H.
B. Carrozzo
Mis padres habían construido nuestra casa en la
remota calle Colón al 2200, casi La Paz, con un crédito hipotecario. Era el año
1949 cuando nos mudamos y yo tenía solo dos años y mi hermano Eduardo unos seis
meses. Hasta ese entonces vivíamos en la casa de mis tíos Miguel y Emma en
calle Zeballos al 600.
Tanto ellos como mis abuelos no querían saber nada
de que nos fuéramos a vivir al barrio República de la Sexta. Según ellos, era
un lugar de cuchilleros, malevos y marginales. Pero allí fuimos los cuatro, Don
Héctor, Doña Marta, mi hermano y yo.
A la derecha de nuestra casa estaba el Chalet de los
Cosenza, la casa de Doña Queta, otro baldío y la mimbrería y casa de los
polacos. A la izquierda, justo en la esquina, un terreno baldío y continuando
por La Paz estaba la carnicería de Don Osvaldo.
En esa ochava vacía, enfrentada a la panadería y
almacén de los Quiróz, fue donde se instaló una calesita. La misma era
multicolor y tenía una pollera que la cubría cuando no funcionaba. Tenía cerco
de alambre de gallinero, entrada por La Paz, boletería, poste para la sortija y
los altoparlantes, que estaban ubicados cerca de la torre central y difundían
la música de discos de pasta. Estos servían como reguladores de la duración de las
vueltas. Nosotros le proveíamos agua potable con una manguera a través del
tapial.
Era la primavera del 52 y la calesita empezaba en su
incansable girar a las seis de la tarde, cuando sonaba “Delicado” como la
canción identificadora de que empezaba el viaje más fantástico del día. Así que
al compás de esa y algunas otras canciones seguía girando y girando como hasta
las diez u once de la noche. Los fines de semana los imaginarios viajes empezaban
un poco antes y terminaban a media noche.
Y nosotros nos subíamos al elefantito y de allí al
camello o al caballito blanco o al negro o al impresionante auto de carrera,
que nunca había ganado una carrera. Y estábamos hasta que empezaban a descolgar
la cortina haciendo el último giro antes de dormir. Claro que hacíamos una
parada no muy larga para la cena y vuelta a girar hasta irnos a dormir.
No solo teníamos pase gratis, en trueque por el agua
claro, sino que también cada tanto nos encaramábamos a alguno de los postes
asignados para pelear la sortija. Esa caprichosa sortija, que volaba por los
aires regalando una vuelta extra a quién la sacaba.
Nuestra habilidad para ganarla era extraordinaria.
Con cuatro o cinco años éramos expertos y todos los días la ganábamos tres o
cuatro veces. El resto la dejábamos para que los otros vecinos y amigos también
la disfrutaran. Siempre tuve una duda y era que cuando pasaba cerca nuestro,
ese vuelo endemoniado y furibundo que la sortija dibujaba en el aire cambiaba
por un suave balanceo de la misma. Parecía que el calesitero movía la sortija a
nuestras manos, ¡sin ninguna aviesa intención!
En fin, era como tener una calesita propia en el
jardín de la casa.
Y así pasaron los meses de primavera y llegamos a
fin de año y tuvimos que “mudarnos” a Pascanas (1). Mi madre estaba
embarazada de nuestro hermano Jorge y debido a la epidemia de poliomielitis la
orden médica era salir de Rosario.
Pasamos unos seis meses en el exilio y cuando
regresamos en el invierno de 1953 ya éramos tres con mi hermano Jorge, y la
calesita no estaba más. La poliomielitis también la había afectado y no había
rastros de ella.
Luego, pasados algunos años, en el baldío de la
esquina se edificó el almacén de los Quiróz, que expandieron sus operaciones
comerciales, reubicando el negocio que tenían junto a la panadería y que había
crecido en ventas debido que los empleados de la Metalúrgica Laromet compraban allí
sus viandas.
Nunca más tuvimos la calesita en el jardín de casa,
pero los recuerdos de esos días se hacen evidentes cuando paso por alguna de
ellas y creo escuchar las notas musicales de “Delicado”.
La canción quedó tan gravada en nosotros que mi
padre compró el disco de pasta de “Delicado” y lo reproducía por el Wincofón.
Mi hermano Eduardo y yo damos fe.
(1). Ver en este blog el relato “Recuerdo
del pueblo” (Agosto de 2016).
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