ¿abiertas? Algo extraño sucedía.
En la cocina estaban mis
hermanos, primos de Jorge y primos míos. Unas diez personas entre chicas y
chicos.
—Los acompañamos
para que no se les haga larga la espera del colectivo- dijo Gildo, primo de
Jorge burlonamente.
—Acérquense…
tenemos listo el champagne.
—También
trajimos torta para tomar el café. Está todo preparado.
No dejaban de reírse y
nosotros –que queríamos ser amables– no lo podíamos creer. Tratamos de
compartir su risa, de aceptar, pero qué disgusto…
—Además, los
vamos a acompañar a la estación, les ayudamos con las valijas y yo estoy con el
auto, así que los llevamos…
En un aparte le dije a mi
hermano mayor:
— “Te vas a
arrepentir de esta broma, es de muy mal gusto, te voy a matar. ¿Cómo entraron?
—Pero… queríamos
acompañarlos para que no se sintieran tan solos… Teníamos la llave. Alguien la
consiguió.
Y se moría de la risa. Y les
dijo a todos que parecía, le parecía que estábamos algo “molestos”.
—Miramos las
valijas, chicos… Les pusimos unos preservativos…¡Cómo pueden ser tan
descuidados!
No nos dejaron cambiar la
ropa, estábamos con nuestros trajes de novios.
—Aprovechen a lucirse, porque
esta ropa no la van a usar más.
Recién sobre la hora pudimos
vestirnos con nuestra ropa de calle y alistarnos para el viaje. Estábamos
agotados.
También nos sentíamos
indignados. Se comieron todo lo que estaba preparado por nuestras madres y se
tomaron todas las bebidas. Y no paraban las bromas, los consejos absurdos y las
risotadas.
Todos fueron a la estación y
siguieron la broma. Gritaban para que la gente se enterara…
—¡Es una pareja
en ablande!
—¡No los pierdan
de vista!
—Chofer, chofer…
pónganlos en asientos separados.
—¡Una pareja en
ablande… se acaban de casar!
Cuando el colectivo partió seguían
los cantos y los chistes. Por la ventanilla, yo les mostraba los puños cerrados
y Jorge el dedo del medio.
Pasó mucho tiempo para que
pudiéramos reírnos de la broma.
Llegamos a Mar del Plata.
Habíamos dormido algo en el
viaje, pero nos sentíamos cansados. Mis tías nos habían prestado su
departamento y me habían dicho que estaba todo listo y que había cosas frescas
en la heladera.
—Bueno, acá
seguro no van estar esos pesados haciéndose los graciosos.
—Acá está la
llave. Abrí vos.
Yo ardía de nervios. Jorge
no conocía el departamento, que era muy pequeño. Y sería “nuestro” nido…
Jorge metió la llave… no
entraba.
—¿Estás segura
de que esta es la llave?
—Sí… es la que
me dieron las tías.
Probó de nuevo y la llave se
quebró dentro de la cerradura.
Las ocho de la mañana.
Día sábado.
Todo el equipaje en la
puerta.
Encontrar un cerrajero.
Arreglar la cerradura. —
Vamos a desayunar, Susi… Después vamos a ver
lo que hacemos.
Tremendo relato, fruto de otra época, romántica quizás pero muy bella sin dudas.
ResponderEliminarMuy bueno!!