Veo sus manos en
todas partes de la casa chorizo. Casa inmensa. De habitaciones tan grandes que
parecía que les faltaban muebles. De techos altísimos.
Veo sus manos en las carpetitas tejidas al croché sobre el aparador,
los bargueños, los trinchantes, las mesas de luz, las repisas de vidrio de los
baños; debajo de floreros, estatuitas de porcelana, veladores, frascos.
Veo sus manos en los repasadores bordados con punto yerba con
escenas alusivas a la cocina y al cocinar (aun conservo algunos).
Veo sus manos en el aroma a pan tostado, a torta, a salsas,
en su incansable trajinar en la cocina.
Veo sus manos en las servilletas y toallas festoneadas con
varetas. Y en los pañuelos con iniciales bordadas y puntillas primorosas.
Veo sus manos en la copa con un jazmín recién cortado de
nuestra planta del fondo, en alguna parte del vestíbulo para perfumar la
entrada.
Veo sus manos en las bolsitas de tul celeste llenas de flores
de lavanda y cerradas con un moño de raso en todos los roperos y cajones de las
cómodas.
Veo sus manos encendiendo las casi inútiles estufas a
kerosene en cada dormitorio al anochecer.
Veo sus manos tocando “Desde el alma”, porque era la pieza
preferida de mi padre.
Veo sus manos en la pequeña bandeja sobre la mesita con el
cobertor con una copa minúscula cerca de un porrón de ginebra Bols. Para él que
acostumbraba a tomarse un trago todas las noches antes de recogerse. ¿Sería porque
“todos los días una copita estimula y sienta bien”, como decía la publicidad?
Y veo sus manos cuando cada noche llenaba con agua caliente
los botellones de barro vacíos. Y una a una abría nuestras camas de sábanas
heladas y duras de almidón, y hacía rodar las botellas de arriba abajo y de
abajo arriba, para calentarlas y después colocarlas a la altura de nuestros
pies. Y, en silencio para no interrumpir el sueño, retirarlas muy de madrugada
cuando ya estaban frías.
Veo sus manos arropándonos noche tras noche en nuestras camas
tibias por el amor de sus manos.
Las manos de mi madre.
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