Ana
María Miquel
Como por arte de magia, volvieron a poner la mesa en
ese comedor tan luminoso y lleno de muebles casi blancos. Cuando nos sentamos,
Vera no llegaba y por supuesto no podíamos empezar a comer. Hasta que apareció
con Ira trayendo una especie de panqueques con forma de pañuelitos, rellenos de
carne y luego fritos en manteca. Deliciosos. Además, llegó con una fuente con
los que para nosotros serían capellettinis,
que ellos comían con un chorro de aceto balsámico.
En medio de la comida, Ira se levantó y comenzó a
hacer espacio en la mesa, porque llegaban más visitas: Anika y Boris con su
hija, yerno, sus dos hijos y un primito. La mesa se volvió a estirar y se
siguió con lo ya contado con respecto a la comida y las bebidas.
Boris y Vladimir (padre) no dejaban de tomar y de
hablar de la pesca y la matanza del cerdo. Cuando hubo que encender luces
porque comenzaba a caer la noche, Vera estaba muy enojada con su esposo y desde
mi lugar veía cómo lo miraba con cara de pocos amigos, cuando él intentaba
tocarle las piernas por debajo de la mesa o abrazarla. También abrazaba y
acariciaba la cabeza de Guillermo. Anastasia nos comentó que Vera estaba muy
enojada, porque Vladimir se había puesto borracho y que en cualquier momento se
iría a recorrer la casa de los vecinos para seguir tomando.
En un momento dado, Guillermo me murmura al oído: “Harán
entrega de regalos y habrá discursos. Te corresponde a vos hablar”.
No me asustaba ni me avergonzaba hablar, ya que lo
haría en español y pasaría por dos traducciones, tanto Guillermo como
Anastasia, sabrían lo que tendría que decir o querían que dijera.
Las dos hermanas se pusieron de pie y comenzaron a
aparecer paquetes, que nos iban entregando. Nosotros, que pensábamos que
volveríamos livianos de equipaje, nos dimos cuenta que retornaríamos más
cargados que antes. La funda de terciopelo para mi inodoro, tiaras de flores
para mis nietas, tazas de distintas formas y colores para mi hija, mi marido y
mis nietas, cajas de chocolate. Una estructura en forma de violín conteniendo
una botella de coñac y otra muñeca de cerámica conteniendo vodka para
Guillermo, huevos trabajados con íconos religiosos en mostacillas para mi
marido, agarraderas y repasadores para la cocina con figuras de campesinas. Sé
que me olvido de cosas, pero la generosidad que tuvieron para con toda la
familia me llenó de admiración.
Cuando la casa quedó más tranquila y sin visitas,
nos pusimos a tratar de embalar todo lo que nos habían dado –una hace malabares
con las maletas–, pero a cada rato entraba alguno para seguir charlando un
ratito. Hasta las mellicitas que ya habían puesto a dormir, se vinieron a
nuestro lado, y Vera, que iba y venía con cara de pocos amigos pensando en su
marido, que al final se había ido a casa de algún vecino. Ella, mientras miraba
a mi hijo con toda ternura, lo tomaba de las manos y le decía: “Qué feliz
hubiera sido mi papá de tenerte en la casa. Y dile a mi primo que estoy muy
enojada con él por no haber venido. Y que haya estado en Polonia el año pasado
y que no viniera no se lo perdono”.
Todo se fue aquietando, volvió Vladimir repartiendo
besos y abrazos a diestra y siniestra, hasta que lo mandaron a dormir. Y el
resto siguió el mismo camino; ya que a la mañana siguiente debíamos levantarnos
a las cinco y media de la mañana para partir.
Dormimos unas pocas horas y nos levantamos. Todavía
era noche cerrada y Vera ya estaba en la mesa de la cocina preparando panes con
manteca. En un momento quedamos Guillermo y yo solos con ella y mi hijo con las
pocas palabras que había aprendido sobre la marcha, puso en las manos de Vera
unos dólares. No los contó ni los rechazó, los metió en el bolsillo de su batón
y la cara se le transformó con una amplia sonrisa.
Llegó el taxi a buscarnos. En realidad, no era un
taxi. Era un amigo de Ira que tenía auto y se ganaría unos pesos extras llevándonos
a Ternopil, antes de entrar a su trabajo. Menos las mellicitas, todos estaban
en la puerta despidiéndonos con lágrimas en los ojos e insistiendo en que
volviéramos.
Cuando llegamos a la estación de trenes, Guillermo
me informa: “Tenemos solo seis minutos para subir al tren que viene de Odesa.
No sabemos si llega desde la derecha o desde la izquierda. Como nuestro vagón
es el primero, nos quedamos parados acá en el medio. Cuando lo escuchemos
llegar, correremos hacia el lugar que corresponde. Vos solo hacete cargo de tu
cartera”.
Esos son los beneficios de viajar con un hijo y
gente joven. No sé cómo lograron llegar corriendo con tanto equipaje y tan
pesado, y subirlo al tren en menos de seis minutos. Cuando llegué al lado de
ellos, tenía la lengua afuera como un perro cansado de correr, pero feliz como
pocas veces en mi vida. Había conocido nuevos lugares, nuevas culturas, nuevas
costumbres, nueva familia y, por sobre todas las cosas, habíamos logrado
develar grandes secretos familiares.
Ahora pienso: "El que esté libre de culpas, que arroje la primera piedra". O también aquel refrán que dice: "En todas las casas se cuecen habas, pero en la mía cacerolazas".
Y yo disfrutando tu relato como lo hacía antes, ha pasado tiempo pero no pierdes tu impronta.
ResponderEliminarUn abrazo amiga!
Luis A. Molina