jueves, 7 de septiembre de 2017

Aquella vez en la playa

José Mario Lombardo

Fue en enero de 1984 o 1985.
En esa época acostumbrábamos a pasar las vacaciones en Necochea. Nos gustaba esa ciudad de grandes parques, montes de eucaliptus y pinos, con amplias calles y la presencia del mar.
El puerto, que está en Quequén, era nuestro lugar preferido para disfrutar del mar.
Las playas son interminables. Son un mar de arena antes del mar.
El puerto de Quequén queda muy cerca de Necochea. Las dos ciudades están separadas por un río y unidas por un esbelto puente metálico.
El día de nuestra llegada llovía a cántaros y se hacía muy difícil encontrar alojamiento. Gracias a la ayuda de un amigo, que nos esperaba y conocía muy bien el lugar, conseguimos una casita interna justamente en la ciudad vecina de Quequén. Ese lugar les gustó tanto a los chicos que al año siguiente lo volvimos a alquilar.
La casa tenía las cañerías de agua corriente tapadas, el depósito del baño no funcionaba, faltaban lamparitas, abundaban las goteras y varias cosas más; pero para nosotros utilizar un inflador de bicicletas para limpiar las cañerías, arreglar el baño con alambre y reponer bombitas fue gran parte de la aventura.
Además, teníamos el mar, el río Quequén y la ciudad de Necochea.
En el atardecer, nos solíamos encontrar en la playa con nuestros amigos. Ellos nos enseñaron a pescar con red desde la playa. La tarea consistía en meterse en el mar entre seis o siete valientes soportando una larga red de unos treinta metros de longitud por un metro de alto. Con el agua a la cintura, el primero de la fila comenzaba el regreso cerrando el círculo y, cuando lo ordenaba, salíamos corriendo arrastrando la red con la buena pesca de la tarde. Los chicos miraban asombrados la presencia de esos habitantes marinos.
En el parque “Miguel Lillo” había un anfiteatro al aire libre.
Una tarde fuimos a ver la actuación de un cantor.
El cantor y sus cuatro guitarreros vestían de riguroso traje negro.
El cantor ingresó al escenario entre aplausos y sin decir palabra, con una leve inclinación de cabeza, indicó a los músicos que podían comenzar.
Las guitarras desplegaron un ritmo de milonga muy vivaz ejecutada con una extraña justeza.
El cantor se ubicó delante de sus músicos algo inclinado con respecto al frente del escenario. La mano izquierda en el pecho, los ojos cerrados y su mano derecha mostrando la palma levantada a la altura del hombro.
Ese hombre, como en una ceremonia, se notaba que al escuchar atentamente antes de cantar, ofrecía su homenaje a las cuatro guitarras.
Y después cantó.
Y fue muy parecido a la desconocida red que los chicos descubrieron en la playa. Fue tal el asombro el escuchar, como el descubrir aquellos habitantes marinos en la arena.
Nos dijo que no hay que olvidar nuestro lugar aunque te vayas para otro lado, que no pongas muchas cosas en la maleta porque el camino es más largo si vas con mucha carga, que si sentís tristeza al mirar atrás, recuerdes que es el mismo el camino de ida que el de vuelta y recuerdo una de las sentencias de aquella milonga que decía que “es cierto que hay muchas cosas que se pueden olvidar, pero algunas son olvido y otras son cosas nomás”.

Aquella tardecita, extendimos la red y te pescamos Alfredo Zitarrosa.

1 comentario:

  1. Hermosos recuerdos los suyos, tocayo. Y como siempre, me admiro de su destreza para contarlos. Bienhaiga su memoria, su labia y su poesía.

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