Mónica Duhalde
A los doce años nos
mudamos de casa, construida, como se acostumbraba en esos años por papá, tíos y
todos supervisados por mi abuelo paterno, Salustiano Duhalde. Mientras se
construía, vivíamos a dos cuadras en la casa de mis abuelos, también hecha por
la familia. Esa vivienda tenía un patio adelante, donde se encontraba un
hermoso árbol de jazmín del Paraguay, que inundaba con su perfume la habitación
de mis padres. Al costado de la casa había un pasillo, que comunicaba con la
parte de atrás y desembocaba en otro gran patio.
Por las tardes, mi
madre acostumbraba a dormir su siesta, que todavía hace. Para que no saliéramos
a la puerta, nos permitía que vinieran nuestros amigos, cada uno con su bici, triciclo, karting y jugábamos
carreras, dábamos vueltas por el patio de adelante, seguíamos por el pasillo y
terminábamos en el patio trasero. No creo que mamá pudiera descansar mucho con
tanto barullo.
En ese patio también se
armaban lindos partidos de fútbol, siempre alentados por el abuelo Juan. Me
viene a la memoria que cuando llovía mucho y, al no contar con el emisario 9, toda
esa zona se inundaba. El agua entraba a las casas y había que levantar los
muebles, muchos de los cuales se arruinaban. Ya de más grande entendí la
tristeza y angustia de mis padres. En ese entonces, nosotras jugábamos en el
agua. Una de las veces el agua tardó varios días en retirarse y, para que no
enfermáramos, nos mandaron a casa de mis abuelos. Mis padres quedaron cuidando
la casa.
Al mudarnos sentí cómo
nuestra infancia se terminaba y comenzaba una nueva etapa en nuestras vidas: la
adolescencia.
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